Kate miró los puestos del mercado, las coronillas de los turistas, los gorros de esquiar, los sombreros de fieltro verde, blancos tan fáciles que daban ganas de reír.
¿Y qué si los Maclean eran asesinos a sueldo? ¿Qué tenía que ver ella con eso? No era su trabajo, no era su problema. No iban a matarla a ella ni a Dexter. Así pues, ¿qué le importaba? Nada.
Y si habían ido a Luxemburgo a matar a alguien, ¿a quién sería?
Y ellos ¿quiénes eran? Desde luego, de la mafia no; era imposible que Julia, por lo menos, perteneciera al crimen organizado. Tampoco eran militantes proislamistas. Tenían que ser agentes estadounidenses de alguna clase. Quizá trabajaban para la Compañía, o para la Fuerzas Especiales del Ejército. ¿Operaciones encubiertas de los marines? ¿Para un contratista privado? ¿Acaso estaban en Europa en una misión secreta del Ministerio de Exteriores estadounidense? ¿Para asesinar a alguien llegado a Luxemburgo para esconder dinero sucio? ¿Un oligarca ucraniano, un general somalí, un contrabandista serbio?
¿Y a ella qué le importaba lo que se hiciera con el dinero sucio?
¿O tal vez se trataba de la muerte de alguien más relacionado con intereses estadounidenses? ¿Un diplomático norcoreano? ¿Un delegado iraní? ¿Un presidente de gobierno de un país latino marxista-leninista?
¿O eran simplemente mercenarios contratados para una misión privada, una deuda de sangre, una intriga corporativa? ¿A un director general? ¿Al presidente de un banco? ¿A un banquero privado que había malversado la fortuna de un multimillonario furioso?
O tal vez era algo mucho más enrevesado. Quizá iban a asesinar a un estadounidense —¿al secretario del Tesoro?, ¿al de Estado?— para después cargarle el mochuelo a los cubanos, los venezolanos o los palestinos, fabricando así la excusa perfecta para armar alboroto, para tomar represalias, para invadir.
Eran muchas las personas que podían ser asesinadas y por multitud de razones.
Allí, a varios metros de altura sobre Alemania, se sentía como Charles Whitman en su plataforma de observación, decidiendo quién sería la siguiente víctima de su rifle.
Incluso a pesar de las innumerables equivocaciones cometidas, se había sentido bien allí fuera, en la ventana de Bill; se había sentido en el lugar que le correspondía, y que no era la cafetería de un club de tenis hablando de descuentos especiales en supermercados, sino en lo alto de una cornisa sin red de seguridad. Cada vez estaba más convencida de que nunca sería feliz siendo una madre a tiempo completo. Si es que algo así era posible.
—Vamos —le dijo a su familia, deseosa de continuar, de controlar aquello que todavía podía. Dexter estaba sacando fotografías a los niños, que tiritaban, encogidos para protegerse del frío, con el rostro enrojecido y moqueando—. Hace un frío horroroso.
—Nos vemos en el hotel a las seis.
—De acuerdo —dijo Dexter devolviéndole el beso a Kate pero sin mirarla apenas. Fue más bien un fruncir los labios en vez de un beso. Estaba sentado en un alféizar de la planta baja del museo de Ciencias.
Kate sabía que ahora tenía cuatro horas de libertad. Algunas de las mamás en Luxemburgo se referían a esta situación con la expresión «Me han soltado», como cuando se abre la puerta de la cocina al perro para que pueda ir hasta la valla que cierra el jardín. Iban juntas, en grupos de tres o cuatro mujeres sin sus maridos, a Londres, a París o a Florencia: cuarenta y ocho horas para comprar, beber y comer, en ocasiones conocer a un extraño en un bar y, escudadas en un nombre falso y en el alcohol, llevárselo a la habitación del hotel para una sesión de sexo lo más variada posible antes de que llegara el momento de darle la patada y llamar al servicio de habitaciones para pedir el desayuno. Usar y tirar.
Kate se abrió paso entre la aglomeración de la hora del almuerzo en el frío centro de Múnich, pasando entre los puestos de comida del Viktualmarket, la plaza del ayuntamiento Marienplatz y el carillón de la Rathaus y las calles peatonales con tiendas de ropa —¿quedaba alguna ciudad de Europa sin un H&M o un Zara?— y hasta la elegante Maximillianstrasse, que salía del teatro de la Ópera, como hacen todas las calles elegantes, y que estaba poblada de abrigos y sombreros de piel, automóviles gigantes aparcados junto a las aceras con chóferes uniformados al volante, boutiques atendidas por jóvenes políglotas capaces de decir
seda
y
piel
en inglés, ruso y francés, repartiendo pequeñas bolsas de marcas reconocibles.
Entró en el elegante vestíbulo del hotel y encontró un teléfono público; insertó monedas y marcó el número que había cogido del despacho de Bill, primero 325, prefijo de país; suponía que se trataba de un número de Luxemburgo.
El trozo de papel que había robado estaba en blanco pero lucía la huella de lo que se había escrito en la página anterior, que se podía recuperar fácilmente aplicando suavemente la parte lateral de la punta de un lápiz.
Estaba en lo cierto.
—Hola —contestó una mujer en inglés estadounidense—. Soy Jane. —Acento del medio oeste, ligeramente familiar aunque Kate no lograba reconocer la voz—. ¿Hola?
No quería arriesgarse a que aquella mujer la identificara.
—¿Hola?
Kate colgó el teléfono. De modo que Bill llamaba a una mujer americana llamada Jane que vivía en Luxemburgo; Kate estaba convencida de que aquello era algo sexual. Una impresión reforzada por encontrarse allí sola, en aquel hotel sexi y lujoso que le hacía pensar en la posibilidad de coger el ascensor, subir y abrir una puerta a…
Claro que no sería con Bill. Ahora, más que nunca, sabía que era peligroso. Era un criminal o un policía o quizá, como mucha gente que había conocido, ambas cosas. Era guapo, sexi y encantador. También valiente, y escondía un arma debajo de la cama en la que se acostaba con mujeres que no eran la suya. Mujeres como Kate, tal vez.
Dejó el hotel, caminó deprisa hasta una parada de taxis y se subió a uno.
—Alte Pinakothek,
danke
—dijo. Miró por todas las ventanas para asegurarse de que nadie la seguía, pero incluso cuando lo hubo hecho, le pidió al conductor que parara en Ludwigstrasse.
—Falta medio kilómetro para el museo.
—No importa —dijo Kate—. Quiero caminar.
Calle arriba, la estación de metro de la universidad bullía con las luces y el movimiento de los bares, las tiendas y los restaurantes que siempre rodean las estaciones de metro. Pero las aceras cerca de Kate estaban casi sin gente. Dejó atrás los gruesos e imponentes edificios de piedra contra el viento que salía de las esquinas helándole las orejas y la nariz.
Estaba agitada, pero con la mente clara. Se sentía bien otra vez, como en aquella cornisa, el pulso acelerado, caminando deprisa por calles desconocidas, con todos los sentidos alerta y concentrada. Cuando dejó la Dirección de Operaciones para convertirse en analista en la de Inteligencia, la gente la había dado por perdida. Cuando renunció al servicio activo, al peligro. Cuando ella misma se dio por perdida y se resignó a trabajar desde un cómodo despacho.
De nuevo notó un cosquilleo; conforme se despertaban sus otros sentidos, también lo hacía la libido.
De repente, y de forma perversa, culpó a Dexter de la atracción que sentía hacia Bill. Si Dexter pasara más tiempo con ella, si le prestara más atención en algún sentido, en cualquiera, en realidad… Si dijera más veces «Gracias» o la llamara de vez en cuando para decirle algo que no fuera que iba a llegar tarde, o la follara con más frecuencia, o con más pasión o con algo más de creatividad, o si por lo menos una vez en su vida pusiera una lavadora, joder, entonces tal vez no estaría ahora caminando por esta calle fantaseando con irse a la cama con un hombre que guardaba una pistola debajo del somier.
Todo aquello eran tonterías y lo sabía. Traspasar su sentimiento de culpa a alguien inocente, buscar una excusa para enfadarse con alguien en lugar de consigo misma. Se dijo a sí misma que debía concentrarse.
Atravesó la ventosa plaza situada frente a la vieja pinacoteca sin cruzarse con nadie. Los caminos en zigzag formaban grandes ángulos de césped, geometría gigante puntuada por amplias esculturas de metal bordeadas por árboles desnudos. Conforme se acercaba al imponente edificio, el frío parecía intensificarse. Detrás de sus ventanas abovedadas parecía estar oscuro. Kate tuvo la impresión de estar dirigiéndose a un tribunal misterioso presidido por un juez omnisciente.
De camino a ver al mago de Oz. Había intentado ponerles la película a los niños, ante la insistencia de Jake. Pero ambos habían abandonado la habitación tras los primeros diez minutos, aterrorizados.
Pagó la entrada y rechazó la audioguía; además, se quedó el bolso y el abrigo. Subió las escaleras, amplias y de mármol brillante. Empezó por el principio, con la pintura holandesa y alemana prerrenacentista, que no le interesaba en especial. Después pasó a las salas grandes con paredes cubiertas por la obra de los grandes talentos: Raphael, Botticelli, Da Vinci. Como en todas partes, había una pareja de turistas japoneses concentrados en las audioguías y con cámaras en la mano.
Un hombre solo, con el abrigo de lana doblado sobre el brazo, estaba frente a una
Madonna con niño
.
El sol acariciaba el horizonte al sur de Múnich, y sus rayos se colaban por las ventanas del museo. Kate miró el reloj, eran las 3.58.
Entró en la sala situada en el centro mismo del edificio, llena a rebosar de grandes lienzos de Rubens.
La muerte de Séneca
, con el filósofo, sorprendentemente, en paños menores.
La caza del león
, brutal, salvaje. Y el mayor de todos:
El Juicio Final
, una gran masa de cuerpos amontonados y desnudos, juzgados desde el cielo por Jesucristo, que, a su vez, era juzgado por su Padre.
—¿No es increíble?
Miró al hombre de la otra sala, el que tenía el abrigo sobre el brazo, vestido con una chaqueta de
sport
, corbata y pañuelo en el bolsillo, pantalones de franela y zapatos de ante. Gafas con montura dorada y cabello plateado cuidadosamente peinado. Era alto y delgado y de edad indefinida; podría fácilmente tener entre cuarenta y cinco y sesenta años.
—Sí —dijo con los ojos fijos en el gigantesco lienzo.
—Fue encargado para un altar en Neuburg an der Donau (el Danubio para nosotros, los yanquis), en la Alta Bavaria. Pero al pueblo, es decir, a los curas, no les gustó demasiado por la cantidad de desnudos. —Hizo un gesto hacia la carne pintada—. Así que el cuadro estuvo escondido en la iglesia solo durante unas cuantas décadas, a menudo cubierto y fuera de la vista, antes de que se deshicieran de él.
—Gracias —dijo Kate—. Es muy interesante.
Miró alrededor de la sala. No había nadie más. En una de las galerías contiguas un bedel vigilaba de cerca a una familia con dos niños pequeños, de edad escolar, que desprendían el característico tufo a peligro, a amenaza para los museos, desde el punto de vista de un bedel de un museo alemán.
—De hecho, solo es un poco interesante. De cuatro, como máximo. Y eso siendo generosos. —El hombre rio—. Me alegro de verte, cariño.
—Y yo de verte a ti. Ha pasado mucho tiempo.
—¿Sigue gustándote vivir en Múnich? —preguntó Kate—. Llevas toda la vida, ¿no?
Hayden soltó otra carcajada. Era cierto que llevaba en Europa toda la vida, que para él equivalía a toda su carrera profesional. Había estado en Hungría y Polonia durante los peores años de la Guerra Fría. Aquí, en Alemania —Bonn, Berlín, Hamburgo—, durante la escalada armamentística del mandato de Reagan, el ascenso al poder de Gorbachov, el desplome de la Unión Soviética, los reajustes de la era postsoviética, la reunificación alemana. Estuvo en Bruselas durante el nacimiento de la Unión Europea, la disolución de las fronteras, la llegada del euro. De vuelta a Alemania cuando el continente comenzó a acusar el flujo de inmigración musulmana, el resurgir de los movimientos reaccionarios, la reemergencia del capitalismo… Hayden había llegado a Alemania cuando el muro de Berlín se acercaba a la mediana edad, y ya habían transcurrido dos décadas desde que cayó.
Kate había entrado en la Compañía con el muro ya caído. Latinoamérica era entonces el futuro —nuestro hemisferio, nuestras fronteras—, aunque los sandinistas habían sido derrotados y Clinton hablaba de normalizar relaciones con Fidel Castro. Entonces no había tenido la sensación de estar entrando en un libro que ya iba por el último capítulo. Más bien parecía la mitad, con el recuerdo amargo del desastre de la Contra en Irán y la amenaza abstracta del comunismo disuelta. El futuro sería concreto, lleno de acción y con resultados palpables que llevarse a casa.
Y lo había sido. Pero poco a poco, año tras año, Kate se iba convenciendo de que su trabajo —sus competencias dentro de la dirección a la que pertenecía— tenía cada vez menos sentido, algo que se intensificó el 11-S, cuando quién era el candidato favorito a alcalde de Puebla no podía haber importado menos. Aunque la CIA como institución había reconducido sus actividades a partir del 12 de septiembre, Kate, en tanto que agente de operaciones, nunca había recuperado la sensación de estar haciendo algo útil. O inútil.
Y durante todo ese tiempo Hayden había estado en el mismo sitio.
—Me encanta Múnich —dijo—. Déjame que te enseñe algunos de los cuadros «menores».
Kate le siguió hasta una habitación acogedora, una de las salas de exposiciones de la parte norte que daban a la plaza de la entrada, ahora envuelta en las sombras del crepúsculo. Hayden pasó junto a las pinturas sin detenerse y fue hasta la ventana. Kate le vio seguir con la mirada a un hombre apoyado en una farola en primer plano de la enorme plaza, fumando un cigarrillo y con la vista en las ventanas. En ellos.
—¿Qué tal en la Romantische Strasse? Seguro que a los niños les encantó ese castillo absurdo, el Neuschwanstein. ¿Cuántos años tienen?
—Cinco y cuatro.
—El tiempo vuela.
Aunque Hayden no tenía hijos, era consciente de que mucha gente, llegado cierto punto, empezaba a medir el tiempo no por los años que cumplían ellos, sino sus hijos.
Continuaba mirando por la ventana, observando al hombre de la plaza. Una mujer bajó deprisa las escaleras y el hombre dejó de reclinarse en la farola. Cuando la mujer se acercó, tiró el cigarrillo y enlazaron los brazos antes de marcharse juntos.