—Qué aburrido es no salir… ¡Sólo ayer, en el mercado, caí en la cuenta de lo harta que estoy de esta casa!
—Podrías llevarte a Morgana y pasar el día fuera, con las pastoras —sugirió Igraine—. Supongo que a ella también le gustaría salir.
Les preparó unos trozos de pan y de carne; para Morgana aquello era una fiesta. Ahora sólo tenía que encontrar el modo de evitar al padre Columba; aunque no se le acercaba, respetando su voluntad, sus ojos la seguían a todas partes. Pero a media mañana, mientras tejía en su telar, el sacerdote se le acercó diciendo:
—Señora…
Ella no levantó la mirada.
—Os indiqué que os mantuvierais a distancia, cura. Podéis quejaros de mí a Gorlois cuando vuelva, si así lo deseáis, pero no me dirijáis la palabra.
—Uno de los hombres de Gorlois se ha herido al caer de los acantilados. Sus compañeros creen que va a morir y me han pedido que vaya a verlo. No tenéis nada que temer; estaréis bien custodiada.
—Id y que el diablo os lleve para que no vuelva a veros —dijo, volviéndole la espalda.
—Si tenéis la osadía de maldecirme, mujer…
—¿Por qué malgastar saliva en una maldición? Lo mismo podría desearos que Dios os reciba en vuestro paraíso, y ojalá él disfrute más que yo de vuestra compañía.
En cuanto se fue, Igraine comprendió por qué había sentido la necesidad de deshacerse del cura. A su modo, también era un iniciado en los misterios, aunque no fueran los mismos; no tardaría en reconocer y desaprobar lo que tenía pensado. Fue al cuarto de Morgause en busca del espejo de plata. Luego bajó a las cocinas para indicar a las criadas que encendieran el fuego en su dormitorio. La miraron con sorpresa, pues no hacía frío, pero Igraine repitió la orden como si fuera lo más normal del mundo. Luego se proveyó de algunas cosas: sal y un poco de aceite, pan, vino y queso; las mujeres pensarían que todo era para la comida.
Salió al jardín en busca de flores de espliego y logró encontrar algunos escaramujos. También cortó unas cuantas ramas de enebro y un trocito de avellano. Ya en su cuarto otra vez, echó el cerrojo y se despojó de toda la ropa. Nunca había hecho aquello y estaba segura de que Viviana no lo aprobaría, pues quienes no dominan el arte de la hechicería pueden crearse problemas al practicarla. Pero con todo aquello podría conjurar la videncia, aun cuando no la tuviera.
Arrojó el enebro al fuego y, al elevarse el humo, se ató la rama de avellano a la frente. Luego depositó los escaramujos y el espliego ante el fuego y se untó los senos con sal y aceite; después mordió el pan y bebió un sorbo de vino. Finalmente, temblando, puso el espejo donde reflejara la luz de las llamas y vertió en la superficie de plata un poco de agua de lluvia, susurrando:
—Por las cosas comunes y las que no lo son, por el agua y la sal, el aceite y el vino, por las frutas y las flores, te pido Diosa, que me permitas ver a mi hermana Viviana.
La superficie del agua se agitó lentamente. Una súbita corriente de aire estremeció a Igraine; por un momento se preguntó si el hechizo fracasaría, si su magia era también blasfemia. La cara borrosa que se formaba en el espejo era la suya, pero fue cambiando poco a poco y se convirtió en el sobrecogedor rostro de la Diosa, con las bayas de serbal ciñéndole la frente.
Y entonces según se aclaraba y cobraba firmeza, Igraine vio.
No fue, como esperaba, un rostro vivo y parlante, sino una habitación que conocía bien. En otros tiempos había sido la alcoba de su madre, en Avalón. Allí había mujeres vestidas con la túnica oscura de las sacerdotisas. Al principio buscó en vano a su hermana, pues las mujeres entraban y salían y en la habitación reinaba la confusión. Por fin vio a Viviana; parecía exhausta, enferma y demacrada; caminaba de un lado a otro, apoyada en el brazo de una sacerdotisa. Igraine se horrorizó al comprender lo que veía: Viviana, con su túnica clara de lana sin teñir, tenía el vientre hinchado por el embarazo y el rostro contraído por el sufrimiento. Caminaba y caminaba, tal como las parteras habían hecho caminar a Igraine. cuando estaba a punto de dar a luz a Morgana…
«¡No, no! Oh, madre Ceridwen, diosa bendita, no… Nuestra madre murió así, pero Viviana estaba segura de haber dejado atrás la edad fértil… Y ahora va a morir. A su edad no puede sobrevivir a un parto. ¿Por qué no tomó alguna pócima para librarse de la criatura? Éste es el fin de todos sus planes. Y yo también he destrozado mi vida por un sueño…»
Inmediatamente Igraine se avergonzó por pensar en su angustia cuando Viviana se enfrentaba a un alumbramiento que difícilmente podría superar. Horrorizada, sollozando de miedo, no pudo siquiera apartar la vista del espejo. Y de pronto Viviana levantó la cabeza; en sus ojos turbios, ojerosos y angustiados, asomó la ternura. Fue como si hablara directamente a la mente de su hermana:
«Pequeña…, hermana…, Grainné…»
Igraine habría querido gritarle su dolor y su miedo, pero en esos momentos no podía cargarla con sus penas. Vertió todo su corazón en un solo clamor:
«Te escucho, madre mía, hermana mía, sacerdotisa y diosa.»
«No pierdas las esperanzas, Igraine, no desesperes. Todos nuestros sufrimientos tienen sentido. Lo he visto. No desesperes…»
Y por un momento, con un escalofrío. Igraine sintió en su mejilla un roce ligero, como el más leve de los besos, y un susurro:
«Hermana…»
Luego, con la cara contraída de dolor, Viviana cayó en brazos de la sacerdotisa, como desmayada, y una brisa agitó el agua del espejo. Igraine vio su rostro, borroso por el llanto, y se estremeció. Cogió una prenda cualquiera para abrigarse y arrojó el espejo embrujado al fuego. Luego se lanzó de bruces en la cama y lloró hasta no poder más.
Por fin, cuando ya no pudo derramar otra lágrima, se levantó para lavarse la cara con agua fría. Viviana estaba agonizando; quizá ya había muerto. Pero con sus últimas palabras le había recomendado no perder la esperanza. Se vistió y se colgó al cuello la piedra lunar que ella le había regalado. Y entonces, en una leve conmoción del aire, Uther apareció ante ella.
Esta vez no era él en persona, sino una visión. Ningún ser humano, mucho menos Uther Pendragón, habría podido entrar en su custodiada alcoba sin que algún soldado se lo impidiera. Se cubría con una gruesa manta escocesa, pero tenía en los brazos las serpientes que le había visto al soñar con la Atlántida. Sólo que ya no eran ajorcas de oro, sino serpientes vivas que alzaban la cabeza, siseando. Aun así no la asustaron.
—Amada mía —dijo. Y aunque era su misma voz, el cuarto permaneció silencioso; a través del susurro creyó oír el crepitar de las ramas de enebro—. Vendré por ti el día que señala la mitad del invierno. Lo juro: vendré por ti, a pesar de todos los obstáculos. Espérame ese día.
Un momento después estaba sola en el cuarto, con el sol dentro, el reflejo del mar fuera y en el patio, abajo, las voces risueñas de Morgause y su hija.
Igraine respiró hondo y bebió con calma el resto del vino. Así, en ayunas, le subió a la cabeza, provocándole una especie de aturdido regocijo. Luego bajó a paso lento para esperar la noticia que no tardaría en llegar.
L
o primero que sucedió fue que Gorlois volvió.
Debido a los nervios de aquella visión momentánea (y asustada, pues nunca había pensado que Viviana pudiera morir), Igraine esperaba otra cosa: algún mágico mensaje de Uther o la noticia de que Gorlois había muerto, dejándola en libertad. La aparición de su marido, cubierto de polvo, hambriento y ceñudo, parecía calculada para inducirla a pensar que su visión era sólo un engaño que ella misma había creado o una alucinación enviada por el Maligno.
«Bueno, en ese caso tiene su parte positiva, pues si mi visión fue ilusoria, significa que mi hermana está viva.» Así que recibió serenamente a Gorlois con comida, un baño, ropa limpia y palabras cordiales, absteniéndose de interrogarlo. También llevó a Morgana a su presencia para que le hiciera una reverencia y luego la envió a la cama.
Gorlois, con un suspiro, apartó su plato.
—Está muy guapa, pero es como un duende, como las gentes de las colinas huecas. ¿De dónde le viene esa sangre? En mi familia no hay nadie así.
—Pero mi madre era de la estirpe antigua —dijo Igraine—. Y también Viviana. Creo que su padre debió de ser del pueblo de las hadas.
Su marido se estremeció.
—Ni siquiera sabes quién la engendró. Si algo bueno hicieron los romanos fue terminar con esa gente de las colinas huecas, con sus círculos encantados y esas pócimas que lo envían a uno al infierno. El diablo los creó para perdición de los cristianos. ¡Creo que matarlos es obra de Dios!
Igraine pensó en las hierbas y los preparados con que las mujeres del pueblo de las hadas curaban aún a sus conquistadores; en los dardos envenenados que derribaban presas imposibles; en su madre y en el desconocido padre de Viviana. Gorlois, como los romanos, ¿quería terminar con todas aquellas gentes sencillas en nombre de su Dios?
—Bueno —dijo—, supongo que es la voluntad de Dios.
—Sería conveniente educar a Morgana en un convento, para que jamás la contamine el gran mal que ha heredado de tu sangre antigua —reflexionó su marido—. Ya nos ocuparemos de eso, cuando tenga la edad suficiente. Un santo hombre me dijo una vez que las mujeres llevan la sangre de su madre desde los tiempos de Eva, mientras que el varón hereda la sangre de su padre, así como Cristo fue hecho a imagen de Dios. Por eso, Igraine, si tenemos un hijo varón no habrá peligro de que en él asome la sangre del maligno pueblo de las colinas.
Un acceso de ira recorrió a Igraine, pero había decidido no irritarlo.
—Eso también será como tu Dios quiera. —Pues sabía, aunque él lo hubiera olvidado, que no podría volver a tocarla como el hombre toca a la mujer. Poco importaba ya lo que dijera o hiciera—. Dime, esposo, ¿qué te trae tan inesperadamente a casa?
—Uther, por supuesto. Ha habido una gran ceremonia de coronación en la isla del Dragón, que está próxima al Glastonbury de los sacerdotes; no sé como éstos permanecen allí, siendo un lugar pagano donde se rinde homenaje al astado de los bosques, a las serpientes erectas y demás estupideces indignas de un país cristiano. Leodegranz, el rey del país del Estío, me apoya y se ha negado a pactar con Uther, pero todavía no está dispuesto a hacerle la guerra; no está bien que peleemos entre nosotros mientras los sajones se reúnen en las costas del este. Si este verano vinieran los escoceses nos veríamos entre la espada y la pared. Y ahora Uther ha presentado un ultimátum: tengo que poner a mis hombres bajo su mando, de lo contrario vendrá personalmente a imponérmelo. Por eso estoy aquí. Si fuera preciso, podríamos defender indefinidamente Tintagel, pero he advertido a Uther que, si pone un pie en Cornualles, presentaré batalla. Leodegranz ha pactado una tregua hasta que los sajones lleguen a estas costas, pero no es mi caso.
—Por Dios, es una locura —adujo Igraine—. Leodegranz tiene razón: los sajones no podrían resistir contra todos los hombres de Britania unidos. Pero si peleáis entre vosotros os atacarán reino por reino, y así no pasará mucho tiempo sin que toda Britania sirva a los dioses caballo.
Gorlois apartó sus platos.
—No se puede pretender que una mujer entienda las cuestiones de honor, Igraine. Ven al lecho.
Estaba convencida de que ya no le importaba lo que él quisiera hacerle, pero no había previsto que Gorlois luchara tan desesperadamente por su orgullo. Acabó por golpearla otra vez, entre maldiciones.
—¡Has usado tu magia contra mi virilidad, maldita bruja!
Cuando él cayó en un sueño de agotamiento, Igraine siguió despierta, llorando calladamente a su lado, con la cara amoratada y palpitante. ¿Conque ése era el premio a su mansedumbre, el mismo que había recibido por sus palabras hirientes? Ahora su odio estaba justificado; en cierto modo, era un alivio no sentirse culpable por detestarlo. De pronto deseó ardientemente que Uther lo matara.
Gorlois partió al rayar el día con todos sus hombres, dejando apenas a cinco o seis para defender Tintagel. Por lo que se dijo en el salón antes de la partida, esperaba tender una emboscada al ejército de Uther cuando bajara de los páramos al valle. Privaría a Britania de su gran rey, dejando a la tierra desnuda como una mujer para que fuera violada por las hordas sajonas, sólo porque no era lo bastante hombre con su esposa y temía que Uther lo fuera.
Tras su partida los días pasaron con penosa lentitud, lluviosos y callados. Llegaron las primeras heladas; la nieve cubrió los páramos. Ella deseaba tener noticias; se sentía como un hurón atrapado en la madriguera invernal.
Uther había dicho que iría el día de mitad del invierno… pero Igraine comenzaba a preguntarse si no habría sido sólo un sueño. Al sucederse los días del otoño, oscuros y fríos, empezó a dudar de la visión. Y de nada serviría tratar de repetirla; se le había enseñado que la magia no tenía que convertirse en unas muletas, pues se corría el peligro de no atreverse a dar un solo paso sin buscar la guía de lo sobrenatural.
«Nunca he podido confiar en mí misma», pensó con amargura. Cuando niña, había buscado la orientación de Viviana; en cuanto fue mujer, la casaron con Gorlois.
Ahora, ante la oportunidad de comenzar a pensar por sí sola, se volvió hacia su interior. Enseñaba a su hija a manejar la rueca y a Morgause a tejer en el telar; administraba con prudencia la reserva de alimentos, pues el invierno amenazaba ser más largo y frió que de costumbre, y escuchaba ávidamente las más ínfimas noticias que le llegaban a través de los pastores o los viajeros. Pero éstos eran pocos, pues el invierno se cernía ya sobre Tintagel.
Pasado Samhain, llegó al castillo una buhonera, envuelta en harapos y chales desgarrados, fatigada y con llagas en los pies. No estaba muy limpia, pero Igraine le dio un lugar junto al fuego y una escudilla de estofado de cabra, le vendó los pies y le compró dos agujas. Después, considerando que se lo había ganado, preguntó a la mujer si había noticias del norte.
—Soldados, señora —dijo la anciana, suspirando—. Y los sajones también se están congregando en los caminos del norte. Y una batalla… y Uther, con los sajones al norte y el duque de Cornualles que va contra él desde el sur. Guerra en todas partes, hasta en la isla Sagrada.
—¿Vienes de la isla Sagrada? —inquirió Igraine.
—Sí, señora. Me sorprendió la noche en aquellos lagos y me perdí en la bruma. Los curas me dieron pan seco y quisieron que oyera misa y me confesara, pero ¿qué pecados tiene una vieja como yo? Todos han quedado atrás, olvidados y perdonados, y ya no los lamento —dijo con una risa cascada—. Los viejos y los pobres tenemos pocas oportunidades de pecar, como no sea dudando de la bondad divina. Y como dentro de la iglesia hacía más frío que fuera, me adentré en la niebla. Luego vi una barca y de algún modo llegué a la isla Sagrada, donde las mujeres de la Dama me dieron comida y lumbre, como vos… Je, je, je…