Así lo hizo Varrón.
—Volveré al amanecer y volveré a untártelo —dijo—. Lucio Cornelio, quizá cuando vuelva se te habrá pasado el picor.
Dicho lo cual, salió de puntillas.
Al amanecer aún le picaba, pero para el ojo clínico de Varrón la piel de Sila tenía un aspecto —¿cómo decirlo?— más apacible. Y le puso más ungüento, al tiempo que Sila le pedía que no le desatara las manos. Al anochecer, después de tres aplicaciones, dijo que pensaba que podría aguantar el rascarse si Varrón le desataba. Cuatro días más tarde le anunciaba que los picores habían desaparecido.
—¡Da resultado! —exclamó Varrón ante Pompeyo y el Meneítos, con la euforia de un verdadero físico, a pesar de que no lo era ni pensaba serlo.
—¿Podrá tomar el mando en primavera? —inquirió Pompeyo.
—Si el ungüento sigue haciendo efecto, seguramente mucho antes de primavera —contestó Varrón, saliendo a toda prisa para meter un tarro en la nieve.
Conservado en frío durará más, se dijo mirándose las manos que apestaban a ungüento rancio. Verdaderamente es felix, dijo para sus adentros, pensando en la suerte de Sila.
Cuando la llegada del anticipado invierno trajo la nieve a Roma, muchos de sus habitantes lo consideraron como un mal augurio. Ni Norbano ni Escipión Asiageno habían regresado después de sus respectivas derrotas y no llegaban noticias alentadoras de sus ulteriores acciones; Norbano sufría un asedio poco severo en Capua, y Escipión seguía recorriendo Etruria para reclutar tropas.
A finales de año, el Senado pensó en convocar una reunión para tratar de su futuro y del de Roma. El número de miembros había disminuido aproximadamente en un tercio de los que había nombrado Sila, entre los que habían marchado para unirse a él en Grecia y los que lo abandonaban ansiando unirse a él ahora que estaba en Italia. Pues, a pesar de las protestas de un grupo que se empeñaban en denominarse neutrales, en Roma, todos, desde los más aristócratas a los más plebeyos, sabían que las espadas estaban en alto. Toda Italia y la Galia itálica eran insuficientes para que Sila y Carbón coexistieran pacíficamente; les oponían sus principios, el sistema de gobierno y la idea del derrotero que había de seguir Roma. Sila propugnaba el mos maiorum, aquellas costumbres ancestrales consagradas por la tradición que designaban a la aristocracia terrateniente como dirigente tanto en la paz como en la guerra, mientras que Carbón era partidario de la hegemonía del comercio y los negocios, de la gestión de los caballeros y de los tribuni aerarii. Como ninguno de los dos bandos se avenía a compartir el poder, uno de los dos había de obtener la hegemonía mediante otra guerra civil.
Que el Senado pensara ahora en reunirse se debía al regreso de Carbón de la Galia itálica, llamado desde Ariminum por el tribuno de la plebe Marco Junio Bruto, el que había legislado la condición de plena ciudadanía romana para Capua. Se reunieron en casa de Bruto en el Palatino, lugar bien conocido de Cneo Papirio Carbón, pues él y Bruto eran amigos desde hacía años. Además, era un lugar más discreto que la morada de Carbón, en la que (según se decía) hasta el muchacho que limpiaba los orinales estaba comprado por varios personajes interesados en saber qué es lo que Carbón pensaba hacer.
Que en casa de Bruto no hubiese criados vendidos era obra de su esposa, Servilia, que llevaba el hogar con una mano muchísimo más dura que la que había empleado Escipión Asiageno con su ejército; ella no toleraba ninguna desviación, y parecía tener más ojos que el mismo Argos, y más oídos que una colonia de murciélagos, pues no había sirviente capaz de engañarla, y el que no la temía duraba pocos días en la casa.
Así, Bruto y Carbón pudieron sentarse con absoluta seguridad para mantener una conversación en privado, con excepción, naturalmente, de Servilia; pues en aquella casa no se hacía ni decía cosa alguna de la que no se enterase ella, y la entrevista secreta no lo fue para ella. Buen cuidado que tuvo Servilia. Los dos hombres se acomodaron en el despacho de Bruto con la puerta bien cerrada, y ella se agachó en la galería porticada bajo la ventana abierta. Un sitio frío e incómodo para escuchar, pero ella lo consideró una nadería, comparado con lo que se iba a hablar en el cómodo cuarto.
La conversación se inició en tono jocoso.
—¿Cómo está mi padre? —inquirió Bruto.
—Bien; te envía recuerdos.
—¡Me extraña que puedas aguantarle! —espetó Bruto, guardando silencio a continuación, sorprendido él mismo por lo que había dicho—. Perdona, no creas que estoy enfadado. No estoy enfadado.
—Ya. ¿Sólo un poco perplejo porque sea capaz de llevarme bien con él?
—Si.
—Es tu padre —añadió Carbón, conciliador—. Y es un anciano. Comprendo que a ti te fastidie; pero no es el caso conmigo. Así de claro. Después de que Verres huyó con los fondos que me quedaban, tenía que encontrar un cuestor que le sustituyese. Y tu padre y yo somos amigos desde que regresó con Mario del destierro, como bien sabes. —Carbón hizo una pausa, seguramente para dar una palmada a Bruto en el brazo, pensó Servilia, pues sabía cómo Carbón trataba a su esposo—. Cuando te casaste, él te compró esta casa para que no estuvieras supeditado a nadie. Pero con lo que no contaba era con la soledad de vivir solo después de haber estado vosotros dos viviendo tanto tiempo como… solteros, sería la mejor palabra. Me imagino que te estorba y habría molestado a tu mujer. Por eso, cuando le escribí pidiéndole que fuese mi nuevo procuestor, aceptó encantado. No veo por qué tú tienes que sentirte culpable. Él es feliz con lo que hace.
—Gracias —dijo Bruto con un suspiro.
—Bien, ¿qué hay tan urgente que haya tenido que venir aquí?
—Las elecciones. Desde la deserción de Filipo, el amigo de todos, la moral de Roma no puede ser más baja. Nadie va a encabezar una corriente; nadie tiene valor para hacerlo. Por eso he considerado que debías estar en Roma, al menos hasta que terminen las elecciones. No encuentro a ningún otro con méritos que quiera ser cónsul. Nadie que valga quiere obtener un cargo importante —dijo Bruto con gesto nervioso, propio de su carácter.
—¿Y Sertorio?
—Ya sabes que es un rigorista. Le escribí a Sinuessa pidiéndole que fuese candidato al consulado, pero no quiso aceptar, alegando dos motivos (yo sólo esperaba uno): que aún es pretor y que debe esperar los dos años de costumbre para ser cónsul. Yo pensaba haber discutido con él ese inconveniente, y lo habría hecho de haber sido el único; pero por el segundo motivo lo consideré inútil.
—¿Cuál es ese segundo motivo?
—Dice que Roma está acabada, y que se niega a ser cónsul en una ciudad de cobardes y oportunistas.
—¡Finamente expresado!
—Dice que quiere ser gobernador de la Hispania Citerior y partir para allá inmediatamente.
—Fellator! —gruñó Carbón.
Bruto, que detestaba las palabras gruesas, no añadió nada y no debía tener nada más que decir del tema, pues permanecieron un rato en silencio.
Exasperada, la que escuchaba en la galería arrimó el ojo a la celosía de la contraventana y vio a Carbón y a su marido, sentados a ambos lados del escritorio. Podían haber sido hermanos, pensó; los dos eran morenos, de facciones bastante agradables y ni muy altos ni muy atléticos.
Se había preguntado muchas veces por qué la Fortuna no la había favorecido con un esposo de físico más impresionante, alguien que, así, hubiera podido destacar en política. En seguida había abandonado la esperanza de que Bruto consiguiera una brillante carrera militar; por consiguiente, debía hacerlo en política. Pero lo más que era capaz de hacer Bruto era promover una legislación para que Capua adquiriese la condición de ciudad romana. No era mala idea, y, desde luego, había evitado que su tribunado de la plebe hubiese quedado en pura inanidad, pero jamás se le recordaría como un gran tribuno de la plebe, como en el caso de su tío Druso.
Bruto había sido el elegido del tío Mamerco, aunque el propio tío Mamerco era en alma y cuerpo un hombre de Sila, y con él había estado en Grecia en el momento en que había sido necesario encontrar marido para la mayor de las seis pupilas, Servilia, cuando aún vivían todas en Roma bajo la tutela de una pariente pobre, Cnea, y de su madre Porcia Liciniana, mujer tremenda. Ningún tutor, por alejado que se hallara de su pupilo, tenía por qué preocuparse de la virtud y educación moral del que viviese bajo la férula de Porcia Liciniana. Incluso su hija Cnea se convertía con el paso de los años en una solterona cada vez más simplona.
Así, había sido Porcia Liciniana quien recibió a los pretendientes de Servilia cuando le pidieron la mano al aproximarse la fecha en que cumplía dieciocho años, y fue Porcia Liciniana quien comunicó la información pertinente de los diversos aspirantes al tío Mamerco —ausente en Oriente—, junto con agudas observaciones sobre virtud, moral, prudencia, templanza y demás cualidades que ella consideraba deseables en un esposo. Y aunque Porcia Liciniana nunca había cometido la burda tontería de expresar una preferencia determinada por un pretendiente concreto, los agudos comentarios no cayeron en saco roto, y el tío Mamerco se dijo que, después de todo, Servilia contaba con una espléndida dote, un magnífico nombre de origen patricio y, tal como le aseguraba Porcia Liciniana, no carecía de atractivo físico.
Por ello, el tío Mamerco optó por lo mejor y eligió al hombre que Porcia Liciniana insinuaba con mayor interés: Marco Junio Bruto. Como era un senador de algo más de treinta años, se le consideraba lo bastante maduro para estar exento de locuras e indiscreciones juveniles, seria el cabeza de la rama familiar cuando muriese el viejo Bruto (lo que no podía tardar mucho, decía Porcia Liciniana) y era un hombre rico de impecable genealogía (aunque plebeya).
Servilia no le conocía, e incluso después de que Porcia Liciniana la informase de su inminente casorio, no se le permitió verle hasta el día del enlace. Que la impusieran esa antigua costumbre no fue por empeño de la terrible Porcia Liciniana, sino el resultado de un castigo que le habían impuesto de niña, pues, por haber hecho de espía en casa de su tío Druso, éste la había castigado con una especie de reclusión domiciliaria por la que no se le permitía tener cuarto propio ni la menor intimidad en la casa, ni salir de ella sin ir acompañada de alguien que fiscalizara sus pasos y palabras. Todo aquello había sucedido años antes de que llegase a la edad casadera, y por entonces ya habían muerto todas las personas mayores de su familia —madre, padre, tía, tío, abuela y padrastro—, pero seguía aplicándose la punición.
No era, pues, exagerado decir que Servilia ansiaba tanto casarse para abandonar la casa de su tío Druso, que apenas le preocupaba el marido que le asignasen. Aquel hombre representaba para ella la liberación de una detestable situación; pero al saber su nombre, había cerrado los ojos con sumo alivio. Era un hombre de su propia clase y condición en lugar del caballero rural que esperaba, el caballero rural con que su tío Druso constantemente la había amenazado casarla cuando fuese mayor. Afortunadamente, el tío Mamerco no había considerado conveniente casarla con alguien de categoría inferior, y menos aún Porcia Liciniana.
Y a casa de Marco Junio Bruto fue Servilia, agradecida esposa, y con ella la magnífica dote de doscientos talentos o cinco millones de sestercios. El tío Mamerco los había invertido bastante bien de modo que le procurasen unas rentas propias, arreglándolo para que a la muerte de la madre la fortuna fuese para las hijas. Como su flamante esposo era hombre de fortuna, no puso objeciones a las disposiciones de la dote y se consideró satisfecho de haber obtenido una esposa de origen patricio capaz de pagarse su tren de vida, ya fuesen esclavos, salarios, ropa, alhajas, casas o cualquier otro gasto. Él conservaba su propio dinero.
Aparte de la libertad para ir donde le placiera y ver a quien quisiera, el matrimonio resultó para Servilia una experiencia particularmente triste. Su esposo había llevado una larga vida de soltero sin madre ni ninguna otra mujer en casa, y tenía adquiridas unas costumbres en las que no entraba ninguna esposa, y no compartía con ella nada; ni el cuerpo, pensaba Servilia. Si invitaba a amigos a comer, le pedía que abandonase el comedor y tenía prohibida la entrada en el despacho; jamás hablaba con ella de algo, ni le enseñaba cualquier cosa que hubiese comprado, ni iba jamás con ella en sus desplazamientos a sus villas campestres. En cuanto al cuerpo, era algo que de vez en cuando irrumpía en los aposentos de Servilia sin excitarla en absoluto. Y así, vio que tenía mucha más intimidad de la que le hubiera convenido o anhelado por los años que no la había tenido. Y como a su marido le gustaba dormir solo, ni siquiera tenía que compartir el cubículo del dormitorio, y aquel silencio la aterraba.
De ese modo, el matrimonio resultó ser una simple variante de lo que la angustiaba casi desde niña: no importaba a nadie y nadie se preocupaba por ella. La única manera que le había servido para destacar era ser mala, rencorosa, sañuda, y esos rasgos de carácter eran algo que los sirvientes habían aprendido en carne propia, aunque nunca dejase que trascendiesen a su esposo, pues sabía que no la amaba y que, por lo tanto, era muy posible el divorcio. Para Bruto era una mujer indefectiblemente agradable: para los criados, implacablemente dura.
No obstante, Bruto cumplía con su deber conyugal y, a los dos años de casada, Servilia quedó encinta. Al igual que su madre, estaba preparada debidamente para engendrar y tuvo una gestación perfecta; incluso el parto no fue el tormento que le habían hecho creer. Dio a luz al niño en siete horas de una gélida noche de marzo, y pudo deleitarse contemplándolo cuando se lo presentaron lavado y fragante.
No fue de extrañar que el pequeño Bruto llenase todos los resquicios de la vida carente de cariño de su madre, y que ella no consintiese que ninguna otra mujer le alimentase o cuidase y fuese ella quien se ocupaba de él, tuviese la cuna en su propio cubículo y lo guardase en exclusiva para ella sola.
¿Por qué tenía tanto interés Servilia en escuchar lo que se hablaba en el despacho aquel gélido día de finales de noviembre del año en que Sila desembarcó en Italia? Desde luego, no porque las actividades políticas de su esposo le interesasen gran cosa. Escuchaba porque era el padre de su querido hijito, y ella había prometido salvaguardar la herencia, la fama y el bienestar futuro del niño, lo que implicaba estar al corriente de todo. ¡Tenía que saberlo todo! Y más que nada las andanzas políticas de su marido.