Experta en magia (6 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: Experta en magia
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En la sala contigua se produjo una súbita conmoción. Luego entró el rubio y alto Uther, con un par de perros sujetos por unas enredadas correas. Se detuvo en la puerta para desenmarañarlas pacientemente y, después de entregárselas a su criado, entró.

—Os pasáis la mañana molestándonos, Uther —dijo Lot rencoroso—. Primero, al cura durante la Santa Misa; y ahora, al rey.

¿Os he molestado, señor? Os suplico perdón —dijo Uther sonriente.

El rey alargó la mano sonriendo también, como ante el hijo favorito.

—Se te perdona, Uther; pero haz que se lleven esos perros, por favor. Ven a sentarte, muchacho.

Ambrosio se levantó con dificultad. Igraine notó que el recién llegado lo abrazaba con delicadeza y deferencia. «Realmente ama al rey —pensó—, no es sólo ambición.»

Gorlois se disponía a cederle su puesto, pero el rey le indicó que no se moviera. Uther estiró sus largas piernas por encima del banco y se sentó junto a Igraine, que apartó sus faldas al verlo tambalearse. «¡Qué torpe es! Como un cachorro grande y amistoso.» Se sirvió pan y pescado; luego ofreció a la joven una cucharada de miel, que ella rehusó cortésmente.

—No me gustan los dulces —dijo.

—No los necesitáis, señora.

Igraine notó que su mirada estaba otra vez fija en su pecho. ¿Acaso nunca había visto una piedra lunar? ¿O contemplaba la curva de sus senos?

Era alto y rubio, su piel se mantenía firme, sin arrugas. El olor de su transpiración era limpio y fresco como el de un niño. Sin embargo, ya no era tan joven; el pelo claro comenzaba a ralear. Ella sintió un extraño desasosiego, algo que no había experimentado antes; su muslo estaba junto al suyo en el banco y era muy consciente de esta circunstancia, como si fuera una parte separada de su cuerpo. Con la mirada gacha, dio un pequeño mordisco al pan con mantequilla mientras escuchaba a su esposo, que discutía con Lot lo que sucedería si la guerra llegaba al oeste.

—Los sajones son luchadores, sí —intervino Uther—, pero combaten de manera más o menos civilizada. En cambio, los del norte están locos; se lanzan al combate desnudos y gritando. Es importante adiestrar a las tropas para que resistan sin aterrorizarse.

—En eso las legiones romanas nos llevaban ventaja —comentó Gorlois—, pues no eran campesinos reclutados para luchar, sino soldados vocacionales, bien disciplinados. Lo que necesitamos son legiones. Tal vez si recurriéramos al emperador…

—El emperador ya tiene suficientes problemas —dijo Ambrosio, sonriendo levemente—. Si queremos legiones para Britania, Uther, tendremos que adiestrarlas nosotros mismos.

—Imposible —aseguró Lot—. Nuestros hombres combatirán para defender sus hogares y por lealtad a los jefes de su clan, pero no por un gran rey o emperador. Me cuesta persuadir a mis hombres para que me sigan al sur; si aquí no hay sajones, dicen con parte de razón, ¿por qué tenemos que combatirlos allí?

—¿No comprenden que si los detenemos ahora, quizá nunca lleguen a su tierra? —dijo Uther, acalorado.

Lot alzó una mano riendo.

—¡Calma, Uther! Yo lo sé; son mis hombres los que lo ignoran.

Gorlois apuntó con voz ronca:

—Tal vez convendría reponer las guarniciones en la gran muralla del norte, a fin de defender tus tierras de los sajones, Lot.

—No podemos desperdiciar tropas para eso —objetó Uther, impaciente—. ¡No podemos prescindir de ningún soldado adiestrado! Tal vez tengamos que permitir que los pueblos aliados defiendan las costas sajonas, mientras nosotros presentamos resistencia en el país del Estío. De ese modo, no podrán durante el invierno saquear nuestros campamentos, como hicieron hace tres años, pues no conocen el camino que rodea las islas.

Igraine escuchaba con atención; como hija del país del Estío, sabía que durante el invierno los mares inundaban la tierra. Lo que en verano era transitable, aunque pantanoso, en invierno se trocaba en lagos y mares interiores. Incluso a un ejército invasor le costaría adentrarse por allí, como no fuera durante la canícula.

—Es lo que me dijo Merlín —manifestó Ambrosio—, y nos ha ofrecido un lugar para acampar allí nuestros ejércitos.

Uriens adujo con voz ronca:

—No me gusta abandonar las costas sajonas a las tropas aliadas. Los sajones, sajones son; sólo respetan un juramento mientras les conviene. Creo que nuestra peor equivocación fue el pacto de Constantino con Vortigern…

—No —dijo el rey—. Constantino dio tierras a Vortigern y sus sajones combatieron para defenderlas, porque son agricultores.

—Pero ahora son tantos que exigen más tierras —dijo Uriens—. Y si no se las damos, amenazan con venir a cogerlas. Por si no bastara pelear contra los sajones de ultramar, ahora tenemos que combatir con los que trajo Constantino.

—Basta —pidió Ambrosio alzando una mano huesuda—. No puedo remediar los errores de quienes murieron antes de mi nacimiento.

—Me parece —dijo Lot— que lo mejor sería expulsar a los sajones de nuestros reinos y luego fortificarnos para impedir que vuelvan.

—No creo que sea posible —advirtió el rey—. Algunos viven aquí desde los tiempos de sus abuelos y no abandonarán el suelo que les pertenece por derecho. Tampoco debemos violar el tratado. Si peleamos entre nosotros dentro de Britania, ¿cómo tendremos fuerzas para combatir cuando nos invadan desde fuera? Además, entre los sajones aliados hay cristianos; ellos lucharán a nuestro lado contra los salvajes y sus dioses paganos.

Lot sonrió irónicamente:

—Creo que los obispos de Britania tenían razón cuando se negaron a enviar misioneros a los sajones de nuestras costas. Demasiados problemas nos causan ya en esta tierra para que soportemos también sus toscas bravatas en el cielo.

—Creo que tenéis una idea equivocada del cielo —dijo una voz familiar.

Igraine experimentó una sensación extraña y buscó con la mirada a quien había hablado. Vestía una simple túnica gris, de corte monacal. Aunque nunca habría reconocido a Merlín con ese atuendo, su voz era inconfundible.

—¿Creéis realmente que las disputas y las imperfecciones de la humanidad continuarán en el más allá, Lot?

—La verdad es que nunca he hablado con nadie que hubiera estado en el cielo, señor Merlín, y creo que vos tampoco. Pero habláis con la sabiduría de un sacerdote. ¿Acaso habéis tomado las órdenes a vuestra avanzada edad?

Merlín respondió, riendo:

—Tengo algo en común con vuestros sacerdotes: he dedicado mucho tiempo a separar las cosas humanas de las divinas. Y al terminar descubro que no hay tanta diferencia.

—¿Y por qué combatimos, pues? —preguntó Uther con una gran sonrisa, siguiendo la corriente al anciano—. Si en el Cielo se resolverán todas nuestras diferencias, ¿por qué no deponemos las armas y abrazamos a los sajones como a hermanos?

Merlín volvió a sonreír cordialmente.

—Así será cuando todos nos hayamos perfeccionado, señor Uther. Mientras tanto, hemos de cumplir nuestra parte en el juego de esta vida mortal. Pero este país necesita paz para que los hombres puedan pensar, no en la guerra, sino en el Cielo.

Uther se echó a reír.

—Poco me agrada sentarme a pensar en el Cielo, anciano. Soy guerrero, lo he sido toda mi vida y ruego que se me permita vivir batallando, como corresponde a todo hombre que no sea monje.

—Cuidaos de lo que pedís en vuestras oraciones —advirtió

Merlín, clavándole una mirada penetrante—, pues los dioses con seguridad os lo darán.

—No quiero llegar a viejo para pensar en el Cielo y en la paz —insistió Uther—. Me parece muy aburrido. Quiero guerra, saqueo y mujeres. ¡Mujeres, sí! Y los sacerdotes no aprueban nada de eso.

Gorlois dijo:

—Pues entonces no sois mucho mejor que los sajones, ¿verdad, Uther?

—Hasta vuestros sacerdotes dicen que tenemos que amar a nuestros enemigos, Gorlois. —El interpelado alargó un brazo por detrás de Igraine para dar una palmada en la espalda de su esposo—. Y yo amo a los sajones, que me dan lo que quiero de la vida. Cuando tenemos un poco de calma, como ahora, podemos disfrutar de los festines y de las mujeres. Después, de nuevo a la lucha, como corresponde a un hombre hecho y derecho.

—Podéis pensar así porque sois joven, Uther. Cuando tengáis mi edad, vos también estaréis harto de la guerra —manifestó Gorlois con seriedad.

El Pendragón rió entre dientes.

—¿Vos también estáis harto de la guerra, mi señor Ambrosio?

El rey sonrió; parecía muy fatigado.

—Poco importa, Uther, pues Dios, en su sabiduría, ha querido enviarme guerra durante todos mis días y he de cumplir su voluntad. Puede que en tiempos de nuestros hijos tengamos paz suficiente para preguntarnos por qué combatimos.

Lot de Orkney intervino, con su voz suave y equívoca:

—Vaya, nos hemos puesto filosóficos, el señor Merlín, mi rey; incluso vos, Uther, os metéis en filosofías. Pero seguimos sin decidir qué haremos con los salvajes que nos atacan desde el este y el oeste, y con los sajones de nuestras costas. Ya sabemos que no habrá ayuda de Roma; si queremos legiones, tenemos que adiestrarlas. Y creo que necesitamos también a un César propio.

Un hombre al que Igraine había oído llamar Héctor intervino:

—Los cesares gobernaron bien Britania en nuestros tiempos, pero ya vemos cuál es el peor defecto de los imperios: cuando hay problemas en su territorio de origen, retiran las legiones y nos dejan en manos de los bárbaros. Magno Máximo…

—Él no era emperador —corrigió Ambrosio, sonriendo—. Marchó con sus legiones hacia Roma porque deseaba que se le proclamara, pero sus ambiciones quedaron en nada, salvo algunas bonitas leyendas. En vuestras colinas galesas, Uther, ¿no se habla aún de Magno el grande, que volverá con su gran espada, a la cabeza de sus legiones, para rescatarnos de los invasores?

—En efecto —rió Uther—. Le achacan la antigua leyenda del rey que fue y el rey que volverá, para salvar a su pueblo en el peor momento.

—Tal vez sea eso lo que necesitamos —propuso Héctor, sombrío—: un rey de leyenda.

Merlín habló serenamente.

—Vuestro sacerdote diría que el único rey que fue y será es Cristo Celestial.

El otro rió con aspereza.

—Cristo no puede conducirnos a la batalla. Sin intención de blasfemar, mi señor, los soldados tampoco seguirían el estandarte de un Príncipe de la paz.

—Quizá tendríamos que buscar a un rey que les haga pensar en las leyendas —insinuó Uther.

En el salón se hizo el silencio. Igraine, que oía por primera vez las discusiones de los hombres, pudo leer en sus pensamientos lo que todos percibían en la pausa: la seguridad de que el monarca allí sentado no llegaría al verano. ¿Cuál de ellos ocuparía su alto sitial el año próximo?

Ambrosio apoyó la cabeza en el respaldo. Fue la señal para que Lot dijera, con su celo acostumbrado:

—Estáis fatigado, señor; os hemos cansado. Permitid que llame a vuestro chambelán.

El rey le sonrió con suavidad.

—Pronto tendré mucho descanso, primo.

Pero hasta el esfuerzo de hablar fue excesivo. Lanzando un suspiro largo y trémulo, permitió que Lot le ayudara a levantarse. Los hombres se dividieron en grupos para discutir en voz baja.

El hombre llamado Héctor se acercó a Gorlois.

—El señor de Orkney no pierde oportunidad de fortalecer su posición fingiendo solicitud hacia el rey.

—Lot no quiere que Ambrosio pueda expresar sus preferencias, que muchos respetarían. Yo entre ellos, Héctor.

—¿Cómo no? Ambrosio no tiene hijos varones ni puede nombrar un heredero, pero sabe que tiene que guiarnos con su deseo. Uther no me satisface, tiene demasiadas ganas de vestir la púrpura de los cesares, pero aun así es mejor que Lot. Si se tratara de elegir entre dos males…

Gorlois asintió lentamente.

—Nuestros hombres seguirán a Uther. Pero las Tribus no querrán a nadie tan romanizado. Obedecerían a Orkney.

—Lot no tiene madera de gran rey —aseguró Héctor—. Es preferible perder el apoyo de las Tribus que el de todo el país. Lo dividiría en facciones enfrentadas para ser el único que contara con la confianza de todos. —Escupió—. Ese hombre es una víbora.

—Pero sabe persuadir. Tiene talento, valor e imaginación.

—También Uther. Y es el preferido de Ambrosio.

Gorlois apretó los dientes.

—Cierto, cierto. El honor me obliga a cumplir su voluntad. Pero preferiría que hubiera elegido a un hombre cuya moral estuviera a la altura de su valor. No confío en Uther, pero… —negó con la cabeza, mirando a Igraine—. Pequeña, esto no puede interesarte en absoluto. Haré que mi escudero te escolte hasta casa.

Ella se dejó conducir sin protestas. Tenía mucho en que pensar. Los ojos de Uther, fijos en ella, llenaban sus pensamientos. ¡Cuánto la había mirado! No, a ella no: a la piedra lunar. ¿Acaso Merlín la había encantado?

«¿Debo hacer la voluntad de Merlín y de Viviana? ¿Debo entregarme a Uther sin resistencia, como antes a Gorlois?» La idea le disgustaba. Sin embargo… aún sentía el contacto de Uther en la mano, la intensidad de sus ojos grises.

Al llegar a su alojamiento guardó la piedra en la limosnera que llevaba atada a la cintura y se sentó a hilar. «Qué tontería —pensó—; no creo en esas viejas leyendas de encantamientos y filtros de amor.» Ya era una mujer de diecinueve años y tenía esposo; hasta era posible que estuviera gestando el hijo varón que él deseaba. Y si tuviera el capricho de comportarse lascivamente, había hombres más atractivos que aquel gran patán, desaliñado como los sajones y con modales de norteño.

¿Sería posible que lo eligieran gran rey?

Igraine dejó caer el huso en el regazo, pensando en la profecía de Viviana: que el hijo engendrado en ella por Uther salvaría el país, imponiendo la paz entre los pueblos en guerra. Por lo que había oído aquella mañana en la mesa del rey, estaba convencida de que tal monarca sería difícil de hallar.

Recogió el huso, exasperada. No era posible esperar a que un niño aún no concebido llegara a la edad adulta. Lo necesitaban ahora, Merlín estaba obsesionado por las antiguas leyendas. Era absurdo pensar que un hijo de Uther podía ser otro Magno el grande.

Más tarde, aquel mismo día, oyó doblar una campana y, al poco rato, entró Gorlois, triste y desalentado.

—Acaba de morir Ambrosio —dijo—. La campana dobla por él.

Igraine, al ver el dolor en su rostro, intentó consolarle.

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