Favoritos de la fortuna (73 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—Ha sido una dura muerte —dijo Lúculo, manteniendo la entereza.

—Todo fue duro para Lucio Cornelio —dijo Metrobio, lloroso—. No habría sido lógica una muerte dulce.

—Escoltaré el cadáver hasta Roma para proceder al entierro solemne.

—Le complacería, pero su deseo es ser incinerado.

—Será incinerado.

Obnubilado por la pena, Metrobio se escabulló para reunirse con Valeria, que no había tenido valor para aguardar el final.

—Ya está —dijo el actor griego.

—Yo le amaba —dijo ella con un hilo de voz—. Sé que toda Roma piensa que me casé con él por conveniencia para que concediera honores a mi familia, pero era un gran hombre y fue muy bueno conmigo. ¡YO le amaba, Metrobio, de verdad!

—Te creo —contestó él, sentándose a su lado y cogiéndole la mano que comenzó a acariciar, ausente.

—¿Qué harás ahora? —preguntó ella.

Despertando de su ensueño, Metrobio miró aquella mano fina, blanca y de esbeltos dedos; no muy distinta a la mano de Sila: por algo eran los dos patricios romanos.

—Me marcharé —contestó.

—¿Después del funeral?

—No, yo no puedo asistir. ¿Te imaginas la cara de Lúculo si me ve entre las plañideras?

—¡Lúculo sabe lo que representabas para Lucio Cornelio! ¡Lo sabe mejor que nadie!

—Valeria, será un funeral oficial; y no debe haber nada que merme su dignidad, y menos un actor griego con un culo muy usado —lo había dicho en tono amargo, pero se encogió de hombros—. Sinceramente, no creo que a Lucio Cornelio le agradase que estuviera presente. En cuanto a Lúculo, es un gran aristócrata y lo que sucedía aquí en Misenum le permitía ceder a algunas de sus inclinaciones menos encomiables, como la de desflorar niñas —añadió con gesto de repulsa —. ¡Los vicios de Sila al menos eran corrientes! A Lúculo se lo consentía, pero él no hacía eso.

—¿Y a dónde vas a ir?

—A Cirenaica. El remanso dorado del orbe.

—¿Cuándo?

—Esta misma noche. En cuanto Lúculo disponga a Sila para el último viaje y la casa quede tranquila.

—¿Y cómo vas a Cirenaica?

—Desde Puteoli. Estamos en primavera y habrá barcos que salgan para África, hacia Hadrumetum. Y desde allí me buscaré transporte.

—¿Tienes dinero?

—¡Oh, sí! Sila no podía dejarme nada en el testamento, pero me dio con creces en vida. Era bien raro, ¿sabes? Muy tacaño, menos con las personas a quienes quería. Eso es lo más triste, que hasta el final dudó de su capacidad para amar —dijo él, alzando la vista hacia su rostro, con una sombra de reflexión en la mirada—. ¿Y tú, Valeria, qué harás?

—Tendré que volver a Roma, y después del funeral regresaré a casa de mi hermano.

—Tal vez no sea una buena idea —dijo Metrobio—. Yo tengo una mejor.

Los ojos azules y entristecidos de Valeria le miraron con total ingenuidad y sorpresa.

—¿Cuál?

—Ven conmigo a Cirenaica. Ten el niño y yo seré el padre. Me da igual que lo haya engendrado Lúculo, Sorex, Roscio o yo. He pensado que Lúculo fue uno de los cuatro, y sabe tan bien como yo que no puede ser de Sila. Creo que Roma te trae mala suerte, Valeria. Lúculo te denunciará para desacreditarte. No olvides que por ser de igual alcurnia que él, podrías acusarle de hechos que los de su clase reprueban.

—¡Por los dioses!

—Tienes que venir conmigo.

—¡No me dejarán!

—No se enterarán. Diré a Lúculo que no te encuentras en condiciones de figurar en el cortejo del cadáver, y que te enviaré a Roma para el funeral. En este momento Lúculo está muy ocupado para pensar en su arriesgada situación y no sabe nada del niño. Ahora es cuando debes escapar de él, Valeria.

—Tienes razón. Sí que me denunciará.

—Incluso puede que te haga matar.

—¡Oh, Metrobio!

—Ven conmigo, Valeria. En cuanto se marche, nos vamos los dos de esta casa. Nadie se enterará. Ni nadie sabrá qué es lo que ha sido de ti —añadió Metrobio con sonrisa irónica—. Al fin y al cabo, yo no era más que el muchacho de Sila, y tú, Valeria Mesala, su esposa. ¡Una mujer muy por encima de mí!

Pero ella no pensaba que estuviera muy por encima de él. Hacía meses que se había enamorado de Metrobio, aunque comprendía que él no correspondería a su amor.

—Si que iré —dijo.

Él dio unas palmaditas en la mano que aún retenía entre las suyas, y luego volvió a dejársela en el regazo.

—¡Estupendo! De momento quédate aquí; que Lúculo no te vea. Recoge algunas cosas en un bulto que pueda llevar una mula. Lleva vestidos oscuros sencillos y capas con capucha; tienes que parecer mi esposa, no la de Lucio Cornelio Sila.

Y dejó a Valeria Mesala pensando en un futuro muy distinto al que ella esperaba tras las exequias de Sila. No se había planteado el peligro que representaba para Lúculo, y sabía que tenía que estar muy agradecida al actor. Ir con él supondría la angustia de verle enamorarse de hombres, ella que languidecía por su amor; pero sería un padre para el niño y ella podría ofrecerle una vida hogareña que tal vez con el tiempo llegara a gustarle más que las aventuras fugaces con otros hombres. ¡Sí, mucho mejor que la angustia de no volver a verle! O que la muerte. Ahora se daba cuenta de porqué, por algún oculto motivo, siempre había desconfiado del altivo y frío Lúculo.

Comenzó a elegir las prendas más sencillas y oscuras de sus numerosas arcas de lujosas vestiduras. Dinero no tenía, pero disponía de magníficas alhajas. Metrobio debía de tener dinero de sobra; las joyas serían su dote, una reserva por si venían malos tiempos. ¡Cirenaica! El remanso dorado del orbe. ¡Qué maravilla!

El espectáculo de las exequias de Sila dejó reducido su triunfo a un hecho insignificante. Doscientas diez literas cargadas a más no poder de mirra, incienso, canela, bálsamo, nardo y otros productos aromáticos —obsequio de las mujeres romanas— desfilaron a hombros de porteadores vestidos de negro. Como el cadáver estaba tan encogido y momificado por la pérdida de sangre que era imposible exponerlo al pueblo, los escultores habían hecho una efigie del muerto con canela e incienso para colocarla en el féretro, precedida de la imagen de un lictor hecha con las mismas especias. Se exhibieron placas con escenas de su vida, con excepción de sus primeros treinta y tres años, y de los abominables últimos meses; en ellas se le veía representado ante las murallas de Nola recibiendo la Corona de Hierba de manos de un centurión; de pie, sereno ante un acobardado Mitrídates firmando el tratado de Dardania; ganando batallas, legislando, haciendo prisionero a Yugurta, ejecutando a los cautivos de las tropas de Carbón. En un vehículo especial se exhibían más de dos mil coronas y guirnaldas con que le habían obsequiado ciudades, tribus, reyes y países de todo el orbe. Sus antepasados vestidos de negro desfilaron en carruajes negro y oro, tirados por espléndidos corceles negros, y entre el· séquito de los deudos caminaban sus regordetes mellizos, Fausto y Fausta.

Fue un día caluroso y nublado, y la atmósfera era húmeda. El mayor cortejo funerario que jamás había tenido lugar en Roma, arrancó de la casa que daba al circo Máximo, descendió por el Velabrum hasta el Foro, donde Lúculo —potente y famoso orador— pronunció el elogio mortuorio desde los rostra, de pie junto al falso cadáver de canela e incienso, sentado en aquel féretro que guardaba en un compartimento oculto el auténtico y apergaminado despojo. Por segunda vez en tres años lloraba Roma por ver a los mellizos quedar huérfanos, y la multitud rompía en aplausos al decir Lúculo que Roma se constituía en tutora de los niños para que nada les faltase. De no haber sido porque el sentimiento alteraba los rostros llorosos, Roma se hubiera percatado de que en el fisico de Fausto y Fausta se notaba ya que iban a parecerse a su tío-abuelo materno, el temible y feo Quinto Cecilio Metelo Numidico, a quien su padre llamaba el Meneítos y había asesinado en un arrebato producido por el rechazo de Aurelia.

Como por arte de magia, siguió sin llover mientras el cortejo reanudaba la marcha, esta vez clivus Argentarius arriba, para cruzar la puerta Fontinalis tras la cual estaba la mansión que había sido de Cayo Mario, para descender a continuación hacia el campo de Marte. Tenían ya allí preparada la sepultura, suntuosamente aislada en la vía Lata y próxima a los terrenos en los que se reunía la asamblea centuriada. A la hora nona colocaron el féretro sobre una inmensa pira bien ventilada, intercalando entre haces y troncos la carga de las doscientas diez literas de especias. Nunca olería tan bien Sila como cuando, conforme a sus deseos, el fuego consumiera sus restos mortales.

Y en el momento en que las antorchas comenzaban a lamer con sus llamas la base de la pira, se levantó un fuerte viento y la pequeña montaña prendió con tal furia que los deudos tuvieron que apartarse, cubriéndose el rostro. Luego, cuando ya el fuego moría, comenzó a llover. Un aguacero tan fuerte que anegó y apagó las brasas tan pronto, que las cenizas de Sila pudieron recogerse momentos después para guardarlas en una exquisita urna de alabastro, adornada con oro y piedras preciosas. Lúculo prescindió del ánfora que Sila había dispuesto para que no las contaminase alguna partícula de Cayo Mario, pues no paraba de llover y no flotaba en el aire ni una mota de polvo.

La urna fue depositada cuidadosamente en aquella sepultura construida en cuatro días con mármoles policromados; un mausoleo redondo con columnas estriadas rematadas por el tipo de capitel de Corinto que Sila había traído y popularizado, consistente en delicados ramos de hojas de acanto. En una placa que daba a la vía grabaron su nombre y títulos, y bajo ella un simple epitafio, compuesto por él mismo:

EL MEJOR AMIGO Y EL PEOR ENEMIGO

—Bueno, me alegro de que todo haya concluido —dijo Lúculo a su hermano, mientras caminaban bajo el aguacero, calados hasta los huesos y temblando de frío.

Estaba preocupado: Valeria Mesala no había ido a Roma, y su hermano Rufo, sus primos el Negro y Metelo Nepote, y su tía-abuela, la ex vestal, comenzaban a hacer preguntas preocupantes, y Lúculo no había tenido más remedio que decirles que había enviado a buscarla a Misenum y que el enviado había regresado a toda velocidad a comunicarle que había desaparecido.

Transcurrió casi un mes hasta que Lúculo abandonó la desesperada búsqueda efectuada en unas cuantas millas a la redonda de la villa de Misenum y en todos los bosques y arboledas entre Neápolis y Sinuessa. La esposa de Sila se había esfumado. Igual que sus alhajas.

—Robada y asesinada —dijo Varrón Lúculo.

Su hermano (que tenía ciertas reservas incluso con él) no dijo nada. Tenía tanta suerte como Sila, pensó, pues el mismo día del funeral ya se le había ocurrido pensar el peligro que podía representar Valeria Mesala. Ella sabia muchas cosas de él, mientras que él no sabía nada de ella, y hubiera tenido que matarla. ¡Era providencial que alguien se le hubiese adelantado! La fortuna le favorecía.

La desaparición de Metrobio no le atañía lo más mínimo de habérsela planteado, cosa que no había hecho. En Roma había actores afeminados de sobras para cubrir la vacante. Le preocupaba mucho más el hecho de que ya no podría disfrutar sin freno de las niñas sin madre. ¡Cómo echaría de menos Misenum!

Quinta parte
SEXTILIS (AGOSTO) DEL 80 A. DE J.C. - SEXTILIS (AGOSTO) DEL 77 A. DE J.C.

 

E
sta vez César zarpó rumbo a Oriente. Eutico, el mayordomo de su madre (que en realidad era el suyo, aunque César jamás quisiera considerarlo así), blando y acostumbrado a la vida sedentaria, descubrió que viajar con Cayo Julio César no era una empresa de placer. En tierra —sobre todo cuando el camino era tan bueno como la vía Apia— hacía cuarenta millas al día, y el que no siguiera su paso, se quedaba atrás. Sólo el temor de disgustar a Aurelia hacía que Eutico continuara, en particular los primeros días, cuando sus piernas gordas y flojas y su cómodo trasero supieron lo que era el dolor.

—Tienes llagas de la silla —dijo César riendo, al encontrar al mayordomo llorando desconsolado en una posada próxima a Beneventum en la que se detuvieron.

—Lo malo es el dolor de piernas —dijo Eutico casi sollozando.

—¡Claro! Cuando se monta a caballo son peso muerto y van colgando como dos talegos, sobre todo en tu caso, Eutico. ¡Cobra ánimo, cuando lleguemos a Brundisium las tendrás mucho mejor! Eso es la vida muelle de Roma.

La idea de llegar a Brundisium no levantó el ánimo del mayordomo, que volvió a romper a llorar ante la perspectiva de surcar el mar Jónico.

—César es imposible —dijo Burgundus sonriente, una vez que César se marchó después de ver que el alojamiento estaba limpio.

—¡Es un monstruo! —gimoteó Eutico—. ¡Cuarenta millas diarias!

—Y tienes suerte. Esto no es más que el principio y no nos aprieta mucho. Por ti más que nada.

—¡Quiero volver a Roma!

Burgundus alargó el brazo para darle una afectuosa palmada en la espalda.

—Sabes que a Roma no puedes volver, Eutico. Vamos, sécate la cara y procura caminar un poco. Es preferible sufrir con él que tener que aguantar a la madre. ¡Brrr! Además, no es tan insensible como crees. En este momento está encargando un buen baño caliente para tu dolorido trasero.

Eutico soportó el viaje por tierra; pero no estaba muy seguro de si aguantaría el viaje por mar. César con sus servidores tardó nueve días en recorrer los quinientos noventa kilómetros entre Roma y Brundisium, y allí el infatigable joven metió a sus acompañantes en un barco antes de que les diera tiempo a pedirle unos días de descanso. Alcanzaron la preciosa isla de Corcira, donde tomaron otro barco hasta Buzrotum, en el Epiro, y de allí fueron por tierra a través de la Acarnania y Delfos hasta Atenas. Aquello no era una vía romana, sino un sendero de cabras griego que bajaba y subía por las montañas y cruzaba bosques húmedos y resbaladizos.

—Es evidente que los ejércitos romanos no se trasladan por esta ruta —comentó César cuando ante sus ojos apareció el impresionante valle de Delfos, un vergel en medio de impresionantes montañas; pero antes de contemplarlo y admirarlo tenía que completar su razonamiento—. Lo recordaré; sí que podría pasar un ejército si lo animase una gran tenacidad. Y nadie lo pensaría.

A César le gustó Atenas y a Atenas le gustó César. A diferencia de sus compatriotas, no había solicitado alojamiento en ningún sitio a dueños de mansiones o fincas, y se contentaba con las posadas o un campo junto al camino donde no las había. En Atenas había encontrado un albergue bastante aceptable al pie de la Acrópolis, pero inmediatamente recibió recado de personarse en casa de Tito Pomponio Atico, a quien no conocía, aunque, como todos en Roma, conocía la historia del famoso desastre económico que Atico y Craso habían sufrido al año siguiente de la muerte de Mario.

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