Authors: David Monteagudo
—Ya... Tú quieres decir que es el Profeta ¿No es eso?
—¡El Profeta!—dice Hugo, alzando de nuevo la mirada hacia sus compañeros, con un gesto alucinado—. El Profeta...
Amparo, Nieves, Hugo, Ibáñez, incluso Maribel, ya no se miran entre sí con la mirada esquiva de la culpabilidad; ni de la otra manera, abiertamente, con los ojos que piden auxilio, que esperan encontrar en la otra mirada la seguridad, la negación del miedo que uno siente. Ahora miran hacia fuera: con la misma vergüenza, subrepticiamente, pero hacia el exterior; hacia la oscuridad que les rodea, hacia las masas de sombra que forman los ribazos iluminados tan sólo por la luz de las estrellas, y que ahora, tras la prolongada contemplación de la llama, se funden en la sombra, como en un mar de tinta turbia y engañosa.
Ginés, en cambio, echa la espalda hacia delante sujetándose la cabeza con ambas manos, hasta apoyarla sobre las rodillas, como si buscara el aislamiento, la reflexión, o simplemente el descanso. María contempla atónita el cuadro que componen todas esas personas a su alrededor, incrédula, negando con la cabeza, pasando revista, una por una, a las miradas y las actitudes, buscando algo más, algo diferente al temor y la fatalidad que ve en todos los rostros.
—Pero... esto es ridículo—dice finalmente—. No puede ser que todos... Ginés, por favor, di algo. Tú no piensas así...
—Es igual—dice Ginés, levantando la cabeza unos centímetros, y girándola hacia su compañera—. No importa de qué escapemos... del Profeta, de un cataclismo nuclear, de nuestras propias conciencias... El resultado es el mismo: hay que seguir, hay que alejarse del núcleo, del problema, lo más posible y buscar la normalidad, la civilización... si es que aún existe...
Ginés se pone en pie trabajosamente, dolorosamente, luchando con el entumecimiento de la larga caminata, de la incómoda posición en que estaba sentado, de sus cuarentaitantos años.
—Tenemos que descansar—dice masajeándose los riñones, esbozando una mueca de dolor—. Hay que organizar las guardias...
—Las guardias...—dice alguien, con la entonación inequívoca de quien acaba de descubrir, en el mismo momento, esa posibilidad.
—De dos personas, por supuesto—aclara Ginés—. Los que estén más hechos polvo que descansen, al menos de momento. La lámpara queda encendida. El fuego... Ya haríamos fuego si fuera necesario.
—Pero...
—No hay animales salvajes en esta zona—dice Ginés, cansino, pero tajante—. No estamos en el Serengueti.
María, sentada todavía en el suelo, mira fijamente a Ginés, durante un buen rato, con una mirada, con un ceño levemente fruncido, que tiene mucho más de curiosidad, de extrañeza, que de arrobo o de admiración.
Los pájaros pían como locos, chillan y se desgañitan saludando la proximidad del nuevo día. Hay tantos pájaros que su griterío resulta agresivo, furioso, ensordecedor. Aún no se han apagado las estrellas, no todas; era tal su número, su acumulación, que se diría que el cielo está completamente estrellado a pesar de que ya se ha extinguido la mitad de ellas. Pero el color del cielo sí que ha cambiado: ahora es de un gris incoloro, casi transparente, con un tinte morado allí donde el sol se puso, y unos matices malvas, rosáceos, en el lugar por el que volverá a salir. El aire se ha atemperado sin llegar a ser fresco. La brisa, desde hace poco, se ha detenido por completo.
En el calvero que se abre a la derecha de la carretera, la luz estremecida del amanecer descubre un paisaje derrotado y confuso, de cuerpos hacinados, de ropas arrugadas. Se distinguen dos bultos separados, diferenciados, y otros dos volúmenes más grandes que corresponden, en realidad, al bulto que hacen dos cuerpos en cada uno de ellos. Aunque sigue estando en el centro, no se ve a simple vista la lámpara de butano, porque ahora está apagada, y sin la llama inquieta que la habitaba se convierte en un objeto gris e insignificante.
No hay movimiento en la dispersión de cuerpos yacentes y acurrucados. Hasta que de pronto uno de los bultos, uno de los bultos menores, se contrae bruscamente, se estira; y sólo cuando se pone en movimiento y se incorpora se diferencia claramente la figura humana, y se comprende en qué posición estaba tumbado, qué era la cabeza y qué los pies. Esa persona es Hugo, y se ha despertado gritando, mirando nerviosamente en todas direcciones, como quien se despierta de una pesadilla. Sus gritos no tardan en despertar a las personas que yacen a su alrededor.
—¡ ¿Qué son esos gritos?!—exclama Hugo con los ojos desorbitados—. ¡ ¿Quién está gritando?!
Todos los compañeros se han incorporado, a diferentes ritmos, incluso alguno se ha puesto en pie. Tan sobresaltados como el propio Hugo, tan asustados, miran agónicamente en todas direcciones esperando, temiendo ver algún horror que justifique los gritos de su amigo.
—¡Eres tú, Hugo, eres tú mismo!—dice finalmente Ginés, con la voz todavía torpe—. Tenías... tenías una pesadilla, por eso grita...
—¡No! ¡¿Es que no lo oís?!—insiste Hugo, con el pánico pintado en el rostro—. ¡No paran de gritar! ¿Es que nadie lo oye? ¡Chillan, chillan, y...!
Hugo ha mirado un momento para arriba, para el cielo. Es Amparo la primera que comprende lo que ocurre, en medio del desconcierto general, en medio del temor irracional que se está contagiando ya a todo el grupo.
—¡Los pájaros, son los pájaros!—dice Amparo, apresurándose, arrastrándose torpemente hasta abrazar a Hugo—. ¡Son los pájaros que están piando, Hugo; cálmate, son los pájaros; hay un montón de pájaros...!
Ginés lanza un resoplido de alivio. Otros cuerpos, a su alrededor, se relajan o incluso se recuestan hasta quedar tumbados de nuevo.
—¿Quién estaba con Hugo? ¿Quién hacía guardia con Hugo?—pregunta Ginés, mientras Amparo acaricia la cabeza de un Hugo que ha dejado de gritar y ahora lloriquea como un niño.
Ginés mira a su alrededor esperando la respuesta, y de pronto exclama:
—¿Dónde está Ibáñez?
Ha bastado esa pregunta, esas tres palabras, para poner de nuevo en alerta a todo el grupo.
—¿Alguien sabe dónde...?—vuelve a preguntar Ginés—. ¡¿Quién estaba con Hugo?!
—No está... no está—dice María.
—Puede haberse levantado... a hacer pis—aventura Nieves.
—Mirad—dice Amparo señalando con la cabeza—, está su bolsa, la bolsa ésa que llevaba.
—¡Ibáñez!... ¡Ibáñez!—grita Ginés—. ¡¿Quién coño bacía guardia con Hugo?!
Ginés ya se ha puesto en pie, lo mismo que Nieves y María. Amparo mira a sus compañeros con ansiedad; también querría levantarse pero sigue abrazando a Hugo. Hugo parece totalmente aniquilado, ajeno a todo. Maribel mira en todas direcciones, también hacia el cielo, pero sigue tumbada, sentada en el suelo. Algunos pájaros, aparentemente golondrinas, cruzan el cielo con sus trayectorias curvas, vertiginosas como tiros de piedra. Parecen pocas aves, pocos picos para el frenético griterío que se sigue escuchando, envolviéndolo todo con su aguda estridencia.
—Hugo no hacía guardia—dice de pronto Maribel, con una expresión atónita, como si le sorprendiesen sus propias palabras...
—¿Cómo que no?—dice Ginés—. Entonces...
—Era Ibáñez el que estaba... conmigo.
—Pero... ¿tú no estabas durmiendo?
—Me quedé dormida...
Ginés deja escapar un prolongado bufido y se frota los ojos lentamente, con una mano. La actitud de Maribel, su pueril estado de atontamiento, parecen evidenciar que estaba realmente dormida, profundamente, y que además necesita cierto tiempo para volver por completo al estado de vigilia.
—Dijimos que tenían que ser dos—dice Ginés conteniendo su irritación—, que tenía que haber siempre dos personas despiertas, que si el otro se dormía había que despertarlo, o avisar a otro, ¡por favor!
Maribel no dice nada. Es Amparo quien hace una observación, por lo demás bastante lógica:
—En todo caso habría que culpar a Ibáñez. Es evidente que ella se durmió primero... y él no hizo nada.
—¿Es verdad eso?—pregunta Ginés dirigiéndose a Maribel—. ¿Ibáñez... estaba despierto cuando tú te dormiste?
—Sí... supongo que sí... ¡Yo tenía mucho sueño!
—Ahora no sabemos... no sabemos «cómo» ha desaparecido—dice Ginés.
—¿Cómo?—dice Amparo—. Lo mismo que ayer, en el desfiladero...
—¡Sí, mierda, sí, puede ser...!—dice Ginés—, pero ahora no podemos asegurarlo. No tenemos la evidencia. También se puede haber marchado... Al fin y al cabo ayer le «apretamos» mucho las tuercas.
—Sí—rezonga Amparo—, ahora voy a tener yo la culpa de todo lo que está pasando.
Entretanto, Maribel se despereza y hace ademán de ponerse en pie. Un gesto de dolor le atraviesa la cara cuando apoya el primer pie en el suelo. Pide ayuda, y entre Nieves y María le ayudan a levantarse. Ginés también ha ayudado, distraídamente; su actitud pensativa y cavilosa revela que está dándole vueltas en la cabeza a alguna idea.
—No tenemos una evidencia. Yo quería una evidencia—dice de pronto sin dirigirse a nadie en concreto, como si hablara consigo mismo.
—¿Qué más evidencia necesitas?—dice Maribel, que ahora parece mucho más espabilada—. Fijaos a quién se ha llevado.
—¿Quién?—dice Ginés, irritado—, ¿el hombre del saco?
—No te librarás de él aunque hagas burla—dice Maribel—, su plan se está cumpliendo paso a paso.
—No sé cómo podéis discutir así—dice Nieves con una entonación quejumbrosa—. Ibáñez... ha desaparecido... Vamos a desaparecer todos, uno a uno.
—Cálmate—dice María abrazando a Nieves—. Vamos... cálmate... No sabemos... no sabemos nada de momento. Ni siquiera hemos llegado a ese maldito pueblo.
Amparo mira a sus compañeros desde su posición sentada. No dice nada, su mirada grave y preocupada se superpone a la actitud maternal con que sigue meciendo a Hugo mecánicamente, como se haría con un niño al que hay que dormir.
—María tiene razón—dice Ginés—, no podemos rendirnos antes de haber acabado ni... ni siquiera la primera etapa. Hay que llegar al pueblo; está... está muy cerca y ahora... ahora ya se ve bien, ya hay suficiente luz. Aprovechemos que nos hemos levantado temprano para hacer camino. .. luego hará más calor...
—Claro, tú estás muy optimista... Tú—dice Maribel—eras el que mejor le trataba, incluso mejor que nosotras. A ti te dejará para el final.
Amparo y Nieves se miran en silencio, incapaces de pronunciar palabra. Ni siquiera Ginés puede escapar, aunque niega repetidamente con la cabeza, a la impresión que han causado esas palabras.
—En cuanto a tu novia... eso ya es harina de otro costal—añade Maribel—. Ya sabes que al Profeta no le gustaba nada lo de las relaciones antes del matrimonio...
—María no es mi novia, ¡estúpida!—dice Ginés con rabia.
—Bueno, pues tu pareja, o lo que sea.
—Por favor...—suplica Nieves.
—¡Basta ya!—dice de pronto María—, ¡se acabó! Os he aguantado hasta ahora por cortesía, por educación. Pero si vamos en plan de mala leche... esto se acabó. Estoy harta de aguantar vuestros malos rollos; sois unos carrozones hechos polvo, estáis tarados, como todos los de vuestra edad. Todos igual, como mis padres: os pasáis la vida puteados, sin hacer nada de lo que de verdad os apetece, y luego os quejáis. Todo... todo lo convertís en un trauma. Lo que le hicisteis a ese tipo, ¿qué fue?, ¿pagarle una puta? Porque aún no he conseguido enterarme, de lo... de lo tarados que estáis, ni siquiera Ginés ha sido capaz de decírmelo. Fue eso, ¿verdad?... Claro, y el tío lo encajó mal... ¡Pues ya está, mierda! ¡Que le den! ¡Por favor...! ¿Cómo se puede estar veinticinco años viviendo con... con esa tara, con ese mal rollo ahí...? ¡Iros a la mierda! Ginés no es así, ¿os enteráis? Ginés es diferente, por eso le quiero. Pero desde que está con vosotros... le estáis... le estáis contagiando vuestra... vuestra incapacidad, pero tú—añade dirigiéndose a Ginés—tú no te rindas, cariño. Tú no crees en lo que dice esta tía. Dime que tú no crees...
Ginés tarda en contestar. Se ha quedado atónito, mirando a María en cuanto ésta se ha puesto a hablar; y ahora sigue mirándola con la misma cara de sorpresa.
—Por supuesto que no creo—dice finalmente—. Pero tú...
—Pues entonces no te rindas. Si no te rindes yo te apoyaré hasta el final, hasta el último momento.
—¡Qué bonito!—dice entonces Maribel—. Da gusto ver a dos personas que se quieren... y que no han sido separadas por la fuerza. Pero dime, bonita, ¿cómo explicas entonces... todo esto que está pasando?—dice Maribel señalando alrededor con un amplio ademán.
—¡ ¿Y yo qué sé?! Lo que sé es que estamos bien fastidiados, eso está claro. Pero lo que me parece... lo que de verdad me parece alucinante es que en vez de pensar que ha habido un... yo qué sé, un desastre nuclear, una plaga, un virus, una invasión extraterrestre, lo que quieras... pues no, en vez de eso lo más lógico es pensar que un pobre tipo, un taradito, un reprimido que seguro que se hacía más pajas que un mono... pues eso, que ese tipo ha despoblado medio mundo, ha producido un parón tecnológico sin precedentes, y además «hace desaparecer» a las personas...
—Eres tú la que no quiere ver las cosas claras—replica Maribel—. Tú vas de lista pero... ¡Si está más claro que el agua! A ver, a ver si me respondes, a ver si me haces otro discursito, a ver por qué ese «desastre» que tú dices tenía que empezar precisamente cuando estábamos celebrando la fiesta, a la misma hora en que se cumplían veinticinco años desde que estuvimos allí todos juntos...
—«Eso» es una casualidad—dice María pausadamente—. Las casualidades también existen.
—¿Y que el Profeta, precisamente él, fuese el único que no acudió a la fiesta... eso también es una casualidad? Aunque había asegurado, pero bien seguro, que vendría, que por eso Nieves estaba tan preocupada. ¿Verdad, Nieves? ¿No te juró y perjuró que vendría?
Nieves no responde. Alza la mirada que tenía clavada en el suelo y mira a los que están de pie, uno a uno, con una extraña expresión, entre atónita y asustada. Sólo al cabo de un rato, cuando Ginés, alarmado, le va a decir algo, Nieves habla con voz insegura, vacilante, bajando de nuevo la mirada.
—Sí, sí, me dijo... me dijo que vendría.
—Ya ves—dice Maribel—que no hacen falta extraterrestres para...
—¡Pero, bueno... esto es ridículo!—protesta María—.
No sé ni por qué me molesto en intentar... ¿Qué quiere decir que ese tipo asegurara que iba a venir? ¿Qué prueba irrefutable es ésa? Querría venir, pero se asustó. Al final no tuvo valor, es una explicación mucho más lógica, tratándose de un tipo así.