Favoritos de la fortuna (32 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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Por su excesivo maquillaje, era difícil saber si Tolomeo Alejandro palidecía, pero Sila se imaginó que sí.

—¡No puedo volver a Alejandría —exclamó— porque mi tío me mataría!

—Pues negocia un crédito.

—¡Bien, bien, eso haré! Pero dime cómo.

—Te enviaré a Crisógono para que te lo explique. Él está enterado de todo —respondió Sila, que no se había sentado, dirigiéndose a la puerta—. Por cierto, príncipe Alejandro, no puedes, bajo ningún pretexto, cruzar el límite sagrado del pomerium y entrar en Roma.

—¡Me moriré de aburrimiento!

—Mucho lo dudo, cuando se sepa que tienes dinero y una casa bonita —replicó Sila con su habitual sorna—. Las aguas siempre vuelven a su cauce. Alejandría está muy lejos de Roma, y es de suponer que serás rey por derecho en cuanto muera Lathyrus, cosa que ni tú ni yo sabremos hasta que la noticia llegue a Roma. Por consiguiente, como Roma no puede consentir que haya en su recinto ningún rey, tienes que vivir fuera de él. Y lo digo en serio. Si intentas engañarme, no tendrás necesidad de viajar a Alejandría para enfrentarte con la muerte.

—¡Eres una persona horrible y odiosa! —exclamó Tolomeo Alejandro, rompiendo a llorar.

Sila salió de la posada y tomó por la vía que llevaba a la puerta Capena, echándose a reír. ¡ Qué persona más horrible y odiosa era Tolomeo Alejandro! Pero que útil podría ser si Lathyrus tenía la bondad y el buen sentido de morirse mientras él siguiera siendo dictador. Y dio un saltito de contento pensando en lo que haría en cuanto supiese que el trono de Egipto estaba vacante.

Olvidando que su risa, sus saltitos y su caminar de cangrejo eran terroríficos augurios para quienes le vieran, su mente no se apartaba de la famosa Alejandría.

Sin embargo, era la religión el asunto que más ocupaba la mente de Sila. Como la mayoría de los romanos, no pensaba en un dios, cerraba los ojos e inmediatamente visualizaba una figura humana; eso era propio de los griegos. En los tiempos que corrían era signo de cultura y refinamiento representar a Bellona con la imagen de una diosa armada, a Ceres como una hermosa matrona con una gavilla de trigo, o a Mercurio con sombrero alado y sandalias también aladas, porque la sociedad helenística era superior, era una sociedad que mostraba desdén por las deidades numénicas, considerándolas primitivas e irracionales, incapaces de un comportamiento complejo como el humano. Para los griegos, los dioses eran fundamentalmente seres humanos con poderes sobrenaturales, y les resultaban inconcebibles seres más complejos que los humanos; por ello, Zeus, el primer dios de su panteón, actuaba como un censor romano, poderoso pero no omnipotente, y encomendaba tareas a otros dioses, que se complacían en engañarle, chantajearle y hasta incluso comportarse casi como tribunos de la plebe.

Pero Sila, que era romano, sabía que los dioses distaban mucho de ser tan tangibles como pretendían los griegos; no eran humanoides y no tenían ojos en la cara ni sostenían conversaciones; ni poseían poderes sobrenaturales, ni disponían de procesos de pensamiento y discernimiento como los humanos. El romano Sila sabía que los dioses eran fuerzas específicas que desencadenaban acontecimientos concretos y dominaban a otras fuerzas inferiores. Se nutrían de fuerzas vitales, y por eso les placía que les ofreciesen sacrificios; necesitaban orden y método en el mundo vivo igual que el suyo, porque el orden y el método en el mundo de los humanos contribuían a mantener el orden y el concierto en el mundo de las fuerzas invisibles.

Había fuerzas que impregnaban las despensas, los graneros, los silos y las bodegas, y se complacían en verlos llenos: se las llamaba penates. Había fuerzas que fomentaban la navegación y protegían las encrucijadas, y existía un propósito en los objetos inanimados, y se llamaban Lares. Había fuerzas que hacían que los árboles crecieran debidamente, echando ramas y hojas hacia arriba y raíces hacia abajo. Había fuerzas que mantenían el agua dulce y el discurrir de los ríos desde las cumbres hasta el mar. Había una fuerza que concedía a unos pocos suerte y riqueza, a la mayoría menos, y nada a unos pocos; ésta se llamaba Fortuna. Y la fuerza llamada Júpiter Optimus Maximus era el compendio de todas ellas, el tejido que las unía de un modo lógico inherente a ellas y desconocido para el hombre.

Estaba claro para Sila que Roma perdía contacto con sus dioses, sus fuerzas. ¿Por qué, si no, había ardido el gran templo? ¿Por qué se habían convertido en humo los preciosos registros y los libros proféticos? Los hombres olvidaban los secretos, las fórmulas y pautas estrictas que encauzaban las fuerzas divinas. Elegir los sacerdotes y los augures trastornaba el equilibrio de los colegios sacerdotales, impidiendo los delicados ajustes, sólo posibles mientras que unas mismas familias habían tenido acceso a los mismos cargos religiosos desde tiempos inmemoriales.

Por ello, antes de dedicar esfuerzos a rectificar las tambaleantes instituciones y leyes de Roma, había que purificar el aether de Roma, estabilizar sus fuerzas divinas y posibilitar su libre flujo. ¿Cómo podía Roma esperar buena fortuna si había alguien tan atolondrado que era capaz de subir a la tribuna y gritar a los cuatro vientos su nombre críptico? ¿Cómo iba Roma a esperar prosperidad si se saqueaban los templos y se asesinaba a los sacerdotes?

POr supuesto que olvidaba que él mismo en una ocasión había querido saquearlos; sólo recordaba que no lo había hecho. Tampoco recordaba lo que pensaba de los dioses en la época en que la enfermedad y el vino aún no habían destrozado su vida.

En el incendio del gran templo había un mensaje implícito, de eso estaba seguro. Y a él se le había encomendado contener aquel caos y corregir las acentuadas tendencias al desorden generalizado. Si no lo hacía, las puertas supuestamente cerradas se abrirían, y las supuestamente abiertas se cerrarían de golpe.

Convocó a los sacerdotes y augures en el templo más antiguo de Roma, el de Júpiter Feretrio, en el Capitolio. Era tan antiguo que lo había inaugurado Rómulo, y estaba construido con bloques de toba sin escayola ni adornos; sólo tenía dos columnas cuadrangulares para apoyo del pórtico, y en él no había imágenes. Sobre un basamento cuadrado de construcción de la misma antigüedad, se alzaba un electrum de un codo de longitud, y un pedernal negro y reluciente. Por la puerta penetraba la única luz del interior, que olía a viejo y estaba lleno de cagadas de ratón, humedad, moho y polvo. El único espacio era la cella de diez pies por siete, por lo que Sila se alegró de que tanto el Colegio de pontífices como el de augures estuvieran incompletos.

El propio Sila era augur; igual que Marco Antonio, el joven Dolabela y Catilina. De los sacerdotes, Cayo Aurelio Cotta era el más antiguo; le seguían de cerca Metelo Pío y Flaco, mestre ecuestre, príncipe del Senado y también flamen martialis. Y estaban Catulo, Mamerco, el rex sacrorum Lucio Claudio, de la única rama de los Claudios con el nombre de Lucio, y un pontífice muy molesto, Bruto, hijo del anciano Bruto. Todos ellos se preguntaban si alguno iba a ser proscrito.

—No tenemos pontífice máximo —comenzó diciendo Sila —, y somos pocos. Hubiera podido convocaros en un lugar más acogedor, pero creo que un poco de incomodidad desagraviará a los dioses; hace tiempo que venimos considerándonos por encima de nuestros dioses, y ellos están descontentos. No por casualidad ha ardido nuestro templo de Júpiter Optimus Maximus, inaugurado el mismo año en que nació la República; estoy convencido de que se quemó porque Júpiter juzga que el Senado y el pueblo romano se burlan de Él. No somos tan imberbes y crédulos como para sancionar la creencia bárbara en la cólera divina —los rayos que matan o las columnas que nos aplastan son fenómenos naturales—, y únicamente podemos ver en ellos la mala suerte de una persona, pero las catástrofes indican la insatisfacción de los dioses, y el incendio de nuestro gran templo es una terrible catástrofe. Si no hubiésemos perdido los libros de la Sibila, podríamos dilucidar algo más, pero los libros ardieron con los fasti de los cónsules, las doce tablillas originales y otras muchas cosas.

Los asistentes a la reunión eran quince, y no había espacio suficiente para distribuir orador y auditorio, por lo que Sila estaba situado en el centro y hablaba sin alzar la voz.

—Como dictador, es mi cometido hacer que la religión de Roma vuelva a sus formas tradicionales, haciéndoos actuar a todos vosotros en ese sentido. Ahora yo puedo dictar las leyes, pero sois vosotros quienes tenéis que hacerlas cumplir. Soy inflexible en cierto aspecto, pues he tenido sueños, y, como soy augur, sé que no me equivoco. En resumen: voy a derogar la lex Domitia de sacerdotiis que el pontífice máximo de hace unos años, Cneo Domitio Ahenobarbo, con tanta fruición nos hizo encajar. ¿Por qué? Porque consideraba que le habían marginado y era una ofensa para su familia. Motivos fundados en el orgullo personal y no en un auténtico espíritu religioso. Yo considero que el pontífice máximo Ahenobarbo desagradó a los dioses, y en particular a Júpiter Optimus Maximus. Por lo tanto quedan suspendidas las elecciones para cargos religiosos, incluido el de pontífice máximo.

—¡Pero siempre se ha elegido al pontífice máximo! —exclamó estupefacto el rex sacrorum Lucio Claudio—. ¡ Es el sumo sacerdote de la República, y debe nombrársele democráticamente!

—Digo que no. A partir de ahora también él será elegido por sus colegas del colegio de pontífices —replicó Sila en tono conminatorio—. Tengo toda la razón.

—No sé yo… —comenzó a decir Flaco, quien calló ante la terrible mirada de Sila.

—¡Yo sí que lo sé, y se acabó! —espetó Sila, mirándolos de hito en hito y acallando toda protesta—. Y creo también que desagrada a los dioses que nuestras fuerzas sean escasas; por lo que voy a dar a todos los colegios sacerdotales, tanto menores como mayores, quince miembros en lugar de los diez o doce habituales. ¡ Se acabó eso de que una sola persona cumpla a duras penas dos tareas! Además, el número quince da buena suerte; es el fiel de la balanza sobre el que se apoyan el trece y el diecisiete de la mala suerte. La magia es importante porque abre cauces para el flujo de las fuerzas divinas. Creo que los números encierran una magia, y vamos a emplear la magia en beneficio de Roma, como es nuestro sagrado deber.

—Quizá —terció Metelo Pío—, PO… po… podríamos proponer un so… so… solo candidato para pontífice máximo. Así po… po… podríamos conservar el proceso electoral.

—¡No habrá proceso electoral! —bramó Sila.

Se hizo un profundo silencio en el que no se oía ni una mosca.

Transcurrido un rato, Sila volvió a tomar la palabra.

—Hay un sacerdote que me cae muy mal por una serie de razones. Me refiero al flamen dialis, ese joven Cayo Julio César. A la muerte de Lucio Cornelio Merula, lo eligieron como sacerdote especial de Júpiter Cayo Mario y su paniaguado Cinna. ¡ Dos personajes de siniestro recuerdo! Contravinieron el proceso habitual de elección en el que intervenían todos los colegios. Otra de las razones que me conturba está relacionada con mis antepasados, pues el primer Cornelio con cognomen de Sila fue flamen dialis. Pero el incendio del gran templo es lo más perturbador. Así que comencé a hacer averiguaciones respecto a ese joven y me he enterado de que se negó a observar el reglamento que impone su cargo hasta que revistió la toga virilis, y que, desde entonces, su comportamiento ha sido regular, por lo que me han dicho. Bien, todo esto puede haber sido consecuencia de su juventud, pero no cuenta lo que yo crea. ¿Qué es lo que pensará Júpiter Optimus Maximus? Pues bien, colegas sacerdotes y augures, he descubierto que el incendio del templo de Júpiter se produjo dos días antes de los idus de quintilis: exactamente el mismo día del año en que nació el flamen dialis. ¡Un augurio!

—Podría ser un buen augurio —comentó Cotta, a quien preocupaba el porvenir del susodicho flamen dialis.

—Claro que sí —dijo Sila—, pero no soy yo quien debe decirlo. Como dictador, tengo libertad para determinar el método de designación de nuestros sacerdotes y augures, y libertad para suprimir las elecciones. Pero con el flamen dialis es distinto: vosotros debéis decidir su suerte. ¡Todos vosotros! Feciales, pontífices, augures, sacerdotes de los libros sagrados, y epulones y salii. Cotta, quedas encargado de las investigaciones, por ser el pontífice más antiguo. Dispones hasta los idus de diciembre, cuando volveremos a reunirnos en este mismo templo para hablar del cargo religioso del actual flamen dialis —añadió mirándole fijamente—. De esto nadie debe saber nada, y menos el joven César.

Y se fue a casa, conteniendo la risa y frotándose las manos con deleite. Sí, acababa de tener una ocurrencia genial. Una ocurrencia que Júpiter Optimus Maximus juzgaría un cauce sin par para insuflar su fuerza. ¡Una ofrenda! ¡Una víctima por Roma, por la República de la que era sumo sacerdote! Era un cargo inventado para sustituir al rex sacrorum, para garantizar la abolición de la monarquía, ya que todos los reyes habían ostentado a la vez el de rex sacrorum. ¡Ah, qué genialidad! ¡Ofreceré al gran dios una víctima que irá sumisa al sacrificio y seguirá sacrificándose hasta la muerte! Ofreceré a la república y al gran dios la mejor parte de la vida de un hombre… le ofrendaré su sufrimiento, su angustia, su dolor. Y con su propio consentimiento. Porque no se resistirá a ser sacrificado.

Al día siguiente se publicaba la primera de las leyes de Sila para la reforma de la religión, exponiéndola al público en el muro de los rostra y en la Regia. Al principio, los que deambulaban por los rostra pensaron que se trataba de otra lista de proscritos, y los profesionales del botín se apiñaron en seguida, pero no tardaron en alejarse despotricando al ver que no figuraban en ella más que los miembros de los distintos colegios sacerdotales, mayores y menores. Quince de cada uno, distribuidos un tanto al azar entre patricios y plebeyos (estos últimos eran mayoría) y muy bien equilibrados entre las primeras familias. ¡Y no había ningún nombre indigno; ningún Pompeyo, ni Tulio, ni Didio! Sólo Julios, Servilios, Junios, Emilios, Cornelios, Claudios, Sulpicios, Valerios, Domicios, Mucios, Licinios, Antonios, Manlios, Cecilios y Terencios. Además, Sila se había concedido un sacerdocio para complementar el cargo de augur, y así, era el único que compaginaba los dos.

«Como soy el dictador, tengo que tener un pie en cada campo», se dijo mientras elaboraba la ley.

Al día siguiente publicó un artículo suplementario con un solo nombre: el del pontífice máximo, Cecilio Metelo Pío, el Meneítos, famoso tartamudo.

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