Fin (21 page)

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Authors: David Monteagudo

BOOK: Fin
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—No es el mejor momento para... para sacar conclusiones—replica Ginés con trabajosa paciencia—. Estamos todos cansados, hemos tenido un día muy duro. Ahora, por la noche, todo se ve peor; mañana... mañana será otro día; iremos... iremos al pueblo, a Somontano...

—¿Para qué?—insiste Amparo—, ¿para ver que no hay nadie?

—¡Me da igual que no haya nadie!—estalla Ginés—. Habrá comida, agua, camas, una piscina; en todos los pueblos hay una piscina; habrá bicicletas, un montón de bici cletas, un... yo qué sé, una zapatería. ¡No..., no podemos saber si habrá alguien o no!

Nadie dice nada, ni siquiera Amparo. Ginés vuelve a hablar en tono más conciliador:

—No podemos saber qué alcance tiene esto... ni cuánto va a durar. No tenemos suficiente información.

—Ginés tiene razón—dice María—. Una vez vi una película... la gente, los que sobrevivían, se acababan suicidando porque pensaban que... y luego resulta que al lado, muy cerca...

—Esa chica... Desapareció. Se esfumó...

—¡Amparo! ¡Por favor!—dice Ginés.

—No. Tiene razón—protesta Nieves—. ¿Por qué vamos a negar la evidencia? ¿O es que... ?

—Pues, por ejemplo—la interrumpe Ibáñez—, porque hay personas que parecen muy afectadas, y no sabemos... no sabemos...

En medio de un súbito silencio, todas las miradas se dirigen hacia Hugo; pero él no parece haberse dado cuenta de que se ha convertido en el centro de atención; su expresión reconcentrada y taciturna no ha variado un ápice en ningún momento de la conversación. Es la misma expresión que ha llevado durante todo el camino, desde que salió de la estupefacción y la atonía de los minutos inmediatos a la desaparición de Cova. Hugo no ha hablado en todo el camino: se ha limitado a responder lacónicamente, con monosílabos, y siempre con cierto retraso, cuando alguien le ha dirigido la palabra. No ha comido nada cuando le han ofrecido algo de la frugal pitanza—pan seco y galletas, y algún embutido—que han despachado sobre la marcha. Lo único que ha hecho ha sido fumar compulsivamente, un cigarro tras otro, hasta acabarse el paquete entero que todavía le quedaba. Pero una vez terminado, no ha dado muestras de necesitar más tabaco.

—Esa chica...—dice Amparo—, ¿cómo se llamaba?

—Por favor...—dice Ginés, más suplicante, más incrédulo que indignado. Los demás bajan la mirada avergonzados, incapaces de mirar a Hugo, ni a Amparo.

—¿Nadie quiere decirme cómo se llamaba...? Me da igual. Desapareció, se volatilizó. Es imposible que se escapara, que se perdiera de vista en tan poco rato... No sé por qué estuvimos tanto tiempo buscando; era evidente que...

—Quizá se cayó—dice Nieves tímidamente—y las cabras se la llevaron... sobre el lomo...

—¡Sí, hombre!—dice Amparo—. Como en un rodeo, ¿no? ¡Parece mentira!

—Eso no puede ser, Nieves—dice María; con cariñoso acento—. Lo habríamos visto y... las cabras no iban tan juntas...

—Sabéis—dice entonces Maribel, mirando la llama de la lámpara con ojos muy abiertos—, cuando estábamos en la casa...

—¿En qué casa?

—¡En cuál va a ser!, en la que hemos comido. Cuando entramos todos en la habitación y oímos ruido en el lavabo... Todos teníais miedo. Pero yo no... yo tenía una esperanza, porque pensé que a lo mejor era Rafa, que tenía que ser Rafa, que nos había ido siguiendo, porque... porque estaba enfadado, pero... pero se le había pasado y nos... nos gastaba una broma...

Maribel guarda silencio durante unos segundos. En algún momento parecía que iba a romper a llorar, porque la voz le ha temblado cada vez que pronunciaba el nombre de su marido. Pero ahora, después de mirar la llama en actitud reflexiva, durante un rato, vuelve a tomar la palabra en un tono distinto: un tono de serena suficiencia que resulta todavía más alarmante.

—Pero ahora me doy cuenta de que no, de que era muy tonta al pensar eso... Luego, cuando desapareció... cuando desapareció...

—Cova.

—Eso. Entonces lo comprendí todo...

Maribel ha enmudecido repentinamente. No se le ha escapado—como no se le escapa a ninguno de los presentes—la brusca transformación que ha sufrido Hugo al oír el nombre de su mujer, citado por un Ibáñez que lo ha dicho espontáneamente, sin pensar, por el simple prurito de suplir la quebradiza memoria de Maribel. Hugo ha alzado la mirada del resplandor de la lámpara, y ha mirado a sus compañeros como si despertara en ese momento: como despierta el hipnotizado al oír el chascar de dedos del hipnotizador.

—Ella lo sabía—dice Hugo, como si ése fuera el resultado de todo lo que ha venido rumiando, obsesivamente, en las últimas horas.

—¿Qué es lo que sabía?—dice Ibáñez.

—Todo.

Hugo responde con firmeza, con una convicción que resulta un tanto exaltada, tal vez por la mirada y la expresión febril, fanática, con que acompaña sus respuestas.

—¿No podrías...—le pregunta María, con todo el tacto de que es capaz—explicarte...?

—Que esto es el final—concluye Hugo—, el final de todo.

—¿Por qué... por qué dices que lo sabía?

—Me lo dijo: me dijo que era el final, el final de todo, y yo no le hice caso—dice Hugo, con una entonación que empieza vehemente, exaltada, y acaba derrumbándose en un quejumbroso lloriqueo—. Todo se podría haber arreglado. Todo se habría arreglado si yo la hubiera abrazado de verdad, si le hubiera dicho que le perdonaba... pero no lo hice... Y ahora... ahora estamos así...

—Cálmate, Hugo...—dice Ginés.

—Una cosa es la relación de pareja—dice Amparo— y otra...

—¡No! ¡Es lo mismo!—le interrumpe Hugo airadamente—. ¿No lo entendéis?... Ella me lo dijo: es el final de todo, ¿comprendéis? ¡De todo!

—Lo de Rafa fue igual—dice Maribel, atrayendo de repente todas las miradas.

—¿Qué quieres decir?—le pregunta Amparo, incorporándose hasta quedar sentada en el suelo.

—No me miréis todos así... Me dais miedo.

—Tranquila—dice María—, ¿quieres decir que Rafa... a ti... te dijo lo mismo? ¿También te dijo eso? ¿Las mismas palabras?

—No, eso no, pero... él también desapareció.

—Maribel...—dice Ginés, en el tono de quien llama a la prudencia.

—Al principio yo tampoco me lo creía. Pensaba como vosotros, que se había enfadado y se había ido... Pero Rafa nunca se iría: no se iría dejándome sola.

—Pero... tú dijiste que...—recuerda María—que no estabais muy bien últimamente.

—Eso es lo que pensé al principio. Pero ahora me doy cuenta de que no. Todo el mundo discute de vez en cuando. Todas las parejas...

—¿Y cómo puedes saber que desapareció?—dice entonces Ibáñez—. Tú estabas durmiendo, ¿no?

—No, la verdad es que no. No podía dormir, estaba disgustada...

—¿Y le viste desaparecer?—insiste Ibáñez.

—No, pero... estaba a mi lado, en la litera de al lado; me di la vuelta, y cuando me volví a girar... ya no estaba. Yo pensé que había ido al lavabo.

—Entonces no viste, así, explícitamente...

—¡Bueno, vale ya de interrogatorio!, ¿no?—salta de pronto Amparo, encarándose con Ibáñez—. Mira tú: el que nos reñía antes por hablar de... de esa chica... ¡Será que no estás tú ahora hurgando en la herida! Ya estoy harta de que nos deis lecciones los listillos del grupo; como si fuésemos unos críos y vosotros...

—Yo sólo intento racionalizar un poco toda esta locura, todo... todo esto tiene que tener algún sentido—replica Ibáñez con voz ostensiblemente calmosa—. Buscaba... buscaba analogías entre los dos casos. Y por supuesto lo hacía para ayudar, para que nos beneficiáramos todos. Si descubrimos...

—Claro, ya salió el gran altruista, el hombre que sólo quiere hacer el bien... ¡Si al menos te callaras y no quisieras dar lecciones!

—Pero... ¿a qué viene ahora... ?—dice Ibáñez mirando a sus compañeros—, ¿qué le pasa a esta tía?

—Mejor harías en poner orden en tu vida en vez de andar por ahí dando lecciones—replica Amparo, con una acritud que resulta desproporcionada, que parece presagiar otro ataque más concreto, y también más hiriente.

—Y tú estarías mucho mejor con la boca cerrada—dice Ibáñez con tajante frialdad.

Pero Amparo lanza una nueva pulla:

—Hay que predicar con el ejemplo, ¿sabes?

—Pero... ¿qué os pasa a vosotros dos?—dice Ginés—. Si tenéis algún problema... no creo que sea el momento...

—¿Problema?—dice Ibáñez—. Yo ninguno.

—¿Ah, no? Anda, cuéntales, ¿por qué no les cuentas a éstos tus aventuras en La Capital? ¿No os ha dicho que estuvo tres años viviendo allí? No, no habla mucho de eso...

Todos miran a Ibáñez, incluso Hugo; nadie puede escapar a la morbosa curiosidad que han despertado las palabras de Amparo. El rostro de Ibáñez, su mirada baja y sombría, sus facciones tensas, su silenciosa inmovilidad, confirman, por lo menos, la gravedad del asunto.

—Él dice que fue por el trabajo, que le salió un trabajo allí y quiso probar... Puede ser... Lo que no dice es que conoció a una chica y se casó... bueno, o se juntó, es lo mismo, y que tuvo un hijo... Sí, el «soltero y sin compromiso», el hombre que me riñe porque puedo herir la sensibilidad de... Le bastaron tres años para casarse, tener un hijo y separarse al poco rato. No fue capaz, no tuvo cojones de cumplir como un hombre, ¡el muy cabrón! ¡No entiendo cómo se puede... con una chica estupenda, que es más buena que el pan, y un niño precioso, que todo el mundo dice que es un encanto... cómo se puede uno largar, y dejarlos ahí...!

—Tú ni siquiera conoces a esas personas—dice Ibáñez sin salir de su inmovilidad, sin dejar de mirar al suelo.

—Pero conozco a una persona que sí que las conoce, y de muy cerca, ¡qué mala suerte, ¿verdad?, el mundo es un pañuelo!

—No tienes derecho a juzgar...

—¿Pues por qué no lo contabas tú primero a tu manera? ¡ Mira éste! No debes de estar muy orgulloso cuando lo tenías tan calladito.

—¿Y tú? ¿Quién eres tú para hablar?—dice Ibáñez, encarándose de nuevo con Amparo—. Tu vida tampoco es, precisamente, un modelo a seguir.

—Al menos yo no he metido a niños de por medio.

—Porque no has podido.

—No, señor. Ya te gustaría a ti... pero no es mi caso. Si no tuve hijos fue porque no estaba segura, porque ya empecé a sospechar, muy pronto, que me había salido rana...

—Sea como sea fracasaste. Tu matrimonio fracasó... Porque tú «sí» que te casaste...

—Yo al menos puedo decir que mi marido era un cabrón. Pero tú... ¿qué motivo decente puedes tener tú para haberte separado?

Ibáñez guarda un hosco silencio, que Amparo aprovecha para dar nuevos detalles, hablando ahora al resto del grupo.

—No os penséis que se casó con una modistilla, no: es una chica con estudios, así, como él, medio artista, pero muy trabajadora...

—¿Sabéis por qué cuenta todo eso?—dice Ibáñez tomando la palabra, con una agresividad contenida que resulta estremecedora—. ¿Sabéis por qué me ataca de esa manera?... Pues porque quiso enrollarse conmigo y yo le di calabazas.

—¿Pero de qué hablas tú ahora, Rabanito?—dice Amparo, despertando algún amago de sonrisa en Nieves, en Maribel; ambas recuerdan el apodo, que circulaba más bien en el círculo femenino, sin que nunca llegaran a tener constancia de que se hubiera filtrado hasta el interesado—. Yo estaba hablando de cosas serias, no de tontunas de crios. Además, eso que dices no es verdad.

—¿Ah, no? ¿No es verdad que un día empezaste a contarme tu vida, y lo desgraciada que eras, y al final acabamos dándonos un morreo?

—¡Mira éste! ¿Quién se acuerda de eso? ¡Será que no había recalentones de ésos cada día! ¡Y no sólo morreos! Lo que pasa es que tú no te enterabas, porque no te comías ni un rosco... Debe de ser el único morreo que diste. Por eso te acuerdas tan bien. ¡Mira por dónde: uno que te dieron, y fue por compasión!

—¿Compasión? ¿Quién tuvo compasión de quién? ¿Sabéis lo que me dijo? Pues que sus padres estaban siempre discutiendo, y que se quería marchar de casa porque... porque su madre sólo tenía ojos para su hermano y... y que un día le pegó con...

—¡Hay que ver! ¡Se acuerda de todo!—dice Amparo, con divertido asombro—. Lo dicho: fue su primer morreo. Si lo llego a saber me esmero más.

—Lo que pasa—dice Ibáñez poniéndose en pie y mirando a Amparo desde arriba—es que eres una lesbiana reprimida, y por eso fracasas con todos los hombres.

Desde su posición sentada, Amparo replica a un Ibáñez que se ha alejado unos pasos, desdeñosamente, y ahora mira a la oscuridad, dando la espalda al grupo.

—No soy lesbiana, idiota, no soy lesbiana—dice Amparo apretando los dientes—, que no sabéis decir otra cosa...

—He dicho reprimida—apunta Ibáñez girando apenas la cabeza.

—Pero te aseguro que con tipos como tú dan ganas de hacerse...

—¡Vete a un bar de bollos y tómate una copa!

—Bueno, vale ya ¿no?—ataja Ginés, colándose en el cruce de acusaciones.

—No, dejadle—dice Amparo—, dejadle que suelte todo su veneno... después será inofensivo.

—Es así—dice Ibáñez con afectada indiferencia, aproximándose de nuevo al corrillo—, no podrás ser feliz hasta que no asumas tu homosexualidad...

—¡He dicho basta!—insiste Ginés—. Ya os hemos dejado bastante... ya habéis tenido vuestra sesión de terapia de grupo.

—Todo está ocurriendo como él quería...

Maribel ha hablado sin elevar la voz, como para sí misma, pero sus palabras han tenido un efecto inmediato. Mirándola fijamente, Ibáñez da unos pasos hasta quedar, de pie, muy cerca del hueco que ocupaba antes. En medio del silencio que se ha producido, es María la que toma la palabra para preguntar:

—¿Quién? ¿Quién quería?

—Nos estamos comportando exactamente como él ha planeado—dice Maribel, en vez de contestar.

—Pero ¿quién?—pregunta Ginés con impaciencia. El y María son los únicos que se han atrevido a preguntar. Los demás miran a Maribel conteniendo el aliento, con un brillo de temor en los ojos muy abiertos.

—¿Quién va a ser?—replica Maribel con desdeñosa irritación—. Lo sabéis perfectamente.

En el silencio que se produce, que se va prolongando, María contempla atónita cómo los hombres y mujeres que la rodean se miran unos a otros, con miradas fugaces, furtivas, avergonzadas, sin que nadie sea capaz de pronunciar una palabra. Finalmente, meneando la cabeza con incredulidad, María gira la cabeza y mira a Ginés, a quien tiene al lado mismo; va a decirle algo, pero es él el que, inesperadamente, toma la palabra.

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