—No podremos bajar por ahí —dijo Naj—. Es la chimenea de la lava. Alguien debió de abrir la compuerta.
—Entonces habrá que subir hasta la mansión y bajar por la rampa. ¡Vamos, deprisa!
No había acabado de hablar cuando una llamarada brotó del túnel. Rob y Naj ascendieron por las escaleras hasta salir por el almacén y luego echaron a correr rampa abajo. No lo notaron, pero la isla empezaba a hundirse bajo sus pies.
Julius Steamboat flotaba en el agua, sosteniendo con sus brazos a los fatigados Xivirín y Melquíades. Los dos aprendices de mago estaban exhaustos tras el derroche de hechizos, contrahechizos y carreras, y no estaba muy claro si lograrían volver a pisar tierra firme. Desde luego, no la de Isla Neblina. El nivel inferior había desaparecido bajo el mar y ahora las aguas se tragaban el segundo piso, con los cuarteles de los tuétanos y el calabozo. En la parte alta un chorro de lava brotaba del cráter y tapaba la sombra que Un-Anul proyectaba sobre el sol. Steamboat miraba la rampa, preguntándose si Rob y Naj lo conseguirían.
Una sirena sonó tras él y al volverse descubrió un velero que se dirigía directamente hacia ellos. Su alegría fue mayúscula cuando vio al hombre que, de pie en el puente, le saludaba con gesto marcial.
—Un buen día para acabar con una pesadilla, señor Steamboat —dijo el gobernador de Port Varese.
En un par de minutos, los tres náufragos habían sido izados a bordo y desde el barco distinguieron la silueta de varias lanchas cargadas de tuétanos que se alejaban a toda velocidad.
Pero lo que les causó gran impresión fue ver cómo una figura delgada les dedicaba un saludo desde el agua y echaba a nadar hacia el Oeste, sin preocuparle lo más mínimo el esfuerzo que su proeza requería. El chamán de Isla Zombie regresaba a su hogar.
De pronto, unos gritos les hicieron volver la cabeza hacia la isla.
—¡Esperen!
—¡No se vayan sin nosotros!
Steamboat dio un grito de alegría que se oyó en las Dos Costas cuando vio que Rob y Naj saltaban al agua desde el acantilado y nadaban hacia el barco.
—Pensaba que no lo contaríais, amigos —dijo Melquíades con sus pocas fuerzas.
Rob y Naj lo miraron entornando los párpados.
—¿Nos conocemos?
—Es una larga historia —respondió el aprendiz—. Os la contaré más tarde… —Entonces cerró los ojos y se quedó dormido.
Mientras el barco navegaba a toda vela hacia Port Varese, Naj contempló con gesto triste lo que quedaba de la isla.
—Estuvimos tan cerca… Me da rabia que fracasáramos en el último momento.
—¿Quién ha dicho que hemos fracasado? —le preguntó Rob con una picara sonrisa. Como quien no quiere la cosa, abrió su bolsa y la dejó delante del gregoch. Los ojos de Naj se iluminaron cuando la luz del eclipse acarició la pulida superficie de los once huevos áureos.
—¡Enano mentiroso! —gritó poseído por el entusiasmo y la incredulidad—. ¡Fuiste a buscar los huevos antes que a mí! ¡Serás…!
Rob se echó a reír.
—Ya que tenía a Oguba no iba a desaprovecharla. Los huevos estaban ahí, Naj. Imi tenía razón. Por cierto, ¿dónde está?
Naj y Steamboat se miraron, cada uno buscando respuestas en los ojos del otro. Al fin movieron la cabeza negativamente. No hizo falta decir nada.
El barco se internó en la bruma dejando atrás los restos mortales de Isla Neblina, de los que ya sólo se distinguía la mansión de Kreesor. Lo último que vislumbraron antes de perderla de vista para siempre fue una terrorífica gárgola que parecía congelada en mitad de un desesperado aullido. Al contemplarla con atención, se dieron cuenta de que tenía un cierto parecido con el perrito lingüista.
Luego el barco desapareció tras la gran nube de cenizas que se había formado sobre la isla.
Diez de los once huevos áureos sirvieron para reconstruir Leuret Nogara. Sus muros se levantaron de nuevo, imponentes como el primer día. La ciudad recobró el esplendor del que había gozado cuando fue capital de Mundomediano y sus habitantes volvieron a sentirse orgullosos de vivir allí.
Rob McBride, hijo de Ian McBride, fundador del yacimiento fosilífero de Esnas, estaba esperando en la Plaza Mayor, al lado de la Fuente de las Tres Bocas, cuyos grifos refulgían como el oro. Había necesitado estar varias veces a las puertas de la muerte, pero sobre todo haber estado a punto de perder a sus amigos, para darse cuenta de que era un baktus y no debía avergonzarse.
El mercado vibraba de nuevo con el bullicio acostumbrado cuando dos personajes conocidos atravesaron el arco y entraron en la plaza.
—¿Cómo va eso? —preguntó Rob al Sabio Silvestre.
—Como la seda. Xivirín y Melquíades son unos alumnos excelentes. Dentro de poco la Nueva Escuela de Artes Mágicas y Oficios Encantados estará funcionando a pleno rendimiento —tras la barba blanca del anciano se dibujó una sonrisa—. Sólo necesitamos encontrar un mago de verdad para que haga de profesor.
—Lo hallaremos —aseguró Rob antes de dirigirse al enorme ser que estaba junto al Sabio Silvestre—. Vaya, vaya, vaya… No tienes mala pinta.
—Tú tampoco estás mal —respondió Naj, convertido ahora en un gregoch de aspecto feroz sin pestañas ni lacito—. Es curioso, pero me siento igual que siempre. Menos cuando me miro al espejo, claro. Entonces me encuentro más yo.
La Fuente de las Tres Bocas soltó una de sus impertinencias, pero el grupo se alejaba ya entre los puestos del mercado.
—Echaré de menos a Imi —dijo el Sabio Silvestre en tono triste.
—Yo también —Rob suspiró y miró a su tutor—. ¿Tú conocías su secreto?
—Sólo a medias. Sabía que era un guardián de Leuret Nogara, pero nunca adiviné las horribles consecuencias que tendría que afrontar si alguna vez salía de aquí. Si no hubiera sido secuestrado por esos malditos tuétanos…
—Eh, mirad esto! —exclamó Naj desde un tenderete donde vendían pescado—. Tienen lemmings acuáticos! Creo que voy a comprarme un par de docenas para probarlos.
Rob y Silvestre se echaron a reír y continuaron paseando. El sol fabuloso calentaba los tejados de las casas y potenciaba el verde de los campos de alrededor.
Era un bonito día en la nueva y reluciente Leuret Nogara.
Kevin se adelantó para abrirle a Martha la puerta de la biblioteca.
—Gracias, gentil caballero.
Salieron a la calle. Ella llevaba en la bolsa un libro de la Hermana Wendy sobre arte americano y él un par de novelas en español. Los dos coincidían en que les apetecía dejar de lado la fantasía por un tiempo. Tras una intensa pero sosegada discusión, Martha había perdonado a Kevin por haberle ocultado sus planes acerca de Paola Mabroidis y a cambio él no le tenía en cuenta que hubiera decidido registrarse como aprendiz de Kreesor, el archienemigo de Rob y Naj. Al fin y al cabo, todo era un juego. ¿O no?
—No has acabado de contarme —dijo Kevin cuando se sentó en su patinete—. ¿Qué más te ha dicho tu madre?
—Pues eso. Cuando ella y una compañera de la asociación fueron a poner la denuncia, descubrieron que alguien ya lo había hecho.
—¿Quién?
—El hermano de la niña. Un tal Nikolas Mabroidis.
—Niki —dijo Kevin sorprendido y emocionado—. Al final el bien se impuso a la sombra.
—¿Cómo dices?
—Un viejo lema de los elfos. Vamos, te echo una carrera hasta el parque.
Kevin se sentía radiante. Su padre había llamado por teléfono el día anterior para decirle que se quedaría en Canadá hasta el lunes. La operación de su abuela había sido un éxito y ya era capaz de vestirse sola, pero fiel a su carácter, su padre había decidido quedarse unos días más para asegurarse de que las cosas irían bien. Aunque todo había tenido un final feliz, Kevin estaba conmovido con los detalles de la historia de Paola Mabroidis, que gracias a él había dado la vuelta al mundo. Varias revistas se habían hecho eco de la odisea de Kevin, y hasta le habían entrevistado en un programa de televisión. De alguna manera, la princesa encarcelada le había hecho ver que él tampoco sería libre hasta que empezara a dirigir sus emociones y sufrimientos hacia el mundo real. También había comprendido que el hecho de que su padre se preocupara en exceso por él no era un problema tan grave. Ahora le apetecía vivir fuera. Y lo haría con todo su empeño.
Martha se detuvo junto a Kevin a la entrada del parque.
—¿Cómo la localizaste? —preguntó ella—. Los datos de los jugadores no están disponibles para cualquiera.
—Me ayudó Hideki. Aún no sé cómo lo consiguió, pero tampoco me sorprende mucho. Ya te dije que es un hacker fabuloso.
—Y nunca mejor dicho —Martha sonrió—. Espero que él también haya aprendido algo de todo esto.
—Me ha mandado un correo. Ahora que Imi ha muerto, Hideki está dispuesto a abandonar su encierro voluntario. Quizá se busque un trabajo fuera de casa…
—¿A qué se dedicaba?
—Es un misterio. Nunca nos lo ha llegado a decir. De todas maneras ahora lo único que me importa es una cosa.
—¿Qué es?
Kevin acercó la mano a la mejilla de Martha y la acarició hasta colocarla cerca de su boca.
—Que no vas a convertirte en un mago hirsuto.
Bandeja de correo electrónico de Hideki Otuma
Un año antes
Estimado señor Otuma:
Me complace comunicarle que ha sido usted seleccionado para uno de los puestos de moderador-guardián de Fabuland que necesitamos cubrir. La razón que nos ha llevado a elegir su candidatura es que nos consta su fidelidad a nuestro programa y el conocimiento que tiene del mismo. Revisando su perfil de estadísticas hemos visto que el año pasado estuvo disfrutando del entorno Fabuland veinticuatro horas al día durante tres meses seguidos.
Si se decidiera a aceptar el puesto, su labor consistiría en vigilar que el comportamiento de los demás jugadores sea el adecuado y detectar y notificar posibles fallos del programa. Asimismo, con el fin de facilitar su trabajo, tendrá acceso a zonas que están prohibidas a los usuarios normales, incluidos sus perfiles personales.
Esperamos su respuesta para enviarle detalles. Un cordial saludo,
Jeffrey Fitzgerald
Departamento de personal de Virtual Software
A Ana y Sonia, por ser el futuro.
A Kari y Javier, por hacerlo posible.
A mis padres, por hacerme posible a mí.
A Beatriz y Javi, para que se animen a hacerlo posible.
Estoy en deuda con Begoña y Violeta, que sufrieron y se emocionaron conmigo mientras esta aventura iba tomando forma. También con Marta Soria, por darle a todo esto una dimensión visual más allá de la imaginación.
Y por supuesto con Miryam Galaz y Ana Rosa Semprún, por seguir creyendo en mí y permitirme explorar el universo de Fabuland. Como decía Dorothy: «No hay nada como el hogar». Y con ellas estoy como en casa.
JORGE MAGANO, (Madrid, 1976) es licenciado en Historia del Arte y ha colaborado activamente en conferencias, cursos y ciclos celebrados en la Universidad Complutense de Madrid. Amante de lo bello y lo polvoriento, ha participado en excavaciones arqueológicas como la del convento dominico de Gotor (Zaragoza), y visitado países como Italia, Grecia, Egipto, Noruega, Canadá y Marruecos en busca de ideas y argumentos para sus historias.
Durante dos años fue guionista y colaborador del programa de radio «Cine M80» en M80 Radio. Posteriormente compaginó su labor de segurata ilustrado en el Museo Thyssen Bornemisza con la dirección del espacio BSO en la emisora on line Radiocine y la sección «Lugares con encanto» en el programa El Dancepertador de Fórmula Hit.
En 1997 se le apareció en sueños Jaime Azcárate, el protagonista de La Isis Dorada, que lo abordó con las siguientes palabras: «No me cuentes tu vida; cuenta la mía». Y en eso anda.
En febrero de 2009 publicó su segunda novela, una historia inspirada en el mundo de los videojuegos de rol titulada Fabuland. Y en enero de 2010, El chico que no miraba a los ojos, una historia de terror basada en la serie de televisión Hay alguien ahí.
Consciente de la variada oferta que permite la tecnología, ha sacado en libro electrónico la segunda aventura de Jaime Azcárate, Donde nacen los milagros. Actualmente prepara una novela coral ambientada en un museo de arte y otros cientos de proyectos que irán viendo la luz a lo largo del siglo XXI.
Entretanto, se gana honradamente el pan trabajando como tutor y corrector en el taller literario que dirige Carmen Posadas.