Fabuland (30 page)

Read Fabuland Online

Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Fabuland
7.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

—General Bígaro —dijo uno de ellos—. ¿Es este hombre alumno tuyo?

—No, no lo es.

—Estupendo —sonrió el mago Anfus mientras de sus dedos comenzaba a brotar un hechizo—. No sabes la alegría que me das.

Hubo un rayo de energía azul que hizo desaparecer el atizador. Otro desnudó completamente a Steamboat. El tercero le chamuscó el pelo. El cuarto tiñó todo su cuerpo de color verde claro. Y un quinto rayo convirtió a Julius Steamboat en una estatua de piedra: la estatua de un hombre desarmado, desnudo, calvo y verde.

Luego los magos volvieron al laboratorio entre siniestras risitas.

Naj hubiera jurado que apenas se había movido de la entrada al laberinto, pero lo cierto era que se encontraba perdido. Había intentado retroceder por donde había venido, pero por alguna extraña razón el camino no parecía el mismo. Había cambiado, o esa impresión le daba.

Tenía miedo y estaba furioso. Furioso con Haba y Steamboat, pero sobre todo con Rob. Podía perdonarle que hubiera decidido abandonarle, pero no que hubiera sido tan desconsiderado como para llevarse a Oguba con él. Sin la cerda, encontrar los huevos áureos en aquel dédalo de pasillos era imposible. A la luz de los lumis decidió que lo único que le quedaba por hacer era seguir avanzando. Tal vez por casualidad encontrara los huevos. Entonces podría pedirle un par de deseos al Amo y Señor y aún le sobrarían nueve.

Sabía que había muchas posibilidades de que acabara sus días en el laberinto. Aunque Haba y Steamboat lograran detener a Kreesor, no conseguirían que el mago confesara el camino hasta los huevos, por lo que él, Naj el gregoch, pasaría a decorar con sus huesos aquel sórdido lugar para el resto de la eternidad. Empezó a contemplar ese panorama como algo positivo. En treinta días podría reencarnarse en otro ser fabuloso y comenzar de nuevo. Perdería sus conocimientos, sus puntos, su experiencia… pero también perdería de vista para siempre aquel maldito lazo rojo. Claro que con el sombrero de explorador del lemming Animoso no se le veía… Odió una vez más a Rob y dobló la siguiente esquina.

Capítulo 25

Lo bueno de que a Kevin no le cayera bien Mick era que al novio de su madre tampoco le caía bien él. Así no tenían que dirigirse la palabra y todo era mucho más cómodo. De hecho Mick ni siquiera le miraba, y si lo hacía, él no se daba cuenta, ya que el tipo no se quitaba las gafas de sol ni para dormir. Parecía llevarlas implantadas sobre la nariz.

Además de antipático y macarra, Mick era un tacaño. Sólo así se explicaba que les hubiera llevado a comer al sitio más cutre de todo Chicago, un antro de comida rápida situado en la planta más alta de un centro comercial, justo encima de una tienda de ropa vaquera. Mick había accedido de mala gana a quedarse un día más en la ciudad gracias a la persuasión de Sally, pero a condición de que Kevin durmiera solo en una habitación aparte. Una cosa era que fuese un tacaño y otra muy distinta que fuera a consentir que un mocoso se metiera a dormir con él y su chica.

Eso sin duda facilitaba los planes de Kevin para esa noche.

—¿Qué tal, cariño? ¿Están ricos los fideítos?

Kevin reprimió una mueca de asco y asintió con la cabeza mientras intentaba tragar aquella masa de pasta reseca y compacta.

—Así me gusta, mi vida. Que te alimentes bien, que ahora tenemos que ir a ver tus peces.

Ése era el precio que tenía que pagar por sus mentiras. Después de engullir aquella bazofia (los fideos estaban almidonados, el brócoli era de goma y los granos de arroz parecían de arena) tuvo que ir con su madre al Shedd Aquarium y hacer el paripé de observar a las ballenas beluga mientras fingía tomar notas. La buena noticia fue que Mick no los acompañó.

«Un par de horas más», se dijo Kevin para darse ánimos mientras las blancas ballenas nadaban girando sobre sí mismas. Luego, en el hotel, sería libre para continuar con sus pesquisas.

—¿Ves?, no era tan difícil —chinchaba su madre en el trayecto de vuelta en autobús—. No cuesta nada llevar a un hijo al acuario. Desde luego tu padre cómo es. Si no fuera por Mick, tú estarías mejor conmigo, hijo. Y no digo que Mick sea malo, ¿eh?, que a mami la trata muy bien. Es sólo que es muy suyo y no quiere compromisos de hijos. Tal vez algún día. Mami aún es joven y todavía puede darte un hermanito. ¿Qué te parecería?

Por suerte no hallaron mucho tráfico y en pocos minutos llegaron al hotel, donde Kevin se dirigió a su habitación.

—¿No vas a cenar?

—Estoy muy cansado del viaje —respondió simulando un bostezo—. Creo que me voy directamente a dormir. Sally le puso una mano en la frente.

—¿Estás malito?

Error. No hay nada peor que una madre preocupada… por muy despreocupada que hubiera sido todos esos años.

—No, no. Estoy bien. Tengo que descansar un poco y organizar mi trabajo de las ballenas. Te veré por la mañana. Dile a Mick que muchas gracias por todo.

—Se lo diré, cariño. Descansa, mi niño. Si necesitas algo estamos en la habitación de al lado.

«No me lo recuerdes», pensó mientras entraba en la estancia y dedicaba unos momentos a disfrutar de su soledad. No era un hotel muy lujoso (claro, lo había elegido Mick), pero al menos estaba limpio. Por curiosidad abrió los cajones, pero sólo encontró una Biblia. Se tumbó en la cama y tuvo tentaciones de encender la tele, pero no lo hizo. Había otras cosas que requerían su atención.

Apagó las luces, salió al pasillo y pasó de puntillas por delante de la habitación de Mick y su madre. Al cabo de un momento estaba en el ascensor, rumbo a la planta baja.

«¿Qué estás haciendo?», le preguntaba a su imagen en el espejo. Pero ésta se limitó a devolverle la pregunta.

Una vez abajo evitó pasar por delante del mostrador de recepción, donde un conserje contemplaba atentamente un monitor, enganchado sin duda a algún pasatiempo on line. Kevin se preguntó fugazmente si seria Fabuland. Junto a él vio un expositor lleno de folletos y planos de la ciudad. Cogió uno y se dirigió decidido a la salida. La noche en forma de viejas farolas le dio la bienvenida. El hotel estaba en la periferia de la ciudad, lejos de la luminosidad del centro. Un ambiente poco recomendable para un muchacho de quince años. Kevin se armó de valor y echó a andar hacia un taxi detenido a pocos metros de la puerta del hotel. El taxista fumaba un cigarrillo mientras leía un periódico a la luz de la pequeña bombilla situada junto al retrovisor.

—¿Adónde? —preguntó cuando notó que alguien abría la puerta trasera y entraba en el coche.

—¿Conoce el Mystery Train?

El taxista dejó el periódico en el asiento de al lado y miró a su pasajero por el espejo.

—¿No eres muy joven para eso?

—Mis padres están allí. He quedado en reunirme con ellos.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintiuno —mintió Kevin.

—¿Estás seguro? En el Mystery Train no aceptan menores solos.

—Le digo que mis padres están allí. Me esperarán fuera, supongo.

El taxista no estaba muy convencido, así que Kevin sacó de la cartera otro billete «para emergencias» y se lo enseñó.

—¿Intentas sobornarme? ¿Crees que los taxistas somos personas corruptas y sin moral?

—Al menos uno sí lo es —murmuró Kevin pensando en el padre de Paola Mabroidis—. No intento sobornarle. Es sólo una propina. Acepta propinas, ¿no?

El Mystery Train era un local situado en la zona baja de Chicago. El taxista insistió en quedarse hasta ver que Kevin se reunía con sus padres.

De todos los taxistas de Chicago le había tocado uno más paternal que su padre. Que ya era decir.

Se apeó y fue hacia el portero del local, un hombretón negro de cabeza pelada vestido con americana azul y corbata. Los cristales tintados ocultaban la visión del interior, desde donde se filtraba el sonido de guitarra, bajo y armónica y una voz quebrada que cantaba «Got my mojo working».

—¿Puedo ayudarte, jovencito? —preguntó el portero, dirigiendo después una mirada al taxi parado.

—Vengo a ver a Niki Mabroidis.

—La actuación ha empezado ya. Y de todos modos no puedo dejarte entrar. Este sitio es para adultos.

—No vengo a ver la actuación. Quiero hablar con Niki.

Eso desconcertó al portero. Por su expresión quedó claro lo que estaba pensando. Aquel muchacho de rostro pálido y flequillo anaranjado no parecía la clase de persona que tendría tratos con Niki Mabroidis.

—Escucha. No sé en qué líos andas metido, pero yo de ti movería el trasero hasta ese taxi y volvería a casa. Aún estás a tiempo de no convertirte en un delincuente juvenil.

—Yo no quiero ser un delincuente juvenil. Necesito hablar con Niki. Eso es todo.

—¿Eso es todo? Por mi parte eso es todo también, renacuajo. Vete a ese taxi o te mandaré yo hasta allí de una patada en el culo. ¿Te ha quedado claro?

Kevin regresó al taxi y le dijo al taxista que le pagaría cien dólares más si esperaban allí hasta que terminara la actuación.

—Pero ¿qué te has pensado? —dijo el taxista, indignado—. Esto no es una de esas series de detectives que veis los jóvenes en la televisión por cable —al pobre nadie le había explicado que los jóvenes de ahora no están interesados en series de detectives sino de forenses y asesinos en serie—. Quédate tu dinero. Ahora mismo te llevo de vuelta al hotel.

Kevin estuvo a punto de saltar del taxi, pero la idea de pasar una hora solo en aquella zona de la ciudad no le atraía lo más mínimo. Tampoco pensaba que el portero del Mystery Train fuera una compañía recomendable, así que se recostó contra el asiento trasero y asumió su fracaso. El taxista encendió el contacto y metió la primera mientras empezaba a pisar el acelerador.

—¡Espere!

Por la ventanilla, Kevin había visto a alguien dirigirse a la puerta del local. Lanzó el billete de cien dólares al conductor, abrió la puerta y se bajó.

Tanto el portero como el recién llegado lo miraron con asombro.

—Hola de nuevo —saludó Kevin—. Llegué antes que tú.

El portero dirigió una mirada de asombro al hombre.

—¿Conoces a este crío, Josh?

El vecino de Nicolás Mabroidis estaba más sorprendido que el portero, pero logró sonreír.

—¿Qué haces tú aquí?

—Lo mismo que tú. He venido a ver el show.

—Te he dicho que es sólo para adultos —dijo el portero con impaciencia.

El vecino alzó la mano.

—Déjalo, Bud. Va conmigo. Asumo la responsabilidad.

—Está bien —resopló el otro—. Pero nada de alcohol, que me la cargo.

Kevin sonrió al hombre y a su buena suerte y entró en el local con él. Parecía una estación de ferrocarril reconvertida en club. Del ennegrecido techo colgaban varios sacos de carbón encima de las mesas ocupadas por un público mayoritariamente negro, aunque en una de ellas dos corpulentas rubias parecían disfrutar de lo lindo siguiendo el ritmo de la música con voluptuosos movimientos. Kevin y Josh ocuparon una mesa vacía a medio camino entre la puerta y el escenario. Sobre éste, un cuarteto formado por guitarra, bajo, saxofonista y batería hacían bailar a los asistentes con una marchosa versión de «On the lookout».

—Creía que el blues era una música triste y aburrida —comentó Kevin.

—Suele ser triste, pero en absoluto aburrida. Es puro sentimiento —se acercó la camarera. Josh pidió una cerveza para él y una Coca-Cola para Kevin—. Bueno, ¿vas a contarme qué haces aquí?

—He venido a hablar con Niki —Kevin se fijó en el hombre que tocaba el bajo. Tenía la tez oscura, aunque no tanto como el resto de la banda, y sus rasgos delataban su ascendencia mediterránea—. Necesito que me ayude a salvar a Paola.

—Estás loco. El huyó. Obviamente, no tiene el menor interés en salvar a su hermana.

—Me basta con hablar con él un momento. Es posible que no sepa lo que ella está sufriendo.

—Lo sabe, ya te lo dije. Pero le da igual.

—No me lo creo —replicó Kevin, que seguía mirando al bajista. Acariciando las cuerdas de ese modo, con una amplia sonrisa que no desaparecía de su rostro, no parecía la persona insensible que Josh le describía—. ¿Y tú qué haces aquí?

—Hacía tiempo que no venía, y nuestro encuentro de esta mañana me ha despertado el gusanillo. No tenía planes para esta noche, así que aquí estoy.

—Ya.

Disfrutaron de la bebida y de la música durante cuarenta y cinco minutos más. Luego la banda se despidió y las luces se encendieron.

—No tienes que acompañarme sí no quieres —dijo Kevin poniéndose de pie.

—¿Bromeas? No pensaba hacerlo. Una cosa es que me guste el blues y este sitio, y otra que quiera tener más contacto con los Mabroidis que el necesario. Te deseo toda la suerte del mundo, pero yo me largo.

A Kevin le sorprendió la respuesta de Josh, pero la encontró razonable. El había emprendido aquel viaje solo, y solo es como debía llevar a cabo su misión. Ignorando a la gente que se acercaba a la barra para pedir otra consumición y a los que se dirigían a la salida, se despidió de Josh con un gesto y caminó hacia la puerta por la que habían salido los músicos tras la actuación. Sin que nadie se diera cuenta, la abrió y se coló dentro.

Kreesor había cambiado de opinión. En cuanto los cuatro magos hirsutos salieron del laboratorio, lanzó un hechizo mental que selló la puerta. Ahora nadie podría entrar. Se bastaba a sí mismo para completar el ritual sin interrupciones. Nada más volver a activar la urna, Melquíades deshizo el hechizo y Kreesor lo volvió a activar. Viendo que aquello no funcionaba, el aprendiz lanzó un hechizo reductor a su maestro, pero antes de empequeñecer del todo, Kreesor recuperó su tamaño.

—¿No te das cuenta de la inutilidad de tus esfuerzos? Cada vez que lanzas un hechizo te debilitas. Cuanto más me ataques, mejor para mí. Parece mentira que fuera yo quien te enseñó todo lo que sabes.

A pesar de la larga siesta, Melquíades empezaba a notar los efectos del cansancio. Si se paraba a recuperarse, Kreesor aprovechaba para avanzar en la resurrección de Gelfin. Si efectuaba algún conjuro, los resultados eran provisionales porque al instante Kreesor lo deshacía y continuaba adelante. Era inútil competir con su maestro a través de la magia. Debía cambiar de estrategia.

Melquíades se acercó a la mesa hasta que tuvo la urna al alcance de la mano, pero Kreesor había previsto su movimiento y lo alcanzó con un rayo desplazante que lo transportó a la otra punta del laboratorio, junto a los estantes de pócimas.

Other books

Mother’s Ruin by Kitty Neale
Invasion by Julian Stockwin
Sweet Reward by Christy Reece
A Catered Thanksgiving by Isis Crawford