Pasó el día; al anochecer, Igraine empezó a sentir miedo. ¿Estarían los sajones a las puertas de la ciudad? ¿Se habrían vuelto a pelear Uther y Gorlois? ¿Habría muerto uno de ellos? Casi le alegró ver a Gorlois cuando abrió de golpe la puerta de la habitación; llegaba ojeroso y distante, con los dientes apretados como si sintiera un gran dolor, pero sus palabras fueron breves e inflexibles.
—Partiremos al anochecer. ¿Podrás mantenerte en la silla o he de ordenar que uno de mis hombres te lleve a la grupa? No tenemos tiempo para viajar al paso de una mujer.
Igraine quería hacerle mil preguntas, pero no quiso darle la satisfacción de manifestar interés.
—Mientras tú puedas montar, esposo, yo podré mantenerme en la silla.
—Cuida de hacerlo, pues no tendrás tiempo para cambiar de idea. Ponte la capa más abrigada; por la noche hará frío y se está cerrando la niebla.
Igraine se recogió el pelo en un moño y se echó una capa gruesa sobre el traje de montar. Gorlois la izó sobre la montura. En la calle se apiñaban los soldados con largas lanzas. Él habló en voz baja con uno de sus capitanes antes de montar; les seguían diez o doce jinetes. Gorlois cogió las riendas de Igraine, diciendo con un colérico gesto de cabeza:
—Vamos.
Insegura del rumbo, siguió en silencio a Gorlois en el anochecer. En algún lugar se veía el fuego recortarse contra el cielo, pero ignoraba si sería la fogata de la guardia, una casa en llamas o, simplemente, la lumbre en la que cocinaban los buhoneros que acampaban en el mercado. La densa niebla les dificultaba el camino; pasado un rato se oyó el crujir del cabrestante con que se manejaban las pesadas balsas de la barcaza sobre la que cruzarían el río.
Uno de los soldados de Gorlois desmontó para guiar a bordo el caballo de Igraine; Gorlois iba a su lado. Algunos de los hombres vadearon el río con los animales. Debía de ser muy tarde: a esas alturas del año la claridad se prolongaba mucho y cabalgar por la noche era casi inaudito. De pronto se oyó un grito en la orilla:
—¡Se marchan! ¡Se marchan! Primero Lot y, ahora, el señor de Cornualles. ¡Estamos desprotegidos!
—¡Todos los soldados abandonan la ciudad! ¿Qué haremos cuando los sajones desembarquen en la costa sur?
—¡Cobardes! —gritó alguien desde la costa. La barcaza, con un gran crujido, empezó a alejarse—. ¡Cobardes! ¡Huís cuando el país está en llamas!
Una piedra salió zumbando de la oscuridad y golpeó a uno de los hombres de armas en el peto de cuero; cuando profirió un juramento, Gorlois lo acalló con una palabra seca. Desde la costa siguieron insultándolos y les arrojaron varias piedras más, pero pronto estuvieron fuera de su alcance. Al habituarse los ojos a la oscuridad, Igraine vio que su marido estaba pálido y firme como una estatua de mármol. No le dirigió la palabra en toda la noche, aunque continuaron hasta el amanecer. Y cuando la aurora se alzó tras ellos, enrojeciendo el horizonte, se detuvieron para dar un breve descanso a los hombres y a las cabalgaduras. Gorlois tendió una capa para que Igraine se acostara un rato y le llevó pan, queso y una taza de vino, pero sin hablarle. Después de un corto descanso volvió a llevar los caballos. Iba a subirla a la montura cuando ella se rebeló.
—¡No daré un paso más si no me dices adonde vamos y por qué! —Mantenía la voz baja para no avergonzarlo ante sus hombres, pero se enfrentaba a él sin temor—. ¿Por qué nos escabullimos de Londínium como ladrones en la noche? Si no me dices qué está pasando tendrás que atarme a la grupa de mi caballo para llevarme a Cornualles, e iré gritando todo el camino.
—¿Crees que lo haría si no fuera necesario? —replicó él—. No trates de irritarme, pues por ti he renunciado a toda una vida de honor y juramentos respetados.
—¿Cómo osas culparme? —le espetó Igraine—. No lo hiciste por mí, sino por tus celos demenciales. Soy inocente de cualquier pecado que tu sucia mente me atribuya…
—¡Silencio, mujer! También Uther juró que eras inocente de todo mal. Pero eres mujer y supongo que le hiciste algún encantamiento. Me presenté ante Uther con la esperanza de resolver esta disputa, ¿y qué crees que me hizo ese maldito lascivo? ¡Me exigió que me divorciara para entregarte a él!
Igraine lo miró con los ojos muy abiertos.
—Si tan mal piensas de mí, si soy adúltera y bruja, ¿por qué no te regocijaste ante la perspectiva de librarte tan fácilmente de mi carga?
En su interior crecía una ira diferente: incluso Uther creía que podía darla o tomarla sin su consentimiento. ¿Acaso era un caballo para vender en la feria de primavera? Una parte de su ser se estremecía de secreto placer: Uther la deseaba tanto que estaba dispuesto a pelearse con Gorlois y a distanciar a sus aliados por una mujer. Pero la otra parte se enfurecía: ¿por qué no le había pedido que abandonara a Gorlois para unirse a él por propia voluntad?
Pero su esposo se había tomado la pregunta en serio.
—Me juraste que no eras adúltera. Y ningún cristiano puede repudiar a su esposa, salvo por adulterio.
Entre la impaciencia y una súbita contrición, Igraine guardó silencio. No podía estarle agradecida, pero al menos había escuchado sus palabras. No obstante, era sobre todo por orgullo pues, aun cuando se hubiera creído traicionado, no habría dejado que sus soldados vieran que su joven esposa prefería a otro hombre. Tal vez habría llegado a perdonar el adulterio para ocultar que no podía conservar la fidelidad de una muchacha.
—Gorlois… —dijo.
Pero él la acalló con un gesto.
—Ya es suficiente. No tengo paciencia para cambiar muchas palabras contigo. Una vez que estemos en Tintagel podrás olvidar esta tontería. En cuanto al Pendragón, tendrá mucho que hacer en las costas sajonas. No te haré más reproches; dentro de uno o dos años tendrás un hijo varón para que distraiga tu mente del hombre que ha despertado tus fantasías.
En silencio, Igraine se dejó subir a la montura. Cuando comenzaba a aceptar que su unión con Uther era voluntad de los dioses, se alejaba de Londínium con Gorlois, con la alianza deshecha y su marido obviamente decidido a que Uther no volviera a verla. En verdad, con una guerra en las costas sajonas, el rey no tendría tiempo para viajar a Tintagel; y aunque lo hiciera, no tenía modo de entrar en aquel castillo.
Nunca volvería a verlo. Todos los planes de Merlín habían fracasado. Seguiría atada a un anciano al que, ahora lo estaba segura, odiaba, aunque hasta aquel momento no se había permitido saberlo. Más tarde tendría la sensación de haber llorado durante todo el largo viaje por los páramos y valles de Cornualles.
La segunda noche levantaron las tiendas para descansar debidamente. Ella recibió de buen grado la comida caliente y la oportunidad de dormir bajo techo, aun sabiendo que ya no podría evitar el lecho de Gorlois. No podía gritar ni forcejear, rodeados de soldados como estaban. Era su esposa desde hacía cuatro años y nadie creería que se trataba de una violación. No tendría fuerzas para resistirse ni quería perder su dignidad en una sórdida lucha. Apretando los dientes, decidió permitirle hacer lo que quisiera, aunque lamentaba no conocer alguno de los encantamientos con que se protegían las doncellas de la Diosa, que entre las hogueras de Beltane sólo concebían cuando así lo deseaban. Le parecía muy amargo que él engendrara al hijo deseado humillándola de ese modo.
Merlín lo había dicho: «No darás ningún hijo varón a Gorlois.» Pero ya no confiaba en esas profecías, puesto que todos sus planes habían fracasado. ¡Viejo taimado y cruel! La había utilizado como solían los hombres con sus hijas desde la llegada de los romanos: como peones que tenían que casarse según el deseo de los padres, como si fueran yeguas o cabras. Llorando en silencio, se preparó para acostarse, resignada y sin creerse capaz siquiera de ahuyentarlo con palabras coléricas; por su actitud era obvio que estaba dispuesto a borrarle el recuerdo de cualquier otro hombre imponiéndose de la única manera que podía.
Sus familiares manos sobre ella, el rostro sobre el suyo en la oscuridad, eran como los de un extraño.
Pero cuando la atrajo hacia sí fue incapaz de continuar; aunque la manoseó desesperadamente tratando de excitarse, no lo consiguió. Por fin la soltó con un susurro furioso:
—¡Maldita bruja! ¿Has echado algún hechizo sobre mi virilidad?
—No —respondió con desprecio—, aunque si conociera tales encantamientos lo habría hecho con gusto, mi fuerte y gallardo esposo. ¿Esperas que llore porque no puedes poseerme por la fuerza? ¡Inténtalo y me reiré en tus barbas!
Él levantó el puño apretado.
—Golpéame, sí —dijo Igraine—. No será la primera vez. Quizás así te sientas tan hombre que tu lanza se yerga para la acción.
Con un juramento furioso, él le volvió la espalda y tornó a acostarse. Pero Igraine permaneció despierta y temblorosa, sabiendo que había logrado la venganza.
Durante todo el viaje a Cornualles, Gorlois fue incapaz de tocarla, por mucho que se esforzara, e Igraine comenzó a preguntarse si en verdad, sin que ella lo supiera, su justa ira no habría arrojado algún encantamiento sobre la virilidad de su marido. De cualquier modo supo, con la intuición segura de las sacerdotisas, que él nunca podría volver a yacer con ella como esposo.
C
ornualles parecía, más que nunca, el fin del mundo. En aquellos primeros días, cuando Gorlois la hubo dejado allí con sus guardias, que ahora eran fríos y callados con ella, Igraine se descubrió dudando que Tintagel siguiera existiendo en el mundo real; quizá, como Avalón, sólo existía en el reino de las brumas y las hadas, sin relación con el mundo que había visitado en su única y breve aventura por el exterior.
Pese a lo breve de su ausencia, Morgana parecía haber crecido; ya no era un bebé, sino una niña seria y callada que cuestionaba incesantemente cuanto veía. También Morgause había crecido; su cuerpo se redondeaba y su rostro infantil se iba definiendo en pómulos altos y pestañas largas. Le encantaron los regalos que Igraine le llevó y correteaba como un cachorro juguetón en torno de su hermana. También con Gorlois parloteaba con entusiasmo, dirigiéndole miradas de soslayo y tratando de sentarse en su regazo como si fuera una criatura. Igraine notó que su marido se mantenía serio y la apartaba de sí; pero sonreía al acariciarle la cabellera roja y le pellizcaba la mejilla.
—Ya estás muy crecida para esas tonterías, Morgause —la regañó Igraine—. Da las gracias al señor de Cornualles y lleva esos regalos a tu habitación. Y guarda las sedas, pues no las usarás hasta que hayas crecido. ¡No se te ocurra hacerte aquí la gran señora!
Morgause recogió los hermosos presentes y se fue llorando, en tanto Gorlois la seguía con la mirada. Más tarde Igraine los vio juntos en el salón; la muchacha apoyaba confiadamente la cabeza en el hombro de su cuñado. Igraine se enfureció, no tanto por la chica como por él. Cuando entró se separaron con aire inquieto y, tras salir Gorlois, Igraine miró a su hermana con ojos implacables, hasta hacerla bajar los ojos con una risita intranquila.
—¿Por qué me miras así, Igraine? ¿Temes que Gorlois me quiera más que a ti?
—Gorlois era demasiado viejo para mí, y aún lo es más para ti. Cree que contigo podría recuperarme tal como me conoció: demasiado joven para decirle que no o para mirar a otro hombre. Ya no soy una muchacha dócil, sino una mujer con ideas propias. Tal vez crea que sería más fácil tratar contigo.
—Entonces —replicó Morgause con insolencia—, tendrías que procurar tener satisfecho a tu esposo en vez de quejarte si otras hacen por él lo que tú no puedes.
Igraine levantó la mano para abofetearla, pero se contuvo haciendo un gran esfuerzo.
—¿Crees que me importa con quién se acueste Gorlois? No dudo que haya tenido relación con muchas prostitutas, pero preferiría que mi hermana no se contara entre ellas. Si te odiara, te entregaría a él de buena gana. Pero eres demasiado joven, como lo era yo. Y Gorlois es cristiano; si te deja embarazada no tendrá más alternativa que casarte a toda prisa con cualquiera de sus hombres que acepte mercancía usada. Estos romanos no son como nuestros hombres, Morgause. Entre nosotros la virginidad no tiene mucha importancia; una mujer de probada fertilidad, embarazada de un niño sano, es una esposa muy deseable. Pero entre los cristianos no es así: te considerarán deshonrada; el hombre que acepte casarse contigo te hará sufrir toda la vida por no haber sido quien engendró a tu hijo. ¿Es eso lo que deseas, Morgause, cuando podrías casarte con un rey? ¿Te ofrecerías de ese modo sólo por fastidiarme?
La joven palideció.
—No tenía idea… —susurró—. Oh, no, no quiero deshonrarme, Igraine. Perdóname.
Su hermana le entregó el espejo de plata y el collar de ámbar. Morgause se quedó mirándola.
—¡Pero si te los regaló Gorlois!
—He jurado no volver a usarlos en mi vida —dijo ella—. Son tuyos, para ese rey que Merlín vio en tu futuro, hermana. Pero tienes que conservarte virgen hasta que él venga por ti.
—No temas —aseguró Morgause, sonriendo otra vez.
Igraine se alegró de haber despertado su ambición con el recuerdo de lo que dijo Merlín. La muchacha era fría y calculadora; no se dejaría desviar de un objetivo por emociones o impulsos. Al observarla, lamentó no haber nacido también sin capacidad de amar.
Ojalá pudiera contentarme con Gorlois… o buscar fríamente como lo haría Morgause, la manera de librarme de él para ser la reina de Uther.» Gorlois pasó en Tintagel sólo cuatro días y dejó allí diez o doce caballeros. Antes de partir la mandó llamar.
—Aquí estaréis a salvo, tú y la niña —dijo secamente—.
Voy a reunir a los hombres de Cornualles para luchar contra los invasores irlandeses o contra los del norte… o contra Uther, si quisiera venir a apoderarse de lo que no le pertenece, sea mujer o castillo.
Igraine no dijo nada. Él se alejó con sus hombres. Ahora podría poner su casa en orden, recuperar la antigua intimidad con su hija y componer la maltrecha amistad con su hermana.
Pero el recuerdo de Uther la acompañaba siempre, por muy atareada que se mantuviera con las tareas domésticas. Ni siquiera era el verdadero Uther el que la perseguía, el hombre impulsivo y un poco infantil, algo torpe y desmañado. Aquel Uther, el Pendragón, el gran rey, la asustaba un poco, como la había asustado Gorlois al principio. Cuando pensaba en Uther, en el hombre, imaginaba sus besos y volvía a experimentar la dulzura que conoció en el sueño; pero otras veces se sentía atrapada por el mismo miedo, frío y seco, que había notado la mañana siguiente a su boda.