Este fenómeno se ha producido porque la incorporación de la mujer al mundo laboral no ha ido acompañado de un fenómeno paralelo de incorporación del hombre al mundo familiar. La igualdad formal y laboral que la mujer ha conseguido no se ha traducido en una igualdad a escala informal y familiar. Esto ha producido que en las sociedades occidentales aparezcan dos modelos de familia: «La pareja individualista o de doble carrera en que ambos cónyuges trabajan y la pareja fusional en la que la mujer renuncia a su empleo remunerado fuera del hogar, ya que sus compensaciones económicas y/o psicológicas le resultan insuficientes» (Flaquer, 1999: 60).
El trabajo público está siendo cada vez más compartido entre hombres y mujeres, aunque todavía queda camino que hacer. Pero el trabajo doméstico y de cuidado aún, y a pesar de las excepciones, continúa siendo dominio de la mujer. Esto produce en la mujer el fenómeno de la doble jornada laboral, al que ya nos hemos referido con anterioridad. Las mujeres que padecen esta doble jornada laboral tienen muy poco tiempo y energía para realizar una buena atención y cuidado a la familia, hacer bien sus obligaciones en el trabajo y cuidar de sí mismas. Cuando algún miembro de la familia necesita más cuidado (niños, ancianos, enfermos, discapacitados) las mujeres sacrifican sus horas de descanso y sueño o cambian su trabajo por un trabajo a tiempo parcial o menor pagado pero con un horario de trabajo más flexible. Es hora de que el trabajo doméstico y de cuidado
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sea compartido entre hombres y mujeres.
Si se toman las cifras de la Encuesta de Empleo del Tiempo del INE, al cabo del año el promedio de los varones dedican 120 horas a preparar alimentos mientras que las mujeres dedican un promedio de 657 horas. Lo que equivaldría para los varones a un año de empleo a tiempo completo cada 13 años y para las mujeres un año de empleo a tiempo completo cada 2 años y medio (Durán, 2007: 99).
Así, podríamos decir, que «el exceso de exigencia y la irresponsabilidad son dos caras de un mismo problema» (Izquierdo, 1999: 42). La incorporación de las mujeres a las ocupaciones remuneradas es una tendencia que no tiene marcha atrás, por lo que las soluciones que se planteen han de partir reconociendo y aceptando este hecho (Izquierdo, 1999: 68). Esta temática no se debe plantear de forma excluyente: o trabajar o criar a los hijos, sino en términos de equilibrio y de compaginación (Puertas y Puertas, 1999: 116) y de una adecuada y compartida conciliación familiar y laboral. Si el trabajo asalariado es fuente de otras satisfacciones, además de las económicas, el acceso al mercado de trabajo debe ser compartido. Si la crianza es fuente de satisfacciones, también debería ser compartida (Puertas y Puertas, 1999: 120). No es sólo necesario para las mujeres, también es una reivindicación que algunos hombres empiezan a hacer (Fresneda, 1999).
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Pero lamentablemente todavía es minoritario y en la mayoría de los casos se trata de una simple ayuda y no de una total colaboración. Pero también es cierto que si reivindicamos la responsabilidad compartida de las tareas de cuidado también debemos, poniéndonos en la voz de los hombres, reivindicar la responsabilidad compartida por los ingresos en el hogar.
Hay un paralelismo entre el hecho de que los hombres, en todo caso, afirman que “ayudan” a las mujeres en las tareas domésticas, y la afirmación por parte de las mujeres de que su trabajo constituye una “mejora de los ingresos familiares”, es muy atípico que las mujeres experimenten la responsabilidad de los ingresos, como lo es que los hombres experimenten la responsabilidad del trabajo doméstico (Izquierdo, 1999: 63).
Compaginar trabajo, cuidado de los hijos y la casa resulta para muchas mujeres una auténtica odisea, afectando gravemente su calidad de vida y en muchos casos su salud psíquica.
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Se trata de que compartamos ambos sexos esta tarea para que así, las mujeres que tradicionalmente dedican más tiempo que los hombres a estas tareas, puedan dedicar más tiempo a otros aspectos. Este sería el caso de la participación política. En Angola, «La lucha por aprovisionarse, para ellas mismas y sus familias en el día a día, limita el tiempo y la energía de las mujeres de cara al activismo político» (Ennes Ferreira y Lucia Ducados, 1999: 55). El compartir las tareas de cuidado ofrecería a las mujeres la capacidad de «desarrollar una autonomía que el exceso de inserción en las relaciones a menudo les ha arrebatado» (Chodorow, 1984: 317). Ya desde la infancia y la juventud en el hogar a menudo se atribuyen tareas diferentes a niños y niñas, y estas últimas tienen frecuentemente menos tiempo libre que los chicos al suponerse que deben participar más en los trabajos domésticos (OCDE, 1987: 104).
Aunque hoy en día se ha alcanzado una igualdad formal entre hombres y mujeres todavía sigue existiendo una especie de techo de cristal para la emancipación de la mujer. Todavía no abundan las jefas de estado ni directoras de grandes bancos o multinacionales. Una de las razones de este fenómeno es el hecho de que las mujeres continúan sintiéndose responsables del trabajo reproductivo, de las tareas de cuidado. De hecho parece que estemos avanzando hacia una sociedad en la que la mujer opta por no tener hijos para no tener que cuidarlos y poder así acceder a puestos de responsabilidad laboral.
Las leyes y políticas del gobierno pueden empoderar a las mujeres para que realicen demandas efectivas a los hombres sobre el tiempo doméstico. Las investigaciones demuestran que las mujeres empleadas se aseguran mayor ayuda doméstica de sus parejas, especialmente en las parejas que trabajan un número similar de horas (Cancian y Oliker, 2000: 133). Eso sugiere que las políticas de empleo pueden realizar un papel tan importante como las ayudas al cuidado para involucrar a los hombres en el cuidado. Políticas de empleo justas en las que se garantice una igual remuneración por igual trabajo entre hombres y mujeres puede dar la oportunidad a las mujeres a aportar a casa un salario comparable al de sus parejas y así tener mayor posibilidad para negociar la responsabilidad del cuidado en el hogar.
«Que los que pueden estar más activos cuiden de los débiles, enfermos y frágiles es un
deber cívico fundamental
, y un deber de todos, no de la parte femenina de la sociedad» (Camps y Giner, 2001: 89). Además el hecho de que más personas participen de las tareas de cuidado es el modo más efectivo de educar en el civismo. «Porque ¿de qué mejor manera se puede aprender a tener en cuenta al prójimo, a controlarse uno mismo, a salir de sí para pensar en los demás, a respetar las diferencias?» (Camps y Giner, 2001: 89).
Según las investigaciones feministas el tiempo que dedicamos a trabajar es de dos tipos: tiempo productivo y tiempo reproductivo. «El tiempo productivo —el de los hombres— es el tiempo que “es dinero”, como sentenció Benjamin Franklin. Lo otro, las actividades dedicadas al cuidado de los demás, consistirían, en realidad, en “perder el tiempo”» (Camps y Giner, 2001: 85).
Además de ser una parte importante del trabajo reproductivo, las funciones de cuidado pueden ser una posibilidad para el tiempo de ocio.
El compartir las tareas de cuidado es el mejor modo de educar a la infancia en roles de géneros más igualitarios y más pacíficos.
Los hijos varones siguen el ejemplo del padre y tienden a participar más en las tareas domésticas, al no dar por asumido que hacer la comida, recoger la mesa o limpiar la casa “son cosas de mamá” […]. Los lazos afectivos son mucho mayores que en las familias tradicionales. El tiempo invertido por el padre tiene su recompensa en una mayor conexión psicológica y física, un mayor entendimiento y una menor propensión al castigo (Fresneda, 1999: 38).
Diferentes estudios señalan que los niños criados por más figuras parentales desarrollan un mayor sentido de la solidaridad, la cooperación y de compromiso con el grupo, menos competitividad y menos individualismo. «La parentalidad única y exclusiva es mala tanto para la madre como para el niño» (Chodorow, 1984: 316). En general se sienten mejor cuando las relaciones y el amor no son un recurso escaso ni están circunscritas a una sola persona. «La conexión personal y la identificación con ambos padres permitiría a la persona escoger las actividades que deseara, sin que esa elección implicara la sensación de estar hipotecando su identidad sexual» (Chodorow, 1984: 317).
Compartir las tareas de cuidado es también una forma de empoderar a los hombres en estas capacidades. El hecho de que lo varones no hayan sido preparados para gestionar el cuidado autónomo de sí y del entorno doméstico es en muchas ocasiones origen de frustración, impotencia y baja calidad de vida. De ahí que soporten peor la soledad, la vejez o la enfermedad. Sin embargo cabe reivindicar la importancia de recuperar el cuidado como valor y no solamente como técnica para la autosuficiencia.
4.3 LAS TAREAS DE CUIDADO REQUIEREN DE MÁS TIEMPOLa perspectiva androcéntrica de la mayoría de hombres y algunas mujeres convierte el «valor femenino» de la ética del cuidado en un «valor masculino», porque reivindican la «autonomía» que supone aprender el «conjunto de habilidades y afectos» que requiere cuidar de las personas. La autonomía implica independencia, dos valores patriarcales masculinos. Convertir la ética del cuidado en un valor masculino implica valorizarlo, pero en términos de rentabilidad patriarcal. La entrega y la capacidad de cuidar constituyen valores en sí mismos y deben mantenerse como tales. La ética del cuidado de las personas es la expresión más genuina de amor, de desarrollo personal y una fuente inagotable de placer cuando ha sido elegida voluntariamente (Barragán Medero, 2004: 167).
Tomando como punto de partida una distribución equitativa de las tareas de cuidado y por tanto del uso del tiempo, también se hace necesario un aumento del tiempo que dedicamos a las tareas de atención y cuidado. «La fidelidad y la continuidad son claves en el cuidar. Cuidar de alguien un instante, no es cuidarlo porque el cuidado requiere […] tiempo y fidelidad en el tiempo» (Torralba, 1998: 315).
Para los niños y las niñas el hogar es la seguridad, el afecto y el cuidado. Se quejan de la falta de tiempo para que la familia esté junta. Las vacaciones se identifican con la oportunidad de estar todos reunidos. Para ellos y ellas, los padres representan el mundo del trabajo y de la prisa. Quieren que sus padres estén más tiempo en casa, tranquilos, sin prisas y sin perder la paciencia. Que ese tiempo sea un momento de juegos infantiles y no de ir de compras (Gil Cantero y Jover Olmeda, 2000: 116).
La actitud de cuidar, esa cualidad de disponibilidad, permea la situación espacio-temporal (Noddings, 1984: 19). No se trata de una tarea puntal, con un inicio y final concreto, que pueda someterse al reduccionismo aséptico de las agujas del reloj. El cuidado es una actitud que debe abarcar todos los espacios y también todo el espectro temporal.
«Se trata de que nos eduquemos en una serie de hábitos que vayan incrementando en cada uno las excelencias de nuestros comportamientos» (Martínez Guzmán, 2001e: 16). Los hábitos, la excelencia,
areté
concepto aristotélico de virtud, pero una virtud que ha de ser continuada en el tiempo. El cuidado ha de ser una virtud en ese sentido, una virtud que sólo lo es si se mantiene una continuidad y coherencia temporal.
[…] algunos padres, acuciados por las prisas y por el frenesí de las actividades de la vida moderna, aparcan a sus hijos frente al televisor, escudándose en que en la escuela ya reciben las enseñanzas necesarias […]. A menudo el problema es el tiempo. Parece una paradoja que en la familia moderna, situada bajo el signo del ocio, justamente lo que falte sea el tiempo (Flaquer, 1998: 120).
Existen en nuestra cultura ciertas ideas asumidas como el valor de la ambición, la competitividad y el éxito profesional a toda costa que ejercen una violencia cultural sobre la necesidad de dedicar más tiempo al cuidado. Además esta ambición y competitividad suele estar más enfocada hacia la búsqueda de la cantidad, en detrimento de la calidad. Cuando el cuidado tiene más claros lazos de parentesco con la calidad que con la cantidad. Es fundamental el tiempo para cultivar la convivencia (Jares, 2006: 164-165).
Nos hemos acostumbrado a que los “hombres de éxito” —los personajes del
jet set
, artistas famosos, políticos y otros acumuladores de fama— paguen como precio de sus conquistas el desastre de su vida afectiva. Incluso, llega a parecernos su comportamiento natural, disculpándolos por la falta de tiempo para esos menesteres (Restrepo, 1997: 41).
No solo necesitamos más tiempo para el cuidado en las familias y en nuestro entorno, también aquellas profesiones que tienen el cuidado como razón de ser deben repensar el papel del factor tiempo como elemento determinante de un cuidado de calidad. Este es el caso de la sanidad y los diversos servicios de atención social como guarderías o residencias.
La aplicación acelerada de los cuidados repercute gravemente en la salud de la persona doliente. El cuidar requiere el valor de la lentitud y ello afecta fundamentalmente al sistema sanitario y a su organización. […] Esta aceleración temporal de la vida sanitaria erosiona gravemente el arte de cuidar. El profesional responsable padece esta situación y sufre por ella, pues el sistema no le permite aplicar adecuadamente los cuidados, y que también su labor profesional se pondera desde la rapidez, la eficacia y la cantidad (Torralba, 1998: 328-329).
Diferentes autores han analizado éste fenómeno (Honoré, 2005: 126-139; Cancian y Oliker, 2000: 76-77). Tanto en el sector privado como en los servicios públicos los trabajadores del cuidado no tienen suficiente tiempo para atender a sus pacientes. En el sector privado el interés por el abaratamiento de los costes hace que una sola persona sea responsable de otras muchas, creando así la imposibilidad de ofrecer un cuidado personalizado. El reducido número de cuidadores en relación con el número de pacientes lleva el trabajo diario a situaciones difíciles y muy lejanas del cuidado requerido. Así, por ejemplo, Cancian nos explica cómo en una residencia de ancianos esto produce situaciones esperpénticas tales como: tener que atar a los pacientes a sus sillas para poder controlar a toda la multitud o poner pañales a pacientes que realmente no los necesitan por no tener tiempo para llevarlos al baño cuando lo requieren (Cancian y Oliker, 2000).