—Ni lo intentes —rió Kreesor—. ¿Tan estúpido crees que soy?
Melquíades se levantó y se fijó en una fila de tubos de ensayo llenos de un líquido verdoso que parecían listos para su uso. Al mirar la etiqueta que los acompañaba se le iluminó el rostro: «Preparado de Animatoris Mortuari». Pillando desprevenido a Kreesor, cogió uno de los tubos y lo lanzó contra el suelo, provocando una explosión de cristales y gotas verdes.
—¡No! —gritó el mago abalanzándose contra él. Pero Melquíades ya tenía en la mano el segundo tubo. Entonces ocurrió algo extraño. Sin que Kreesor hubiera podido lanzar aún ningún rayo, Melquíades se quedó rígido, agarrando el tubo e incapaz de moverse.
—¿Qué me pasa? —preguntó horrorizado.
—Vengo en tu ayuda, maestro —dijo una voz incorpórea mientras una figura translúcida de túnica verde empezaba a materializarse en el laboratorio, al lado del paralizado Melquíades.
—¡Xivirín! —exclamó Kreesor perplejo—. ¿Cómo has podido…?
—¿Volverme invisible? Bueno, maestro, como me prohibiste la entrada al laboratorio durante el ritual, he aprovechado para aprender algunas cosas por mi cuenta. La biblioteca es un buen lugar para empezar, con todos esos manuales para principiantes —el aprendiz miró a Melquíades y le sonrió abiertamente—. Creo que éste es el momento idóneo para practicar lo que he aprendido.
—O sea, que te has encaprichado de mi hermana —dijo Niki Mabroidis con los ojos vidriosos.
Enseguida se veía que estaba hecho polvo. Hacía un rato, sobre el escenario, parecía una sonriente criatura tocada por la gracia divina. Ahora, sentado en uno de los escalones de la puerta trasera del Mystery Train, su imagen era la de un despojo humano. Kevin estaba seguro de que algún tipo de sustancia tóxica corría por sus venas, pero no era eso lo que le interesaba.
—No me he encaprichado. Sólo estoy preocupado por ella.
—Para no estarlo, colega. Ese viejo merece que lo cuelguen de un árbol, y no precisamente por el cuello.
—¿Sabes que la obliga a cocinar y a limpiar para él? ¿Y que es posible que abuse de ella en otros aspectos?
—No es que sea posible. Me consta que lo hace.
Kevin lo miró disgustado.
—¿Y tú no haces nada? ¡Es tu hermana!
—Oye, colega, no tienes ni idea de lo que era vivir allí. Lo primero que recibía por las mañanas era una paliza, y por si no había tenido bastante, antes de acostarme me daba otra. Si por lo que fuera no iba a dormir a casa, al día siguiente tenía ración doble de correa. No pensarás que albergo la menor intención de volver a acercarme a esa casa… Yo me largué porque tenía que hacerlo. Una simple cuestión de supervivencia. Si esa cría estúpida no hace lo mismo es que algo falla en su cerebro. O a lo mejor le gusta que la traten como a una cosa. Las tías son así, colega. No le des más vueltas al tarro. Y ahora me largo, que no quiero que éstos empiecen la fiesta sin mí.
Niki se disponía a volver al interior del local cuando sonó el móvil de Kevin. La musiquilla resonó en el callejón y el bajista se detuvo a medio camino de la puerta.
—Eh. ¿Qué es eso?
—Lo siento —dijo Kevin nervioso, sacándose el móvil del bolsillo. Se sorprendió al ver que era Martha—. Ya lo apago.
—No, no. Cógelo. Es por la musiquilla. Hacía un taco de tiempo que no la escuchaba.
Aquella respuesta dejó a Kevin desconcertado, y casi sin darse cuenta pulsó el botón de recepción de llamada.
—Oye, tú, desaparecido. No te mereces ni que te llame, pero me tienes preocupada. ¿Qué haces?
—Hola, Martha. Escucha, ahora mismo no es buen momento…
—Nunca es buen momento. ¿Estabas durmiendo? Porque en Fabuland no estás.
—Sigo en Chicago. Volveré a casa mañana. Si quieres te llamo cuando…
—Pues sí que tiene que ser importante lo que estás haciendo. Tus amigos las están pasando moradas por aquí.
—¿Qué?
—Tenías razón, Kevin. Me encanta esto. Y también tenía razón yo: las mujeres somos más habilidosas en esta clase de juegos. Kreesor está a punto de resucitar a Gelfin. Muy pronto la Hermandad de los Magos Hirsutos será todopoderosa. ¡Hemos ganado! Y en parte ha sido gracias a ti.
—¿Qué estás diciendo, Martha? —preguntó Kevin, seguro de que no había entendido lo que creía haber entendido.
—Esa guía mágica que me prestaste. Me he ahorrado tres años de aprendizaje en la Academia de Artes Mágicas y Oficios Oscuros. Eres un encanto.
La realidad y la fantasía se enredaban en un abrazo mortal que dejó a Kevin sin respiración.
—No puedes estar hablando en serio —dijo angustiado. Su voz era una hebra a punto de romperse—. ¿Eres un mago hirsuto?
—Todavía no. ¿Qué te pasa, Kevin? Esto es sólo un juego.
—Sí. Para ti siempre lo ha sido.
—¡Kevin! ¿Qué…?
Por las mejillas de Kevin rodaban las lágrimas cuando se guardó el móvil en el bolsillo. Niki lo miraba ahora como si acabara de verlo por primera vez. Sus ojos ya no eran los de un músico a quien la vida hubiera tratado a golpes, sino los de un niño que recordara su primer encuentro con Santa Claus en un centro comercial.
—Colega… No puedo creerlo. Esa musiquilla… esa conversación… Fabuland, ¿verdad?
Kevin asintió mientras se pasaba el dorso de la mano por los ojos en un intento de secarlos.
—Allí es donde conocí a Paola.
—¿Qué Paola juega a Fabuland? —preguntó Niki incrédulo.
Kevin le contó la historia de cómo Rob y Naj habían descubierto el mensaje de la princesa Sidior Bam en el estuche de un armadillo mensajero moribundo y cómo entre ellos se había establecido una misteriosa relación epistolar que había hecho pensar a Rob que la princesa estaba en peligro y a Kevin que había algo más detrás de aquellos mensajes.
—Oh, Dios, tío. Mi hermanita es menos boba de lo que creía. Cuando huí de casa me fui con lo puesto. Ni siquiera volví para llevarme la consola. Total, ya no iba a necesitarla. Fabuland era una válvula de escape para mí durante todos los años que estuve recluido en aquella pesadilla. Era un capitán del Ejército Elfo.
—«El bien sobre la sombra».
—Ese era nuestro lema —sonrió Niki—. Tío, ya ni me acordaba. Cuéntame, ¿cómo van las cosas por allí?
—Iban bien. ¿Has dicho que jugabas a través de una consola?
—Claro, tío. La Megafabuland Drive de Virtual Software. ¿No me digas que eres tan antiguo que aún juegas desde el PC?
—Una consola… Por eso Paola no respondía a mis e-mails.
—¿Estás loco? El monstruo nunca hubiera permitido que ella tuviera Internet en su habitación. Sólo hay un ordenador, y está en su despacho, imagino que cerrado bajo llave. Lo que el imbécil no sabe es que la consola está conectada a la red, aunque sólo sirve para jugar. Paola ha sido muy lista.
Kevin supuso que Paola había escrito los poemas de su blog desde el ordenador de su padre antes de que éste la descubriera y cerrara el despacho con llave.
—Entonces ¿vas a ayudarla?
—No, tío. Si es así de inteligente podrá salir adelante. Yo desde luego no soy tan imbécil como para volver por allí. Si denuncio al monstruo posiblemente será la última cosa que haga en mi vida. Ya estuvo a punto de ir a la cárcel y se libró.
—Pero… ¿Y el bien sobre la sombra?
—No te comas el coco, tío. Eso era sólo un juego.
La puerta se abrió y apareció el guitarrista del grupo.
—Niki, ¿vienes? Vamos de fiesta donde Bud.
—Voy para allá —respondió tras darse una palmada en los muslos y ponerse de pie—. Bueno, colega, gracias por tu visita. Me ha gustado charlar sobre los viejos tiempos, aunque fueran una basura. Cuídate y suerte.
Kevin no dijo nada. A las respuestas que había obtenido aquella noche se imponían como un manto oscuro los reveses propinados por Martha y Niki. La traición de una y la falta de colaboración del otro le hicieron sentir como un pelele cuyos esfuerzos e ilusiones no hubieran servido de nada. Ya no tenía motivos para seguir allí. De hecho, pensaba que nunca debió ir.
—¿Xivirín? —preguntó Kreesor con cautela. Su aprendiz, que hacía un instante parecía dominar la situación, se había quedado inmóvil en mitad de una frase, como si su alma se hubiera ausentado—. Xivirín…
El aprendiz, sujetando todavía a Melquíades con un hechizo paralizante, volvió a la vida.
—Discúlpame, gran Kreesor. He tenido una especie de mareo. Ya estoy bien.
Kreesor notó que algo en la voz de Xivirín había cambiado. Ya no parecía tan seguro de sí mismo. Sin embargo, había prioridades de las que ocuparse.
—Acaba con ése y ponte de inmediato a preparar más poción de Animatoris Mortuari. El influjo de Un-Anul sólo durará unas pocas horas.
—Como desees, gran Kreesor —Xivirín alzó las manos y el hechizo paralizante liberó a Melquíades, que aprovechó el momento para darle un puñetazo y echar a correr hacia la salida.
—Idiota —gruñó Kreesor—. Haz la poción. Yo me encargo de éste. ¡Adarod Sisial Orbil Narg!
Esta vez el conjuro pilló a Melquíades de espaldas. Xivirín notó el poder de la energía mortal que pasaba junto a él poco antes de que Melquíades lo recibiera y cayera al suelo, fulminado.
—Ya no habrá más interrupciones —dijo Kreesor activando de nuevo el aura de Gelfin—. Ha llegado el momento de que el polvo se haga carne.
Desde la otra mesa del laboratorio, Xivirín asintió en silencio. Miró con aprensión el cuerpo sin vida de Melquíades y empezó a trabajar.
Kevin no se había despedido de su madre. Tras pasar la noche en vela en el hotel, aguardó a la luz del alba y se dirigió a la estación para coger el primer tren que le llevara a casa. Sabía que no llegaría a tiempo, pero tenía que intentarlo. Había fallado a Paola y Martha le había fallado a él No podía permitirse fallar a Chema ni a Hideki ni a Haba ni a Steamboat. Quizá aún fuera posible arreglar las cosas.
Llegó a su casa corriendo, a punto de ahogarse, y lo primero que hizo fue horrorizarse. El Focus azul de su hermana estaba aparcado junto al césped. Entró como una exhalación, subió a su cuarto y comprobó que el ordenador estaba encendido; pero su hermana no estaba allí. Entonces oyó la cisterna del cuarto de baño. Sin vacilar, Kevin cerró la puerta de su habitación y echó el cerrojo.
—¡Kevin! —llamó Sarah desde el baño—. ¿Estás ahí?
Sin responder, Kevin cerró todas las ventanas del ordenador y cargó Fabuland mientras se ponía los auriculares y los conectaba a la salida de audio. Ahora Sarah Dexter podría gritar y golpear la puerta todo lo que quisiera, que él ni se inmutaría. Había llegado el momento de reencontrarse con un viejo amigo.
Rob McBride salió de una ensoñación extraña. Lo último que recordaba era que los guardias del castillo de Seranaz Nam le habían abatido a flechazos. Luego una huida apresurada, un escondite en el bosque donde se curó sus heridas y nada más. Sabía que había estado vagando por allí varios días. Había conocido algunos seres, había hablado con ellos; pero aquellos recuerdos eran difusos, como si pertenecieran a una parte de su cerebro a la que no podía acceder.
Entonces, no supo cómo, una fuerza familiar lo poseyó y volvió a ser él, Rob McBride, hijo de Ian McBride, del yacimiento fosilífero de Esnas. Un baktus con una misión.
De pronto sabía muchas cosas. Sabía que sus amigos estaban en apuros, que Kreesor estaba a punto de resucitar a Gelfin, que el nuevo aprendiz de mago había sido el culpable de que la Hermandad estuviera enterada de cada uno de sus movimientos.
Un plan a medio formar se desplegó en su mente mientras su pequeño cuerpo saltaba la cerca de una granja y se acercaba a una cuadrilla de ponis. Montó al más pequeño de todos, se agarró con fuerza a su cuello y lo espoleó.
—Vamos, amiguito —le dijo al oído—. Tenemos que llegar cuanto antes a Isla Neblina.
El espantoso cuerpo sin vida del brujo Gelfin yacía recompuesto sobre la mesa del laboratorio. Los conjuros de Kreesor habían convertido las cenizas en algo sólido que sólo esperaba el toque final.
—¿Cómo va esa poción, Xivirín?
—Casi a punto, gran Kreesor.
Kreesor contemplaba emocionado el cuerpo del brujo. Aquella cabeza grisácea había albergado la mente mágica más brillante de todos los tiempos, y dentro de muy poco estaría a su servicio. Había sido informado del intento de sabotaje que habían sufrido esa noche, pero todo estaba bajo control. El tal Steamboat había sido convertido en una ridícula estatua, Melquíades estaba fuera de combate y el gregoch vagaría eternamente por los pasadizos de su laberinto mágico sin encontrar jamás los huevos ni la salida. Además —aunque esto aún no lo sabía—, los cuatro magos hirsutos, aburridos y desplazados, se habían topado con la terrorífica bestia en que se había convertido Imi y la habían transformado en una gárgola.
Lo único que se interponía entre él y sus planes era la maldita poción.
—¡Xivirín!
—Va, gran Kreesor, va.
Kreesor refunfuñó y pasó la mano por la ganchuda nariz de Gelfin.
—Paciencia, maestro. En pocos minutos estaremos juntos para siempre.
El poni no había recorrido ni veinte kilómetros cuando Rob se dio cuenta de que nunca llegaría a tiempo. Port Varese estaba demasiado lejos. El ritual debía de estar a punto de completarse y lo más probable era que cuando alcanzara la isla se encontrara con sus amigos muertos y una nueva alianza formada por el brujo Gelfin y los magos hirsutos.
Detuvo el poni al salir de un bosquecillo y hallar una encrucijada donde un cartel indicaba varios destinos. Si seguía hacia el Oeste llegaría al Río Nudoso y en tres o cuatro jornadas entraría en Port Varese. Luego tendría que coger una barca, remar hasta Isla Neblina y burlar la vigilancia de los tuétanos. Sencillamente imposible. También podía ir al Norte, hacia Leuret Nogara, y pedir consejo al Sabio Silvestre. A su viejo tutor seguro que se le ocurriría algo, aunque por muy sabio que fuera no era capaz de hacer milagros. Y allí lo que hacía falta era uno.
Entonces lo supo. Fue como si las nubes se retiraran de pronto sobre su cabeza, dejando en el cielo un agujero claro y luminoso. ¡Un milagro! ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
—Al Noroeste, caballito —ordenó al poni mientras sentía un hormigueo en las entrañas. Era consciente de que la decisión que acababa de tomar resultaba tan peligrosa o más que la que había descartado.
—La poción está lista, gran Kreesor.
El mago se acercó a su aprendiz y cogió uno de los tres tubos de líquido verde. Xivirín pudo ver que sus manos peludas temblaban de excitación.