Hayden dejó la ventana y se acercó a una naturaleza muerta pequeña, pulcra y oscura. Una pequeña obra maestra flamenca del claroscuro.
—Los más altos del mundo son los holandeses —dijo—. Un metro ochenta y cinco de media.
—¿Para los hombres?
—Para todos. Hombres y mujeres.
—Hum… Te doy un cinco.
—¿Un cinco? ¿Eso es todo? Qué dura eres. —Se encogió de hombros—. Entonces, dime, ¿qué puedo hacer por ti?
Kate se metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta de
tweed
y sacó la fotografía, aquella en apariencia inocente instantánea tomada en el club nocturno de París. Se diría que habían pasado siglos desde entonces, cuando lo cierto es que había sido solo un mes y medio atrás.
Hayden apenas la miró antes de guardársela en el bolsillo. No quería ser visto en un museo con una fotografía en la mano.
—En la parte de atrás hay un número de teléfono.
—¿Un móvil prepago?
—Así es —contestó Kate sonrojándose con antelación por la crítica que, estaba segura, Hayden le iba a hacer. Pero este comprendió que ya se estaba castigando por haber usado el teléfono de su casa para concertar aquella cita y que no necesitaba añadir nada más.
—¿Sabes quiénes son? —preguntó Kate.
—¿Debería?
—Pensaba que tal vez eran de los nuestros.
—No.
La familia con los niños pequeños, la francesa, estaba ahora en la sala contigua. En la que había a continuación de la pintura francesa, a unos sesenta metros quizá, había otro hombre solitario de espaldas a Kate con el abrigo puesto. Incluso llevaba sombrero, de fieltro marrón. Dentro.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—Del todo.
Kate no terminaba de estar convencida, pero por el momento no había gran cosa que pudiera hacer.
—El hombre de la derecha es mi marido —dijo en voz baja, susurrando casi, pero con cuidado de no susurrar. Los susurros llaman la atención—. El de la izquierda se hace llamar Bill Maclean, un agente de divisas de Chicago que ahora vive en Luxemburgo.
Echaron a caminar de nuevo atravesando otra sala bien iluminada, sus pisadas resonando en la inmensa estancia bajo la mirada de santos y mártires y ángeles.
—¿Y no lo es?
Hayden se acercó a otro cuadro de Rubens,
La caída de los condenados
.
Kate levantó la vista hacia el lienzo, horrores y más horrores.
—Se supone que la mujer es su esposa, Julia. Algo más joven que Bill. Decoradora de Chicago.
Hayden se detuvo a contemplar
El sacrificio de Isaac
. Abraham se dispone a matar a su único hijo mientras con una mano le cubre por completo los ojos, para ocultarle su inminente destino. Pero un ángel ha llegado justo a tiempo para sujetar la muñeca del anciano. Este suelta el cuchillo, que permanece en el aire. Todavía amenazadora, un arma en caída libre. Un cuchillo fuera de control.
—¿Quieres contarme lo que piensas? —preguntó Hayden.
Los ojos de Kate continuaban fijos en el Rembrandt inmenso, en la variedad de emociones que expresaba el semblante de Abraham, horror y dolor, pero también alivio.
—Esta gente no es quien dice ser —dijo—. Esos no son sus verdaderos nombres. Y no tienen esas profesiones.
Volvió la vista del cuadro a Hayden y por el rabillo del ojo atisbó brevemente al otro hombre mientras cruzaba una puerta, un perfil fugaz, insuficiente para reconocerlo…
—¿Entonces? —preguntó Hayden—. ¿Quiénes son? ¿Cuál es tu teoría? ¿Qué es lo que buscan?
—Creo —contestó Kate en la voz más baja posible— que van a asesinar a alguien.
Hayden arqueó las cejas.
—Ya sé que suena poco verosímil.
—¿Pero?
—Pero viven justo enfrente del palacio real, un piso franco con acceso a muchas áreas sin protección. Y la seguridad es penosa. El palacio tiene toda la infraestructura necesaria para ser un lugar seguro, excepto la seguridad. Si estás buscando el lugar perfecto para asesinar a alguien, es ese. Si tu objetivo es acabar con alguien importante (un presidente, un primer ministro), no encontrarás un lugar mejor.
—¿Y no podría ser una mera coincidencia?
—Por supuesto. Es un apartamento muy agradable. Pero tienen armas, al menos una.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque he visto la pistola.
—Yo también tengo una pistola. Y tú también, seguramente. Y ninguno de los dos tenemos intención de asesinar a nadie.
Kate le miró con cara de «haz el favor de no tomarme el pelo».
—¿O sí?
—Venga ya. Sabes lo que quiero decir.
—De acuerdo —admitió Hayden—. Reconozco que lo del arma es sospechoso, pero existen miles de razones por las que alguien puede tener un arma…
—¿Un americano en Europa?
—… Y asesinar a alguien es solo una de ellas.
—Sí, pero pocas de esas razones pueden ser buenas.
Hayden se encogió de hombros y arrugó la cara en una expresión que dejaba entrever que tenía una opinión pero no estaba dispuesto a compartirla.
—¿Y qué me dices de los nombres falsos?
—Por favor, ¿quién no tiene un nombre falso?
—Pues los banqueros normales y corrientes que se van a vivir a Luxemburgo, por ejemplo. —Kate empezaba a perder la paciencia; Hayden no parecía dispuesto a admitir siquiera la posibilidad de que estas personas fueran unos asesinos—. He tenido ocasión de conocer a unos cuantos asesinos.
—Yo también.
—Y sabes que así es como operan; esto es lo que hacen.
De hecho, era exactamente lo que habían hecho cuando Kate contrató a un equipo para que liquidara a un general salvadoreño. Habían alquilado una casa en la playa frente a un lugar al que sabían que el general acudiría tarde o temprano, una villa en Barbados propiedad del principal suministrador de armas del general. Al final, el equipo tuvo que esperar casi dos meses, que pasaron bronceándose y perfeccionando su técnica de golf. Incluso aprendieron a hacer surf.
Hasta que por fin una noche la mujer sacó el cañón de su rifle por la ventana del cuarto de baño de la segunda planta y disparó desde una cómoda distancia de doscientos setenta y cinco metros —podría haber dado en el blanco desde el doble, quizá el triple de distancia— por encima de un tejado hasta el jardín pulcramente cuidado frente al mar donde el general estaba recostado en una hamaca, con una botella de cerveza marca Banks en la mano, y, de repente, un gran agujero en la cabeza. La otra mitad del equipo la esperaba con el motor en marcha, el equipaje en el maletero, un avión privado en la pista de despegue en el lado este de la isla, a treinta minutos de la recién creada escena del crimen en la bahía de Payne.
Kate vio de nuevo al hombre de la otra sala y le siguió con el rabillo del ojo.
—Y luego está lo que nos pasó en París. Nos atracaron una noche, tarde, y Bill se enfrentó a los atracadores…, su comportamiento fue…, no sé…, demasiado…
—¿Demasiado profesional?
—Sí.
—Vale, te voy a seguir la corriente. Supongamos que son asesinos. ¿Quién es su objetivo?
—Ni idea. Pero por ese palacio pasa gente importante todo el rato.
—Eso no ayuda mucho a limitar los candidatos. ¿No te parece?
Kate negó con la cabeza.
—Escucha. A ver cómo te lo explico… No me parece creíble que alguien contrate a un matrimonio de asesinos profesionales durante… ¿Cuándo empezó todo esto?
—Hace unos tres meses.
—Durante un trimestre para la posibilidad de que, algún día, puedan pegarle un tiro a, seamos sinceros, nadie. Con independencia de lo insuficiente que te parezca la seguridad del palacio, ese sistema puede reorganizarse en cualquier sitio y en cualquier momento en solo cuarenta y ocho horas.
Kate vio acercarse al hombre de la otra sala.
—Lo siento —continuó Hayden—. Admito que estos personajes parecen sospechosos, pero creo que has malinterpretado la situación. No son asesinos.
De repente, Kate fue consciente de que Hayden tenía razón. No podía creerse que hubiera perdido tanto tiempo en una teoría tan absurda; que hubiera imaginado una realidad tan contraria a los hechos. Había sido una idiota.
Pero entonces ¿qué hacían los Maclean en Luxemburgo? Kate rebuscó algo en una esquina de su memoria, una esquina oscura que trataba —casi siempre en vano— de olvidar.
—¿Te importa que te haga una pregunta?
—Dime.
—¿Por qué te importa tanto esto?
A Kate no se le ocurrió otra respuesta que no fuera la verdad, y esta no estaba dispuesta a admitirla: que tenía miedo de que fueran detrás de ella, en venganza por lo de Torres.
—Quizá deberías dejarlo estar —dijo Hayden.
Kate se volvió hacia él y vio la mirada de advertencia en sus ojos.
—¿Por qué?
—Puede que no te guste lo que descubras.
Escrutó la cara de Hayden en busca de alguna aclaración, pero este no parecía dispuesto a dársela. Y no podía pedírsela sin contarle antes por qué la necesitaba.
—Pero tengo que hacerlo.
Hayden la miró, esperando que siguiera hablando, pero Kate no despegó los labios.
—Muy bien. —Hayden se metió la mano en el bolsillo, sacó la fotografía y se la devolvió a Kate—. Lo siento, no puedo ayudarte. Estoy seguro de que lo comprendes.
Kate había esperado algo así. Hayden se había convertido en alguien importante en Europa y no podía permitirse aventurarse por callejones sin salida.
El hombre del sombrero se había cambiado de sala, ahora estaba en una contigua y seguía dándoles la espalda. Kate dio un par de pasos hacia la sala en un intento por verle la cara.
—¿Cuánto tiempo vas a estar en Múnich?
Caminaron hasta la sala siguiente, pasando junto a la joven familia y el bedel que la escoltaba. Hayden se detuvo un momento delante de un Rembrandt. Kate miró a su alrededor, pero no vio al extraño con el sombrero de fieltro por ninguna parte. Hasta que apareció en la sala contigua.
—Nos vamos pasado mañana —dijo—. Estaremos un día en Bamberg y después a casa, de vuelta a Lux.
—Una ciudad pequeña y preciosa. Os encantará Bamberg, pero…
Kate se volvió.
—¿Qué?
—En lugar de eso podríais ir a Berlín. A ver a un tipo.
El hombre de la sala contigua se estaba acercando y había adoptado una postura que hacía pensar que estaba espiando su conversación.
Kate miró a Hayden con los ojos muy abiertos e hizo un gesto con la cabeza hacia la otra habitación. Hayden comprendió y asintió. Se deslizó hasta situarse junto a la pared, pisando sin hacer ruido y tensando todo el cuerpo en un movimiento controlado y elegante. Allí de pie, completamente inmóvil, con sus ropas atildadas y cuidado peinado, Hayden parecía un hombre cualquiera de mediana edad. Pero algo en su forma de moverse, en cómo levantaba el brazo para señalar hacia un cuadro determinado, dejaba entrever algo más. Como Travolta en su estático baile de
Pulp Fiction
, con la energía agazapada justo debajo de la superficie. Ahora que había entrado en acción, Hayden tenía un aspecto singularmente ágil. Caminó sin hacer ruido hasta la sala siguiente mientras Kate entraba en la más pequeña.
No vio nada, miró a ambos lados del largo pasillo, que tenía ventanas en una de las paredes y entradas a nuevas salas de exposiciones en la otra.
Nadie.
Echó a caminar. Desde la sala siguiente vio a Hayden en la más grande y adyacente, ambos avanzando en paralelo, rastreando, pegados a la pared.
Pero no había nadie.
Kate aceleró el paso al escuchar la voz de los colegiales franceses y entonces atisbó la sombra de un abrigo pasando por una puerta. Los japoneses miraron sorprendidos a Hayden mientras este pasaba corriendo a su lado, pero el abrigo había desaparecido y Kate aceleró aún más el paso hasta llegar al final del edificio, a lo alto de las escaleras, dobló una esquina y miró hacia abajo.
Allí estaba, descendiendo los últimos peldaños de la amplia escalera, doblando la esquina, dejando ver solo el faldón de su abrigo.
Kate y Hayden corrieron escaleras abajo mientras un guardia de seguridad les gritaba —
Halt
!—, doblaron la esquina y bajaron más escaleras, de nuevo otra esquina y el vestíbulo de entrada apareció ante sus ojos obligándoles a detenerse en seco, jadeando.
La última vez que habían visto esta gigantesca sala estaba vacía. Ahora se encontraba atestada con los pasajeros de varios autobuses turísticos que habían descargado allí, cientos de personas con abrigo y sombrero, comprando entradas y haciendo cola para el guardarropa, sentados en los bancos o de pie.
Kate escrutó la multitud caminando despacio para ir cambiando de perspectiva mientras Hayden avanzaba en dirección opuesta. Bajaron las escaleras por los extremos contrarios del vestíbulo y se abrieron paso entre la multitud, compuesta por alemanes jubilados llegados de provincias, con abrigos de lana a cuadros, pantalones de fieltro y bufandas de aspecto lanudo, aliento a cerveza, risa campechana, mejillas sonrosadas y pelo fino y lacio.
A Kate le pareció ver algo en una de las esquinas de la multitud y se abrió paso nerviosa entre el denso mar de gente —perdón,
bitte
, perdón— hasta llegar a las puertas principales de cristal, desde donde vio al hombre del abrigo suelto y sombrero de fieltro marrón aproximarse a una de las esquinas de la plaza justo cuando un coche se detenía delante de él. Subió al asiento del copiloto sin volver la cara en ningún momento.
Mientras el coche se alejaba de la acera, la conductora miró un instante en dirección al museo antes de volver los ojos a Theresienstrasse. Era una mujer con grandes gafas de sol.
El automóvil se encontraba a casi cien metros y la luz era tenue, pero Kate supo con seguridad que la conductora era Julia.
—Yo creo que deberíamos ir —dijo Kate—. ¿Cuándo vamos a estar otra vez tan al este como ahora?
Hablaban mientras paseaban por el Englischer Garten a la caída de la tarde, entre un paisaje de marrones y grises, una celosía intricada e infinita de ramas desnudas que se recortaban contra un cielo plateado.
—Pero entonces ¿por qué no estaba Berlín en el itinerario previsto? —preguntó Dexter, no sin razón.
La hierba helada crujía bajo sus pies. Los niños escudriñaban el suelo en busca de bellotas, que se metían en los bolsillos en alguna clase de competición.
—No miré todos los sitios adonde podíamos ir en Alemania.