Favoritos de la fortuna (23 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—¡ Pobre Craso, dices! —replicó Sila con sorna—. Sé muy bien que ha robado el oro de Tuder.

—Probablemente —añadió Vatia imperturbable—. Pero ahora no puedes encausarle. Le necesitas. Y él lo sabe. Estáis metidos en una empresa desesperada.

Carbón supo inmediatamente la llegada de Pompeyo y Craso para engrosar el ejército de Sila. Miró a sus legados con rostro tranquilo y no les dio instrucciones para modificar las posiciones. Aún contaba con tropas mucho más numerosas que las de Sila, por lo que éste no daba señales de intentar salir del campamento para dar otra batalla. Y mientras Carbón esperaba acontecimientos que le sirvieran para adoptar una decisión, llegaron noticias de la Galia itálica de que Norbano y sus legados Quintio y Albinovano habían sido derrotados, y Metelo Pío y Varrón Lúculo habían tomado para Sila la Galia itálica. La nueva que llegó a continuación de la Galia itálica era más aciaga: el legado de Lucania, Publio Albinovano, había convocado a Norbano y a todo su estado mayor a una conferencia en Ariminum y los había matado a todos, menos al propio Norbano, rindiendo a continuación la ciudad a Metelo Pío a cambio del perdón. Conforme al deseo que había expresado, se le había permitido zarpar en un barco para exiliarse en algún lugar de Oriente. El único legado que escapó con vida fue Lucio Quintio, que estaba prisionero de Varrón Lúculo en el momento de los asesinatos.

En el campamento de Carbón cundió el pesimismo, y los inquietos como Censorino comenzaron a caminar arriba y abajo, enfurecidos. Y Sila continuaba sin presentar combate. Desesperado, Carbón encomendó una misión a Censorino: ponerse al mando de ocho legiones para acudir en auxilio de Praeneste y romper el cerco que inmovilizaba al hijo de Mario. Censorino regresaba diez días más tarde, informándole de que era imposible romper el asedio, pues las fortificaciones de Ofela eran inexpugnables. Carbón envió una segunda expedición a Praeneste con la que únicamente consiguió perder dos mil buenos soldados, que cayeron en una emboscada de Sila. Una tercera fuerza se puso en camino al mando de Bruto Damasipo, pensada para llegar por las montañas y abrirse paso por los senderos a espaldas de la ciudad; pero tampoco logró su propósito, y Bruto Damasipo tuvo que contemplar impotente la ciudad y regresar por donde había venido.

Ni la noticia de que el caudillo paralítico samnita Cayo Papio Mutilo había reunido cuarenta mil hombres en Aesernia, para enviarlos en ayuda del hijo de Mario, pudo levantar la moral de Carbón. Su desánimo se acentuaba cada vez más. Y su decaimiento no mejoró al recibir una carta de Mutilo, diciéndole que la fuerza sería de setenta mil hombres, pues Marco Lamponio de Lucania le iba a enviar veinte mil, y Tiberio Gutta de Capua diez mil.

Sólo había una persona en la que Carbón confiase: su procuestor, el anciano Marco Junio Bruto. Y fue a él a quien consultó al llegar quintilis sin que hubiera podido tomar una decisión que tranquilizase su espíritu.

—Si Albinovano se dedica a asesinar a hombres con los que ha comido y bromeado durante meses, ¿cómo voy a confiar en mis legados? —dijo.

Paseaban por la vía Principalis de casi cuatro kilómetros, una de las dos grandes avenidas del campamento, lo bastante ancha para que no se oyese lo que hablaban.

El anciano de labios azulados parpadeó despacio bajo el sol y eludió responder mientras se lo pensaba varias veces.

—Creo que no puedes confiar, Cneo Papirio —contestó lacónico.

Carbón lanzó un estremecido suspiro.

—¡Por los dioses, Marco! ¿Qué voy a hacer?

—De momento, nada. Pero creo que debes abandonar esta triste aventura antes de que el asesinato se convierta en solución deseable para uno o más de tus legados.

—¿Abandonar?

—Sí, abandonar —contestó el anciano Bruto con firmeza.

—No me lo consentirían! —exclamó Carbón.

—Puede que no. Pero no hace falta que se lo digas. Yo empezaré a hacer los preparativos, mientras tú finges que lo único que te preocupa es el ejército samnita —añadió el anciano, dando unas palmaditas en el brazo de Carbón—. No te desesperes. Al final todo saldrá bien.

A mediados de quintilis el anciano Bruto había concluido los preparativos, y en plena noche y con todo sigilo, Carbón y él abandonaron el campamento sin equipaje ni criados, con excepción de una mula cargada de lingotes de oro cubiertos por una capa de plomo, y una gran bolsa de denarios para gastos de viaje. Con aspecto de fatigados mercaderes, llegaron hasta Telamon, en la costa de Etruria, y allí se embarcaron para África. Nadie les molestó ni nadie mostró interés por la pesada mula ni por lo que llevaba en las alforjas. ¡La Fortuna me favorece!, pensó Carbón cuando el barco levó anclas.

Como estaba paralítico de cintura para abajo, Cayo Papio Mutilo no podía tomar el mando de las fuerzas reunidas, aunque viajó con el contingente samnita desde el campo de entrenamiento en Aesernia hasta Teanum Sidicinum, en donde las tropas ocuparon los antiguos campamentos de Sila, y Escipión y Mutilo se instalaban en una casa propia.

Su fortuna había aumentado desde la guerra itálica; ahora tenía villas en doce localidades del Samnio y de Campania, y era mas rico que nunca. Irónica compensación —pensaba a veces— por su insensibilidad e impotencia de cintura para abajo.

Aesernia y Bovianum eran sus ciudades preferidas, mientras que a su esposa Bastia le gustaba vivir en Teanum porque era de aquella región. Que Mutilo no hubiese puesto obstáculos a esta separación permanente se debía a su invalidez, ya que como cónyuge de poco servía, y, si su esposa debía buscar solaz físico, mejor que lo hiciera lejos de él. No obstante, a Aesernia nunca llegaron rumores escandalosos sobre su comportamiento; lo cual significaba o que guardaba la misma continencia a que él estaba obligado por su invalidez, o que su discreción era ejemplar. Así, cuando Mutilo llegó a su casa de Teanum, ansiaba la compañía de Bastia.

—No te esperaba —dijo ella sin inmutarse.

—Y no tenías por qué, ya que no te había escrito —contestó él, afable—. Tienes buen aspecto.

—Estoy muy bien.

—Yo, dentro de mis limitaciones, también me encuentro bien —añadió él, notándola distante, excesivamente cortés, contra lo que había esperado.

—¿Qué te trae a Teanum? —preguntó ella.

—He venido con un ejército. Vamos a combatir a Sila. Bueno, lo harán mis fuerzas, porque yo me quedaré aquí contigo.

—¿Cuánto tiempo? —añadió ella.

—Hasta que todo acabe de un modo u otro.

—Ya —replicó ella, inclinándose en la silla. Era una mujer magnífica, de unas treinta primaveras, que ahora le miraba sin el menor indicio de aquel ardiente deseo de cuando estaban recién casados y él era un hombre entero—. ¿Qué puedo hacer para tu comodidad, esposo mío? ¿Necesitas algo en particular?

—Tengo mi ayuda de cámara que se ocupa de ello.

Retocándose las capas de lujosa gasa sobre su magnífica anatomía, continuó mirándole con sus enormes ojos negros, dignos de un elogio homérico.

—¿Vas a cenar solo? —preguntó.

—No, con tres más. Mis legados. ¿Hay algún inconveniente?

—Ninguno. Prepararé una cena digna de ti, Cayo Papio.

Y así fue. Bastia era un ama de casa sin par y conocía a dos de los tres invitados del lisiado comandante; a Poncio Telesino y a Marco Lamponio. Telesino era un samnita de egregia familia, que en la época de la guerra itálica era demasiado joven para figurar entre los grandes del Samnio; ahora, con treinta y dos años, era un hombre bien parecido y lo bastante desvergonzado para fijar la vista en la anfitriona con una fruición que ella sólo advertía, pero que, prudentemente, ignoró. Telesino era samnita, y ello significaba que detestaba a los romanos tanto o más de lo que admiraba a las mujeres.

Marco Lamponio era el caudillo más importante de Lucania y había sido un irreductible enemigo de Roma durante la guerra itálica. A sus cincuenta años, seguía siendo un guerrero con ansias de derramar sangre romana. No cambian estos itálicos no romanos, pensó Bastia; destruir Roma es para ellos más importante que la prosperidad y la paz. Más que los hijos.

El único que Bastia no conocía era un campaniense como ella, el ciudadano de mayor relieve en Capua. Se llamaba Tiberio Gutta y era gordo, bruto, egoísta y un fanático del derramamiento de sangre romana, como los otros.

Bastia abandonó el triclinium en cuanto su esposo le dio permiso para retirarse, reprimiendo la profunda indignación que la invadía y que con tanto cuidado había ocultado. ¡ Era injusto! Ahora que las cosas comenzaban a calmarse de tal manera que era como si la guerra itálica no hubiese existido, de pronto iba a estallar de nuevo. Habría querido gritarles que nada iba a cambiar, que Roma volvería a aplastarles y a convertir en polvo sus fortunas, pero había sabido contenerse. Y aunque la hubiesen escuchado, su orgullo y su patriotismo les habría impulsado a seguir adelante.

El furor la reconcomía y no amainaba. Caminaba arriba y abajo por el suelo de mármol de su sala de estar, con ganas de moler a golpes a aquellos imbéciles. Y sobre todo a su esposo, caudillo de su pueblo, a cuyos planes se avenían todos los samnitas. ¿Y cuáles eran esos planes? La guerra contra Roma. La ruina. ¿Es que no pensaba que cuando sucumbiera, arrastraría en su caída a todos los suyos? ¡Sí, claro que sí! Él era todo un hombre, imbuido de esas estupideces del nacionalismo y la venganza. Todo un hombre, y a la vez hombre a medias. Y la mitad que le quedaba a ella no le servía ni para procrear ni para solaz.

Se detuvo, agobiada por el enfebrecimiento que le causaba su desazón. Se había mordido los labios y notaba sabor de sangre.

Una sangre hirviente.

El esclavo… Era uno de aquellos griegos de Samotracia de pelo tan negro que producía brillos azulados, de cejas juntas y pobladas, y ojos color de lago cristalino… De piel tan suave que pedía besos a gritos… Bastia dio unas palmadas.

Al entrar el esclavo, le miró con la barbilla alzada y los mordidos labios rojos y jugosos como fresas.

—¿Siguen los caballeros en el comedor?

—Sí, domina.

—Bien. Haz el favor de seguir atendiéndoles. Y di a Hipólito que venga, que quiero encargarle una cosa.

El rostro del esclavo permaneció imperturbable. Como su amo Mutilo no vivía en Teanum Sidicinum, pero la domina Bastia sí, era ésta quien más le importaba, y había que satisfacerla. Hizo una inclinación de cabeza.

—En seguida os mando a Hipólito, domina —dijo, saliendo del cuarto entre reverencias.

En el triclinium se habían olvidado de Bastia, nada más abandonarlo ésta para retirarse a sus aposentos.

—Carbón me ha dicho que Sila está clavado en Clusium —decía Mutilo a sus legados.

—¿Y lo crees? —inquirió Lamponio.

—No tengo por qué ponerlo en duda —replicó Mutilo, frunciendo el ceño—, pero tampoco puedo estar totalmente seguro, claro. ¿Tú crees que no es así?

—Yo sólo sé que Carbón es romano.

—Eso es! —exclamó Poncio Telesino.

—La fortuna cambia —añadió Tiberio Gutta de Capua, con la cara embadurnada de la grasa de un capón relleno de castañas—. De momento combatimos en el bando de Carbón, pero una vez vencido Sila, podemos volvernos contra Carbón o cualquier otro romano.

—Claro que sí —dijo Mutilo sonriendo.

—Tenemos que marchar hacia Praeneste sin tardanza —añadió Lamponio.

—Mañana mismo —se apresuró a decir Telesino.

—No —dijo Mutilo, meneando impasible la cabeza—. Los hombres descansarán aquí cinco días más. Han hecho una larga marcha y aún les queda todo el recorrido de la vía Latina. Han de llegar descansados a las fortificaciones de Ofela.

Decididos los planes —y dada la perspectiva de poca cosa que hacer durante cinco días—, la cena concluyó mucho antes de lo que había previsto el mayordomo de Mutilo. Ocupado con los criados en la cocina, no vio ni oyó nada, y no estaba presente cuando el amo ordenó a su gigantesco criado germano que le transportase a los aposentos del ama.

Bastia estaba arrodillada desnuda sobre los almohadones del sofá, con las piernas abiertas; entre sus muslos marfileños se veía una cabeza de pelo negro azulado, y el macizo y musculoso cuerpo al que pertenecía ésta se hallaba echado sobre el sofá con la misma lasitud de un gato dormido. Los dos cuerpos no se tocaban más que en el sitio en el que se hundía aquella cabeza. Bastia tenía los brazos estirados hacia atrás, agarrando los almohadones, y al hombre le colgaban de los costados.

La puerta se había abierto despacio; el esclavo germano permaneció en el quicio con el amo en brazos como una recién casada a quien se cruza el umbral del hogar, y aguardó a que le dijera algo con la cachaza propia de las gentes de su raza, lejos de su país, que casi no hablan latín ni griego, y constantemente transidos por el dolor de haber perdido algo y no saberlo expresar.

Esposo y esposa cruzaron sus miradas. En la de ella se notaba un grito de triunfo y júbilo; en la de él, una estupefacción con el brillo mortecino de una profunda conmoción. Sin quererlo, sus ojos fueron a detenerse en sus magníficos pechos, en su esbelta cintura, y las lágrimas le nublaron la contemplación.

El joven griego, concentrado como estaba en su actividad, debió de advertir algo, una tensión en la mujer que nada tenía que ver con el acto en sí, alzó la cabeza, pero, como dos rápidas serpientes, las manos de ella se aferraron al pelo negro azulado para bajársela y sostenerla en donde la tenía.

—¡Continúa! —gritó.

Hipnotizado por la escena, Mutilo observó aquellos rodetes enrojecidos de los pezones que comenzaban a erizarse, aquellas caderas que se balanceaban contra la sumisa cabeza. Y así, ante la vista de su esposo, Bastia dio desahogo a su intenso orgasmo entre gemidos y gritos. A Mutilo le pareció que no acababa nunca.

Una vez concluido, soltó la cabeza y dio una bofetada al joven griego, que se apartó y permaneció boca arriba, con un pavor tal que ni a respirar se atrevía.

—Mutilo, tú con eso no puedes hacer nada —dijo ella, señalando al pene del esclavo que comenzaba a perder turgencia—, pero la lengua puedes usarla perfectamente.

—Cierto, sí que puedo —dijo él, ya sobrepuesto—. Mi lengua aún siente y degusta; pero no le interesa la carroña.

El germano le sacó de la habitación y le llevó al cubículo de dormir, depositándole con cuidado en la cama. Luego, tras haberle ayudado en los diversos menesteres, le dejó solo sin decir palabra alguna animosa o de comprensión; cosa por la que daba inmensas gracias a los dioses, pensó Papio Mutilo, hundiendo el rostro en la almohada. Pero en su cabeza seguía viendo aquel cuerpo lascivo de su esposa, los pechos con los pezones erizados y aquella cabeza, ¡aquella cabeza! La cabeza… Más abajo de su cintura nada se conmovía, nunca más volvería el estímulo, pero el resto de su fisiología se atormentaba, soñaba y anhelaba todas las facetas del amor. ¡Todas!

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