—Hasta que puedas prescindir de tus circunstancias, y simplemente hacer lo que prometes —dice—, siempre estarás controlada por el mundo.
—¿Y a esto cómo lo llama usted? —dice Miss América agitando el aire polvoriento con las manos.
Y el señor Whittier dice por primera vez lo que repetirá un millón de veces:
—Solamente os estoy obligando a cumplir vuestra palabra. —Y—: Lo que os detiene aquí es lo que detiene vuestra vida entera.
El aire siempre estará demasiado cargado de algo. Tu cuerpo siempre estará dolorido o demasiado cansado. Tu padre, demasiado borracho. Tu mujer será demasiado fría. Siempre tendrás alguna excusa para no vivir tu vida.
—¿Pero y si nos pasa algo? ¿Y si se nos acaba la comida? —dice Miss América—. En ese caso, usted abriría la puerta, ¿verdad?
—Pero no es así —dice el señor Whittier con la boca llena de pollo con alcaparras a medio masticar—. No se nos está acabando la comida.
Y no, no se está acabando. Todavía no.
Durante la primera semana que pasamos dentro, comemos curry vegetal con arroz. Y salmón teriyaki. Todo liofilizado.
Para comer tenemos judías verdes envasadas en bolsas de Mylar que no se pueden abrir con las manos desnudas. Mimeografiado en tinta negra en todas las bolsas plateadas pone: «A prueba de roedores». Tenemos judías verdes a prueba de roedores y estofado de pollo cubierto de masa hojaldrada y maíz integral dulce. Dentro de cada bolsa hay algo que traquetea, ramitas sueltas y piedras y arena. Todas las bolsas están infladas con un chorrito de nitrógeno, como almohadas plateadas, para mantener los contenidos muertos. La lasaña con salsa de carne o los raviolis de queso.
A prueba de roedores o no, nuestro Eslabón Perdido es capaz de rasgar una bolsa con sus manos desnudas y cubiertas de vello púbico.
Para hacerse la cena, la mayoría de la gente abre la bolsa con tijeras o con un cuchillo. Hay que meter la mano y hurgar hasta que uno encuentra la bolsita de óxido de hierro, que está ahí para absorber cualquier rastro de oxígeno. Se saca esa bolsita parecida a una bolsita de té y se añaden las tazas que sea de agua hirviendo. Tenemos un microondas. Tenemos cucharas y tenedores de plástico. Platos de cartón. Y agua corriente.
En el tiempo en que uno lee diez páginas de una novela de vampiros, la cena queda lista. En vez de palitos y agua caliente, ahora la almohada plateada está llena de pan de carne estilo casero o de ternera Stroganoff.
Nos sentamos en la moqueta azul de las escaleras del vestíbulo, una cascada azul y ondulada, con unos escalones tan amplios que podemos compartir todos el mismo sin que nuestros codos se toquen. Se trata de la misma ternera Stroganoff que van a comer el presidente y los miembros del Congreso muy por debajo de la superficie de la tierra en caso de guerra nuclear. Es del mismo fabricante.
Otras bolsas plateadas tienen mimeografiado: «Tarta esponjosa de chocolate» y «Plátanos al licor flameado». Puré de patatas. Macarrones con queso. Patatas fritas liofilizadas.
Todo apetitoso pero poco saludable.
En todas las bolsas pone «Consúmase antes de» y una fecha que no llegará hasta que estemos todos muertos. Un período de conserva en buen estado hasta que la mayor parte de los bebés de hoy día estén muertos.
Magdalenas de fresa en buen estado durante cien años.
Comemos cordero liofilizado con jalea de menta liofilizada mientras la Dama Vagabunda descubre en el fondo de su corazón que en realidad sí que amaba a su marido muerto. Lo amaba, dice llorando y tapándose la cara con las manos. Con los hombros encogidos y estremeciéndose por los sollozos dentro de su abrigo de visón. Mientras acaricia el diamante enorme en la palma de la mano, dice que necesita salir a enterrar a su marido de tres quilates en la parcela familiar del cementerio.
Comemos tortilla de jamón y verduras mientras el Duque de los Vándalos pierde los nervios y escupe su chicle de nicotina y dice que este es un pésimo momento para dejar de fumar. Y San Destripado ha perdido la sensibilidad de la mano izquierda, una lesión de estrés muscular, de tanto intentar conseguir un orgasmo sin fotos.
La gata de la Directora Denegación, esa gata llamada Cora Reynolds, se come unos restos de lubina rayada mientras la Condesa Clarividencia y el Reverendo Sin Dios se preocupan por que no estemos del todo a salvo. Por que nos hayamos metido en una trampa. Se preocupan por que alguien pueda encontrarlos y… Ya le dijeron al señor Whittier que para estar a salvo necesitan cambiar de sitio, esconderse, seguir corriendo.
El Reverendo Sin Dios, con un álbum de Barbra Streisand en la mano, moviendo sus labios partidos y parecidos a morcillas de sangre mientras lee las letras en la funda del disco, le dice a la grabadora del Conde de la Calumnia:
—Simplemente di por sentado que aquí habría un equipo de música.
En el visor de la cámara de vídeo del Agente Chivatillo, el Chef Asesino se lleva a su gorda cara una cucharada rebosante de suflé verde de espinacas y dice:
—Soy chef profesional y no crítico culinario. Pero no puedo pasarme tres meses bebiendo café instantáneo…
Por supuesto, todo el mundo sigue diciendo que va a escribir su obra, sus poemas y sus relatos. Que va a completar su obra maestra. Pero aquí no, dicen. Ni ahora. Más adelante, y fuera.
Nadie hace nada durante nuestra primera semana aquí. Nada más que quejarse.
—No es una excusa —dice Miss América sosteniéndose su vientre plano con las dos manos—. Es una vida humana.
La Señorita Estornudos tose con el puño delante de la cara. Se sorbe la nariz, con los ojos hinchados e inyectados en sangre tras las lágrimas, y dice:
—Aquí mi vida está en peligro. —Y se hurga en el bolsillo en busca de otra pastilla.
Y por supuesto, el señor Whittier niega con la cabeza.
Allí sentado en su sillón de terciopelo azul, en medio del vestíbulo todo decorado con volutas doradas y terciopelo, el señor Whittier come con cuchara el guiso de almejas de una de las bolsas de Mylar y dice:
—Cuéntame una historia sobre el padre de la criatura —le dice a Miss América—. Descríbeme la escena de cómo lo conociste.
Y la cámara del Agente Chivatillo hace un zoom sobre la cara de Miss América para obtener un plano que capte su reacción.
Un poema sobre Miss América
«Siempre estoy buscando —dice Miss América— algo que pueda
NO
gustar.»
Cada vez que se mira al espejo.
Miss América en el escenario, sus rizos y espirales de pelo
rubio ondean y se elevan,
haciendo que su cara se vea lo más pequeña posible.
Con un zapato de tacón alto colocado justo delante del otro, pegaditos,
para que sus piernas se superpongan
y sus caderas parezcan más
estrechas. Se pone de lado y tuerce los hombros
para mirar al público de frente. Todas esas contorsiones resollantes para que su cintura se vea chiquitita.
En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de película:
su cara velada por vídeos de ejercicios.
Sus rasgos, sus ojos y labios, maquillados con leotardos y
calentadores de color rojo intenso.
Una multitud de mujeres salta y baila sobre su piel de Miss América,
y cada una de esas mujeres se está mirando en un espejo.
La película: una sombra de un reflejo de una imagen de una ilusión.
Y ella dice: «Cada vez que me miro al espejo, es una
investigación secreta de mercado».
Ella es su propio test de audiencia.
Que valora el atractivo de su fachada en una escala del uno al diez.
Y cada día ejecuta la prueba beta de una nueva versión mejorada de ella misma punto cinco.
Ajustándose para seguir las tendencias de mercado.
Su vestido, ceñido como un bañador, como unas mallas,
sus medias surcadas de mujeres pedaleando en bicicletas que no van a ningún sitio
a mil calorías por hora. «Para la parte de actuaciones de mi programa —dice—, os enseñaré a destragar.»
Una panza llena de helado de melocotón,
una bolsa de Halloween llena de chocolatinas en miniatura,
seis donuts con baño de azúcar glaseado,
dos hamburguesas dobles con queso.
Lo normal.
Y a veces, esperma.
Con el aerobic flotando y parpadeando sobre su cara, su ambición inmediata es
reducir la resistencia inicial del comprador.
Con la meta a largo plazo de convertirse en la inversión a largo plazo de alguien.
Como un bien de consumo duradero.
Un relato de Miss América
No es nada personal que exploten las bombas. O que un pistolero coja a alguien como rehén en un estadio deportivo. Pero cuando el Monitor de la Red muestra una alerta especial, todas las emisoras de televisión locales van a pasar la pelota al presentador de la emisión nacional que empieza.
Si uno está mirando el televisor, verá que primero el productor y el director locales pasan al formato de caja doble. Lo que la mayoría de la gente llama pantalla partida. Entonces el presentador local dice algo del tipo: «Con las últimas noticias sobre el transatlántico naufragado, les pasamos a Joe Blow en Nueva York». Es por eso que se dice «pasar la pelota». O «dar la patada de saque».
La señal de la cadena nacional ocupa la banda de emisión y los chavales de la emisora local se quedan repantigados y esperan a que la cortinilla de la red señale el final de la emisión informativa especial.
A ningún publicista se le ocurre explicar todo esto a cada novato al que mandan por ahí a vender un vídeo para inversores, un libro o el último grito en peladores de zanahorias.
Así pues, sentado en la sala de espera de invitados, entre bastidores durante la emisión de ¡
Despierta, Chattanooga
!, un tipo joven con el pelo engominado hacia atrás le está impartiendo algunas lecciones de la vida a una rubia.
Lo que le está diciendo es que su pelo es demasiado rubio, que no puede ser. Que esa clase de rubio oxigenado vuelve locos a los productores de estudio, porque no se puede iluminar bien sin que deslumbre. Algunos productores de estudio dicen que «quema los fusibles». Parece que la cabeza rubia esté ardiendo.
—Hagas lo que hagas —le dice el tipo engominado a la rubia—, si tienes notas, no las consultes o la cámara te encuadrará la coronilla.
Los productores de estudio, le dice, odian a los invitados que traen notas. Odian a los invitados que no intentan esconder lo que han venido a decir. Los productores siempre te dicen: «Sé tu propio producto. No intentes colocarlo».
Es irónico, pero ese mismo productor de estudio te llama «Rueda para hacer fitness» porque eso es lo que dice en la casilla de tu bloque de programación. En el caso del tipo engominado, dice «Vídeo para inversores». En el caso del anciano, en la casilla pone «quitamanchas».
La rubia y el tipo engominado están sentados en el sofá de cuero reciclado que hay en la sala de espera de invitados, con varios vasos de café viejo abandonados en la mesilla que tienen delante, y encima de ellos hay un par de monitores de vídeo que parpadean en la parte superior de la pared, en las esquinas, cerca del techo. En un monitor se ve al presentador de la cadena nacional hablando del transatlántico e introduciendo el vídeo que muestra un barco panza arriba y las manchas de los chalecos salvavidas de color naranja que flotan a su alrededor. En el segundo monitor, dice la rubia, hay algo todavía más triste.
En esa esquina se ve al tipo del Bloque A de la programación, ese vejestorio con el pelo peinado de un lado a otro de la calva que ha salido de su cama en un Motel 6 a las cinco de la mañana para venir aquí y tratar de vender el cepillo quitamanchas especial que ha inventado. Pobre capullo. Le ponen un micrófono y lo colocan ante las cámaras, en el «set sala de estar» con su selva tropical de plantas falsas. Se sienta bajo esos focos que dan tanto calor mientras la presentadora da su «charla» de apertura.
El set sala de estar se distingue del «set cocina» y del «set principal» en que tiene más plantas falsas y más cojines.
Este sujeto cree que tiene un segmento enorme de diez minutos porque la emisora hace jugar el tiempo a su favor y no pasa a publicidad hasta que han pasado diez minutos. La mayoría de las emisoras lo hacen a los ocho o nueve minutos. De esa forma, se evita que el público empiece a hacer zapping y se consiguen supuestos índices de audiencia máximos para todo el bloque de quince minutos.
—No es bonito de ver —le dice el tipo engominado a la rubia, y se santigua rápidamente como un buen católico—, pero mejor él que uno de nosotros.
Un segundo después de empezar la demostración del quitamanchas, el Bloque A es interrumpido por la noticia del transatlántico naufragado.
Sentado en la sala de espera de invitados, sobre un sofá de cuero gastado en una AID de dos dígitos, el tipo engominado dice que tiene tal vez siete minutos para enseñarle todo lo que necesita saber a nuestra Miss América.
AID quiere decir Área de Influencia Directa. Boston, por ejemplo, es el Área de Influencia Directa número tres del país porque sus medios de comunicación llegan al tercer mercado más grande de consumidores. Nueva York es el AID número uno. Los Ángeles es el número dos. Dallas es el número siete.
El sitio en el que están sentados está muy abajo en el ranking de AID.
Amanece en Lincoln
o
Buenos días, Tulsa
. Un punto de venta mediático que llega a un mercado demográfico de consumidores totalmente insignificante.
Otro buen consejo es: no te vistas de blanco. Nunca lleves nada que tenga un dibujo blanco y negro porque «centellea» en la pantalla. Y pierde siempre un poco de peso.
—El mero hecho de mantener este peso —le dice la rubia al tipo engominado— ya es un trabajo a tiempo completo.
La conductora de este programa de Chattanooga, dice el tipo engominado, la presentadora de aquí, es un loro puro y duro. Le digan lo que le digan por el ARI que lleva en la oreja, esas palabras exactas son las que le van a salir de la boca pintada con carmín. El director puede decirle: «¡Joder, llevamos retraso! Pasa a “Adopta un perro” y luego a publicidad…», y eso es lo que ella dirá ante las cámaras en directo.
Un loro puro y duro.