Filosofía en el tocador (14 page)

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Authors: Marqués de Sade

BOOK: Filosofía en el tocador
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SRA. DE SAINT-ANGE: No tengáis miramientos con esta bribona, por favor, y como yo no os pido gracia tampoco quiero que le concedáis ninguna.

EUGENIA: ¡Ají! ¡Ají! ¡Ají! Creo que mi sangre corre de veras.

SRA. DE SAINT-ANGE: Embellecerá tus nalgas coloreándolas... Valor, ángel mío, valor; acuérdate de que sólo por las penas se alcanzan siempre los placeres.

EUGENIA: No puedo más, de veras.

DOLMANCÉ,
se detiene un minuto para contemplar su obra; luego, prosiguiendo
: Sesenta más todavía, Eugenia; sí, sí, ¡sesenta más en cada culo!... ¡Oh, tunantes, qué placer vais a tener ahora jodiendo!
(La postura se deshace.)

SRA. DE SAINT-ANGE,
examinando las nalgas de Eugenia
: ¡Ay, pobre pequeña, su trasero está lleno de sangre!... ¡Perverso, cuánto placer sacas de besar así los vestigios de tu crueldad!

DOLMANCÉ,
masturbándose
: Sí, no lo oculto, y mis besos serían más ardientes si los vestigios fueran más crueles.

EUGENIA: ¡Ah, sois un monstruo!

DOLMANCÉ: ¡Estoy de acuerdo!

EL CABALLERO: Por lo menos es sincero.

DOLMANCÉ: Vamos, sodomízala, caballero.

EL CABALLERO: Sosténla por las caderas, y en tres sacudidas está hecho.

EUGENIA: ¡Oh, cielos! ¡La tenéis más gorda que Dolmancé!... ¡Caballero..., me desgarráis!... ¡Tratadme con cuidado, os lo suplico!...

EL CABALLERO: Es imposible, ángel mío. Tengo que llegar al final... Pensad que me encuentro a la vista de mi maestro: debo mostrarme digno de sus lecciones.

DOLMANCÉ: ¡Ya está!... Me encanta ver el pelo de una polla frotar las paredes de un ano... Vamos, señora, enculad a vuestro hermano... Ya está la polla de Agustín dispuesta a introducirse en vos; en cuanto a mí, os aseguro que no he de tratar con miramientos a vuestro jodedor... ¡Ah! ¡Bien! Me parece que ya está formado el rosario; ahora pensemos sólo en corrernos.

SRA. DE SAINT-ANGE: Mirad cómo se estremece la muy pícara.

EUGENIA: ¿Es culpa mía? ¡Me muero de placer!... ¡Esta fustigación..., esta polla inmensa... y este amable caballero que aún sigue masturbándome!... ¡Querida, querida, no puedo más!...

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Dios santo! ¡Yo tampoco, me corro!...

DOLMANCÉ: Vayamos juntos, amigos míos; si quisierais concederme sólo dos minutos, os habré alcanzado en seguida, y nos iríamos todos a la vez.

EL CABALLERO: Ya no hay tiempo; mi leche corre en el culo de la hermosa Eugenia... ¡Me muero!... ¡Ay, santo nombre de un dios!... ¡Qué placer!...

DOLMANCÉ: Os sigo, amigos míos..., os sigo..., también a mí me ciega la leche...

AGUSTÍN: ¡Y a mí también!... ¡Y a mí también!...

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Vaya escena!... ¡Este bujarrón me ha llenado el culo!...

EL CABALLERO: ¡Al bidé, señoras mías, al bidé!

SRA. DE SAINT-ANGE: No, de veras, me gusta así, me gusta sentir la leche en el culo: cuando la tengo no la devuelvo nunca.

 

EUGENIA: De veras que no puedo más... Ahora, amigos míos, decidme si una mujer debe aceptar siempre la propuesta de ser follada de esta forma cuando se la hacen.

SRA. DE SAINT-ANGE: Siempre, querida, siempre; debe hacer más todavía: como esta manera de joder es deliciosa, debe exigirla de aquellos de quienes se sirve; y si depende de aquél con quien se divierte, si espera obtener de él favores, presentes o gracias, que se dé a valer, que se haga acosar; no hay hombre aficionado a esta postura que, en un caso así, no se arruine por una mujer lo bastante hábil para negarse con el solo propósito de inflamarle más; sacará cuanto quiera si domina el arte de conceder sólo adrede lo que se le pide.

DOLMANCÉ: Y bien, angelito, ¿estás convertida? ¿Has dejado ya de creer que la sodomía es un crimen?

EUGENIA: Y aunque lo fuera, ¿qué me importa? ¿No habéis demostrado vos la nadería de los crímenes? Ahora muy pocas acciones son criminales a mis ojos.

DOLMANCÉ: Nada es crimen, querida hija, sea lo que sea: la más monstruosa de las acciones ¿no tiene un lado por el que nos resulta propicia?

EUGENIA: ¿Quién lo duda?

DOLMANCÉ: Pues bien, desde ese momento deja de ser crimen; porque, aunque lo que sirve a uno perjudicando a otro fuera crimen, habría que demostrar que el ser herido es más precioso para la naturaleza que el ser servido: ahora bien, dado que todos los individuos son iguales a ojos de la naturaleza, tal predilección es imposible; por lo tanto la acción que sirve a uno perjudicando a otro es perfectamente indiferente para la naturaleza.

EUGENIA: Pero si la acción perjudicase a una gran mayoría de individuos, y nos proporcionase a nosotros una dosis muy ligera de placer, ¿no sería horrible entregarse a ella?

DOLMANCÉ: Tampoco, porque no hay comparación posible entre lo que sienten los demás y lo que nosotros sentimos; la dosis más fuerte de dolor en los demás debe ser para nosotros nada, y el más leve cosquilleo de placer experimentado por nosotros nos conmueve; por tanto debemos preferir, al precio que sea, ese ligero cosquilleo que nos deleita a esa suma inmensa de desgracias de los demás, que no podría afectarnos. Antes bien, ocurre por el contrario que la singularidad de nuestros órganos, una construcción extraña, nos hace agradables los dolores del prójimo, como a veces ocurre: ¿quién duda entonces de que ineludiblemente debemos preferir este dolor de otros, que nos divierte, a la ausencia de tal dolor, que se convertiría en una privación para nosotros? La fuente de todos nuestros errores en moral procede de la admisión ridícula de ese hilo de fraternidad que inventaron los cristianos en su siglo de infortunio y de indigencia. Forzados a mendigar la piedad de los demás, no era torpe sostener que eran todos hermanos. ¿Cómo negar ayuda, según esa hipótesis? Pero es imposible admitir semejante doctrina. ¿No nacemos todos aislados? Digo más, ¿no somos enemigos unos de otros, no nos hallamos todos en estado de guerra perpetuo y recíproco? Ahora bien, yo os pregunto si lo sería suponiendo que las virtudes exigidas por ese pretendido hilo de fraternidad estuvieran realmente en la naturaleza. Si su voz las inspirase a los hombres, las sentirían desde el nacimiento. A partir de ese instante la piedad, la beneficencia, la humanidad, resultarían virtudes naturales, de las que sería imposible defenderse, y que harían ese estado primitivo del hombre salvaje totalmente contrario a como lo vemos.

EUGENIA: Pero si, como decís, la naturaleza hace que los hombres nazcan aislados, independientes unos de otros, me concederéis al menos que las necesidades, al acercarlos, han debido establecer obligatoriamente algunos lazos entre ellos;
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de ahí, los de la sangre nacidos de su alianza recíproca, los del amor, los de la amistad, los del reconocimiento; espero que al menos respetéis éstos.

DOLMANCÉ: No más que los otros, en realidad; pero analicémoslos, lo deseo: echemos una rápida ojeada, Eugenia, sobre cada uno en particular. Diríais vos, por ejemplo, que la necesidad de casarme, para ver prolongada mi raza o para conseguir mi fortuna, debe establecer lazos indisolubles o sagrados con el objeto al que me alío? Os pregunto, no sería absurdo sostenerlo? Mientras dura el acto del coito, puedo indudablemente necesitar ese objeto para que participe en él; pero tan pronto como está concluido, decidme, ¿qué queda entre él y yo? ¿Y qué obligación real encadenará, a él o a mí, a los resultados de ese coito? Estos últimos lazos fueron frutos del pavor que sintieron los padres a ser abandonados en su vejez, y los interesados cuidados que tienen con nosotros en nuestra infancia son únicamente para merecer luego las mismas atenciones en su postrera edad. Dejemos de ser víctimas de todo esto: no debemos nada a nuestros padres..., ni lo más mínimo, Eugenia, y como han trabajado menos para nosotros que para sí, nos está permitido detestarlos y deshacernos incluso de ellos si su proceder nos irrita; sólo debemos amarlos si actúan bien con nosotros, y esa ternura no debe ser un grado superior al que tendríamos con otros amigos, porque los derechos del nacimiento no establecen nada ni fundan nada, y, escrutándolos con prudencia y reflexión, no encontraremos probablemente en ellos otra cosa que razones de odio hacia los que, pensando sólo en sus placeres, no nos han dado a menudo más que una existencia desgraciada o malsana.

¡Me habláis de los lazos del amor, Eugenia! ¿Habéis podido conocerlos alguna vez? ¡Ah, que semejante sentimiento no se acerque jamás a vuestro corazón, por el bien que os deseo! ¿Qué es el amor? A mi entender, sólo puede considerarse como el efecto resultante de las cualidades de un objeto hermoso sobre nosotros; tales efectos nos transportan,nos inflaman; si poseemos ese objeto, ya estamos contentos; si nos es imposible conseguirlo, nos desesperamos. Pero ¿cuál es la base de ese sentimiento?... el deseo. ¿Cuáles son las secuelas de ese sentimiento?... la locura. Atengámonos, pues, al motivo, y librémonos de los efectos. El motivo es poseer el objeto; pues bien, tratemos de triunfar, pero con prudencia; gocémoslo en cuanto lo tengamos; consolémonos en caso contrario: otros mil objetos semejantes, y con frecuencia mejores, nos consolarán de la pérdida de ése; todos los hombres, todas las mujeres, se parecen: no hay amor que resista los efectos de una reflexión sana. ¡Oh! ¡Qué engaño esa embriaguez que, absorbiendo en nosotros el resultado de los sentidos, nos pone en tal estado que ya no vemos ni existimos más que por ese objeto locamente adorado! ¿Es eso vivir? ¿No es más bien privarse voluntariamente de todas las dulzuras de la vida? ¿No es querer permanecer en una fiebre ardorosa que nos absorbe y que nos devora sin dejarnos otra dicha que goces metafísicos, tan semejantes a los efectos de la locura? Si debiéramos amar siempre ese objeto adorable, si fuera seguro que jamás tendríamos que abandonarlo, sería una extravagancia, indudablemente, pero excusable al menos. ¿Ocurre? ¿Hay muchos ejemplos de esas relaciones eternas que jamás se hayan desmentido? Algunos meses de goce, que ponen pronto al objeto en su verdadero lugar, nos hacen avergonzarnos por el incienso que hemos quemado en sus altares, y con frecuencia no llegamos siquiera a concebir que haya podido seducirnos hasta ese punto.

¡Oh jóvenes voluptuosas, entregadnos por tanto vuestros cuerpos cuanto podáis! Follad, divertíos: eso es lo esencial; pero huid con cuidado del amor. Lo único bueno que tiene es la parte física, decía el naturalista Buffon,
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y no sólo sobre este punto razonaba como buen filósofo. Lo repito, divertíos; pero no améis; no os preocupéis más por ser amadas: lo necesario no es extenuarse en lamentaciones, en suspiros, en miradas, en billetes de dulce amor, sino follar, multiplicar y cambiar a menudo de jodedores, oponerse fuertemente sobre todo a que uno solo quiera cautivaros, porque la meta de este constante amor sería, atándoos a él, impediros que os entreguéis a otro, egoísmo cruel que pronto se volvería fatal para vuestros placeres. Las mujeres no están hechas para un solo hombre: la naturaleza las ha creado para todos. Escuchando sólo esta sagrada voz, que se entreguen indiferentemente a cuantos quieran algo de ellas. Siempre putas, nunca amantes, repudiando el amor, adorando el placer, sólo rosas encontrarán en la carrera de la vida; sólo flores será lo que nos prodiguéis. Preguntad, Eugenia, preguntad a la encantadora mujer que ha tenido a bien encargarse de vuestra educación, sobre el caso que hay que hacer a un hombre cuando se ha gozado de él.
(Lo suficientemente bajo para no ser oído por Agustín.)
Preguntadle si daría un paso para conservar a este Agustín que hace hoy día sus delicias. En la hipótesis de que quisieran quitárselo, tomaría otro, no pensaría más en éste, y, pronto cansada del nuevo, lo inmolaría ella misma en dos meses si nuevos goces debieran nacer de tal sacrificio.

SRA. DE SA1NT-ANGE: Que mi querida Eugenia esté completamente segura de que Dolmancé le explica mi corazón, igual que el de todas las mujeres, como si le hubiéramos abierto sus entretelas.

DOLMANCÉ: La última parte de mi análisis se dirige por tanto a los lazos de la amistad y a los del reconocimiento. Respetemos los primeros, consiento en ello, mientras nos sean útiles; conservemos a nuestros amigos mientras nos sirvan; olvidémoslos desde el momento en que no podamos sacar nada de ellos; a las personas nunca hay que amarlas más que por uno mismo; amarlas por ellas mismas no es más que un engaño; jamás estuvo en la naturaleza inspirar a los hombres otros impulsos, otros sentimientos que los que deben ser buenos para algo; nada es tan egoísta como la naturaleza; seámoslo por tanto también si queremos cumplir sus leyes. En cuanto al reconocimiento, Eugenia, es indudablemente el más débil de todos los lazos. ¿Acaso nos hacen favores los hombres por nosotros mismos? No lo creamos, querida: lo hacen por ostentación, por orgullo. ¿No es humillante, desde ese momento, convertirse así en el juguete del amor propio de los demás? ¿No lo es más todavía tener que estar agradecido por ello? Nada cuesta tanto como un beneficio recibido. Nada de términos medios: o lo devolvemos o nos envilece. Las almas orgullosas soportan mal el peso del beneficio: pesa sobre ellas con tanta violencia que el único sentimiento que exhalan es el de odio por el bienhechor. ¿Cuáles son ahora, en vuestra opinión, los lazos que sustituyen el aislamiento en que nos ha creado la naturaleza? ¿Cuáles son aquéllos que deben establecer relaciones entre los hombres? ¿A titulo de qué habríamos de amarlos, de quererlos, de preferirlos a nosotros mismos? ¿Con qué derecho consolaríamos su infortunio? ¿Dónde estará ahora en nuestras almas la cuna de vuestras bellas e inútiles virtudes de beneficencia, de humanidad, de caridad, indicadas en el código absurdo de algunas religiones imbéciles, que, predicadas por impostores o por mendigos, debieron necesariamente aconsejar aquello que podía apoyarlas o tolerarlas? Pues bien, Eugenia, ¿admitís aún algo sagrado entre los hombres? ¿Concebís alguna razón que nos haga preferirlos a ellos en vez de a nosotros?

EUGENIA: Esas lecciones, a las que mi corazón ayuda, me halagan demasiado para que mi espíritu las rechace.

SRA. DE SAINT-ANGE: Están en la naturaleza, Eugenia: basta para demostrarlo la aprobación que les das; apenas brotado de su seno, ¿cómo podría ser lo que sientes fruto de la corrupción?

EUGENIA: Pero si todos los errores que preconizáis están en la naturaleza, ¿por qué se oponen a ello las leyes?

DOLMANCÉ: Porque las leyes no están hechas para lo particular, sino para lo general, lo cual las pone en perpetua contradicción con el interés, dado que el interés personal está enfrentado siempre al interés general. Mas las leyes, buenas para la sociedad, son muy malas para el individuo que la compone; porque para una vez que lo protegen o le ofrecen garantías, lo molestan y lo atan las tres cuartas partes de su vida; por eso el hombre sabio y lleno de desprecio hacia ellas las tolera, como hace con las serpientes y las víboras que, aunque hieren o envenenan, sirven sin embargo a veces en medicina; se protegerá de las leyes como lo hará de estas bestias venenosas; se pondrá a cubierto mediante precauciones, mediante misterios, cosas fáciles para la sabiduría y la prudencia. ¡Ojalá la fantasía de algunos crímenes inflame vuestra alma, Eugenia! ¡Pero estad bien segura de cometerlos sin temor, con vuestra amiga y conmigo!

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