Fantasmas (44 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Y entonces ocurrió algo, una tarde de domingo de principios de abril, cuando la familia al completo nos disponíamos a salir hacia la casa de tía Neddy para comer un asado con patatas. Yo estaba arriba, en mi habitación, poniéndome la ropa de los domingos, y mi madre me gritó que buscara unos zapatos buenos en la habitación de Morris. Entré en su pequeño dormitorio —una cama cuidadosamente hecha, una hoja de papel en blanco en un caballete de pintor, libros en las estanterías ordenados alfabéticamente— y abrí la puerta del armario. Delante de todo estaba la hilera de los zapatos de Morris, y en un extremo de la misma las botas de nieve de Eddie, las que se había quitado en el recibidor antes de bajar al sótano y desaparecer para siempre dentro del fuerte gigante de Morris. Súbitamente, las paredes de la habitación empezaron a hincharse y deshincharse como unos pulmones. Me sentí mareado y pensé que si soltaba el pomo de la puerta perdería el equilibrio y me caería.

Entonces mi madre apareció en el pasillo.

—Llevo un siglo llamándote. ¿Los has encontrado?

Giré la cabeza y la miré un momento antes de volver los ojos hacia el armario. Me incliné, cogí los zapatos de vestir de Morris y cerré.

—Sí—dije—. Están aquí. Perdona, me he distraído un momento.

Mi madre movió la cabeza:

—Todos los hombres de esta familia sois iguales. Tu padre está en la luna la mitad del tiempo, tú te paseas por la casa como hipnotizado, y tu hermano... juro por Dios que un día de éstos se va a meter en uno de sus fuertes y desaparecer para siempre.

 

Morris aprobó un examen equivalente al título de bachillerato poco antes de cumplir los veinte, y durante unos años estuvo encadenando un trabajillo con otro, viviendo por un tiempo en el sótano de mis padres y después en un apartamento en New Hampshire. Trabajó envolviendo hamburguesas en McDonald's, de empaquetador en una planta botellera y de limpiador en un centro comercial, antes de conseguir un empleo estable en una gasolinera de Citgo.

Cuando faltó tres días seguidos al trabajo su jefe llamó a mis padres y éstos fueron a visitarlo a su apartamento. Se había deshecho de todos los muebles y del techo de todas las habitaciones colgaban sábanas blancas, creando una red de galerías con ondulantes paredes. Encontraron a Morris al final de uno de estos pasillos sinuosos, sentado, desnudo, en un colchón. Les dijo que si se seguía el camino correcto entre el laberinto de sábanas se llegaba a una ventana por la que se veía un gran viñedo, unos acantilados lejanos de piedra blanca y un océano oscuro. Dijo que había mariposas y una vieja valla, y que quería ir allí. Dijo que había tratado de abrir la ventana, pero que estaba sellada.

Sin embargo en su apartamento sólo había una ventana y daba a un aparcamiento situado en la parte trasera del edificio. Tres días más tarde Morris firmó unos papeles que mi madre le llevó y aceptó recluirse de forma voluntaria en el centro de salud mental Wellbrook Progressive.

Mi padre y yo lo ayudamos con el traslado. Era principios de septiembre y teníamos la impresión de que estábamos acompañando a Morris mientras se instalaba en una residencia universitaria privada. Su dormitorio se encontraba en la tercera planta y mi padre insistió en subir él solo por las escaleras el pesado baúl con asas metálicas. Para cuando lo dejó caer en el suelo, a los pies de la cama de Morris, su cara tenía un calamitoso color ceniciento y estaba empapado en sudor. Se sentó un rato frotándose la muñeca. Cuando le pregunté qué le pasaba, me dijo que se la había torcido cargando con el baúl.

Una semana más tarde, durante la noche, se sentó en la cama tan súbitamente que despertó a mi madre. Ésta abrió los ojos y lo miró. Se sujetaba la misma muñeca y siseaba como si fuera una serpiente. Los ojos parecían salírsele de las órbitas y tenía las venas de las sienes hinchadas. Murió diez minutos antes de que llegara la ambulancia, de un ataque fulminante al corazón. Mi madre lo siguió un año más tarde. Cáncer uterino. Se negó a someterse a ningún tratamiento. Tenía el corazón enfermo y el útero envenenado.

Yo vivo en Boston, a casi una hora de Wellbrook. Me acostumbré a visitar a mi hermano el tercer sábado de cada mes. A Morris siempre le gustaron el orden, la rutina, las costumbres, saber exactamente cuándo iba a visitarlo. Dábamos paseos juntos. Me hizo una billetera con cinta de embalar y un sombrero forrado con chapas de botellas raras. No sé qué ha sido de la billetera. El sombrero está sobre un archivador en mi despacho, aquí en la universidad. A veces lo cojo y hundo en él la nariz. Huele como Morris, lo que equivale a decir que huele como el sótano húmedo y polvoriento de la casa de mis padres.

Morris consiguió un empleo de mantenimiento en Wellbrook. La última vez que lo vi estaba trabajando. Me encontraba de paso por la zona y me acerqué, aunque era un día entre semana y, por una vez, me salía de nuestra rutina. Me dijeron que lo encontraría en la zona de carga y descarga, detrás de la cafetería.

Estaba en un callejón trasero, junto al aparcamiento de empleados, detrás de un contenedor. El personal de cocinas había sacado allí cajas de cartón vacías y le habían pedido a Morris que las desmontara y las atara con cordeles, para cuando pasara el camión de reciclaje.

Acababa de empezar el otoño y las copas de los álamos gigantes que se alzaban detrás del edificio empezaban a tornarse ya de un color cobrizo. Me quedé junto al contenedor, observándolo durante un momento. No sabía que
yo
estaba allí. Sostenía una gran caja blanca abierta por los dos lados con ambas manos, dándole la vuelta una y otra vez, mirándola con expresión muda. Tenía el pelo castaño claro rizado en un remolino en la nuca, y canturreaba en voz baja y en tono ligeramente desafinado. Cuando escuché lo que cantaba giré sobre mis talones mientras el mundo daba vueltas a mi alrededor. Tuve que agarrarme al contenedor para no desplomarme en el suelo.

—Las hormiguitas... de una en una... —cantaba. Le dio la vuelta a la caja y continuó—: Ua, ua.

—Para —dije.

Se dio la vuelta y me miró, al principio sin reconocerme, o al menos eso me pareció. Después algo cambió en su mirada y las comisuras de su boca se arquearon en una sonrisa.

—¡Eh, hola, Nolan! ¿Me ayudas a aplastar algunas cajas?

Me acerqué con paso vacilante. No había pensado en Eddie Prior desde hacía no sé cuánto tiempo, y notaba la cara bañada en sudor. Cogí una caja, la aplasté hasta aplanarla y la añadí al pequeño montón que estaba haciendo Morris.

Charlamos un rato pero no recuerdo de qué. De qué tal le iba y cuánto dinero había ahorrado, tal vez. Después me dijo:

—¿Te acuerdas de aquellos fuertes que construía? ¿Los del sótano?

Sentí como si un peso frío me oprimiera el pecho desde dentro.

—Claro. ¿Por qué?

No contestó enseguida, sino que desmontó otra caja. Después dijo:

—¿Crees que lo maté?

Me costaba trabajo respirar.

—¿A Eddie Prior? —El solo hecho de pronunciar su nombre me descompuso, y sentí vértigo en las sienes y en la parte posterior de la cabeza.

Morris me miró sin comprender lo que me pasaba, frunció los labios y dijo:

—No. A papá. —Lo dijo como si se tratara de algo evidente. Después me dio la espalda y cogió otra caja de gran tamaño, observándola con cuidado—. Papá siempre me traía cajas como ésta del trabajo. Él sabía lo emocionante que es coger una caja y no estar seguro de lo que hay dentro. Podría encerrar todo un mundo. ¿Quién puede saberlo, viéndola desde fuera? Por fuera no tienen nada.

Casi habíamos apilado ya todas las cajas en un solo montón. Yo quería terminar ya, que fuéramos dentro y jugáramos al ping—pong en la sala de recreo, dejar atrás aquella conversación. Dije:

—¿No se supone que tienes que atarlas?

Morris miró la pila de cajas y dijo:

—Me he olvidado el cordel. No te preocupes. Déjalas aquí, después me ocupo de ellas.

Estaba atardeciendo cuando me marché. El cielo sobre Wellbrook era una superficie lisa y sin nubes, teñida de violeta pálido. Morris permaneció detrás de una ventana de la sala de recreo diciéndome adiós con la mano. Yo lo saludé también mientras me alejaba, y tres días más tarde me llamaron para decirme que había desaparecido. El detective que me visitó en Boston para comprobar si podía decirles algo que les ayudara a encontrarlo sí se sabía el nombre de mi hermano, pero los resultados de su investigación fueron tan infructuosos como los de Carnahan con Edward Prior.

Poco después de que fuera declarado oficialmente persona desaparecida, Betty Millhauser, la cuidadora de la clínica que estaba a cargo de Morris, me llamó para decirme que tendrían que almacenar sus pertenencias «hasta su regreso» —una expresión que pronunció en un tono de alegre optimismo que me resultó bastante doloroso— y que, si quería, podía pasarme a recoger algunas cosas y llevármelas a casa. Dije que iría en cuanto tuviera una oportunidad, que resultó ser un sábado, precisamente cuando tendría que haber visitado a Morris de haber seguido él allí.

Un celador me dejó solo en la pequeña habitación de Morris, en la tercera planta. Paredes blancas, un colchón delgado sobre un somier de metal. En el armario, cuatro pares de calcetines y dos paquetes de plástico sin abrir de ropa interior. Un cepillo de dientes. Revistas:
Mecánica para aficionados, Reader's Digest
y un ejemplar de la
High Plains Literary Review,
que había publicado mi ensayo sobre la poesía cómica de Allan Poe. En el armario encontré también una americana azul que Morris había transformado, adornándola con luces de un árbol de Navidad. Había un cable eléctrico metido en uno de los bolsillos. Se la ponía para la fiesta navideña de Wellbrook todos los años, y era el único objeto que había en la habitación que no era completamente anodino. La guardé en una bolsa de lavandería.

Me detuve en las oficinas de administración para agradecer a Betty Millhauser que me hubiera dejado revisar las cosas de Morris y para decirle que me marchaba. Me preguntó si había mirado en su taquilla, en el departamento de mantenimiento. Le dije que ni siquiera sabía que tuviera una taquilla, y le pregunté dónde estaba aquel departamento.

—En el sótano.

Dicho sótano era un espacio grande y de techos altos con suelo de cemento y paredes color beis. Estaba dividido en dos por una valla negra de alambre rígido. A uno de los lados había una pequeña y ordenada área de descanso para el personal de mantenimiento. Una hilera de taquillas, una mesa pequeña y banquetas. Junto a la pared zumbaba una máquina de Coca-Cola. No podía ver el resto del sótano, ya que las luces, al otro lado de la alambrada divisoria, estaban apagadas, pero escuché el suave rumor de agua hirviendo y el murmullo de las cañerías. Aquellos sonidos me recordaron al del interior de una caracola cuando te la llevas a la oreja.

Al pie de las escaleras había un pequeño cubículo. Las ventanas daban a una mesa desordenada y cubierta de montones de papeles. Un hombre negro robusto estaba sentado detrás de ella, pasando las páginas de
The Wall Street Journal.
Al verme de pie junto a las taquillas se levantó y se acercó hasta mí. Nos estrechamos la mano. La suya era áspera y fuerte. Se llamaba George Prine y era el jefe de mantenimiento. Me señaló el armario de Morris y se quedó a unos cuantos pasos detrás de mí, con los brazos cruzados sobre el pecho, observándome mientras revisaba las cosas de mi hermano.

—Su chico era un muchacho con el que resultaba fácil llevarse bien —dijo Prine, como si Morris hubiera sido mi hijo en lugar de mi hermano—. De vez en cuando se perdía en su mundo, pero es algo bastante habitual en este lugar. Era bueno trabajando, sin embargo. No de los que fichan y después pierden el tiempo atándose los cordones de las botas o charlando con los compañeros, como hacen otros. En cuanto fichaba se ponía a trabajar.

En la taquilla de Morris no había prácticamente nada. Chándales, botas, un paraguas y un libro de bolsillo delgado y de cubiertas desgastadas titulado
Flatland.

—Claro que en cuanto salía del trabajo la cosa cambiaba. Se quedaba horas por aquí, haciendo construcciones con sus cajas, tan concentrado en lo suyo que se olvidaba de cenar si yo no se lo recordaba.

—¿Qué? —pregunté.

Prine sonrió algo misteriosamente, como dando a entender que yo estaba obligado a saber de qué me estaba hablando. Caminó hasta la pared del muro divisorio y pulsó un interruptor. Las luces se encendieron en la otra mitad del sótano. Al otro lado del muro había una gran extensión de suelo bajo un techo recubierto de tuberías y cinta de embalar. Todo este espacio estaba lleno de cajas dispuestas de modo que formaban un gigantesco fuerte infantil, con al menos cuatro entradas diferentes, túneles, toboganes y ventanas con siluetas extrañas y deformes. Los exteriores estaban pintados con verdes helechos, flores ondulantes y mariquitas del tamaño de una fuente para pasteles.

—Me gustaría traer aquí a mis hijos —dijo Prine—. Dejarles meterse y jugar dentro un rato. Los volvería locos.

Me giré y comencé a caminar hacia las escaleras, conmocionado, temblando de frío y respirando con dificultad. Pero entonces, cuando pasé junto a George Prine, me sobrevino un impulso y le sujeté un brazo y se lo apreté con más fuerza de lo que habría querido.

—Mantenga a sus hijos alejados de aquí —dije en un susurro ahogado.

Me puso la mano en la muñeca, con suavidad pero con firmeza y me hizo soltarle el brazo. Después me miró con recelo, sopesándome con calma y respeto, como lo haría un hombre que acaba de ver a una serpiente salir de entre la maleza y la sujeta por la cabeza para que no pueda morderle.

—Está usted tan loco como él —dijo—. ¿No ha pensado nunca en trasladarse aquí?

 

He contado esta historia tan fielmente como me ha sido posible, y ahora espero, después de este acto de confesión, ser capaz de alejar a Eddie Prior de mi subconsciente. Comprobaré si soy capaz de regresar a mi rutina de todos los días: clases, exámenes, lecturas, papeleo en el departamento de literatura. Es decir, de reconstruir el muro ladrillo a ladrillo.

Pero no estoy seguro de que pueda repararse lo que se ha destruido. El sudario es demasiado viejo, el muro está mal hecho. Yo nunca fui un constructor tan bueno como mi hermano. Últimamente he ido mucho a la biblioteca de mi antigua ciudad, Pallow, para leer periódicos viejos en microfilm. Buscaba un artículo, una nota breve sobre un accidente en la autopista 111, un ladrillo que choca contra un parabrisas y un Volvo que se sale de la carretera. He tratado de averiguar si hubo heridos graves, si murió alguien. El no saberlo fue en otro tiempo mi refugio, pero ahora me resulta imposible de soportar.

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