Excusas para no pensar (24 page)

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Authors: Eduardo Punset

BOOK: Excusas para no pensar
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Si una persona invierte en Bolsa, hace todo lo posible para respaldar su decisión y convencerse de que ha hecho lo correcto.

© PIERRE-PHILIPPE MARCOU / AFP / Getty Images

Predecir el mañana

Existe la tendencia a creer que las estadísticas dan información muy poco útil para la vida real porque no se interpretan correctamente. Es mucho más probable morir de una enfermedad del corazón o de cáncer que de un ataque terrorista, pero la gente come, bebe y fuma despreocupadamente y teme ser víctima del terrorismo.

Hay muchas personas que están realmente angustiadas por el futuro. Esto se puede ver en diversos ámbitos: por ejemplo, cuando dos empresas se fusionan, muchos de sus trabajadores se preguntan qué les sucederá, qué pasará con sus trabajos, e incluso acuden a los horóscopos en busca de respuestas. Es una paradoja, porque desde la ciencia se puede predecir el crecimiento de las ciudades en el futuro, cuándo sucederá un terremoto o la volatilidad del mercado de valores, y sin embargo no podemos predecir nuestras propias vidas. Las equivocaciones pronosticando afectos son un caso emblemático. Somos incapaces de calibrar el bienestar que nos producirá una persona u objeto ansiado. Hay razones genéticas que lo explican. Sobrestimamos la alegría que nos producirá la consecución de un gran amor o la compra de un coche. También tendemos a exagerar el perjuicio que nos acarreará en el futuro una desgracia personal, por dolorosa que sea. En promedio, el proceso de adaptación a la nueva situación la hará más soportable de lo que imaginábamos en el momento de ocurrir la desgracia.

En el lugar de trabajo podemos constatar muchas ocasiones en las que el aumento de sueldo de una persona no comporta la alegría esperada si otros colegas se han beneficiado de un aumento de sueldo mayor. A la gente le importa lo que gana el vecino, no sólo uno mismo. Por ello no podemos pronosticar adecuadamente el beneficio esperado. También tendemos a elevar el dintel considerado adecuado para una vida agradable tan pronto lo hayamos conseguido. A partir de entonces ya no basta el nivel anterior; de manera que el Producto Nacional puede subir ininterrumpidamente sin que aumente nuestro nivel de bienestar. Los primates sociales somos así.

John Allen Paulos, profesor de matemáticas en la Temple University de Filadelfia, confirma que siempre es más fácil hacer predicciones sobre un grupo que sobre un individuo. Si se estudian muchos objetos o personas juntas se puede llegar a unas conclusiones generales, pero lo que interesa a la gente no es eso, sino su futuro personal concreto o el de su familia. Esto es mucho más difícil de predecir porque hay variables diferentes que pueden alterarlo todo. La estadística es una ciencia muy poco útil para la vida real. Nuestra forma de comportamiento es tan abstracta y emocional que hace que la estadística no pueda decir nada de nuestros problemas individuales.

Jóvenes y mayores ante la crisis

En la historia de la evolución resulta que la manada recurre siempre a los jóvenes para liderar el grupo en tiempos de crisis. El psicólogo social Mark Van Vugt asegura que en la época de nuestros antepasados se recurría a los líderes más jóvenes en situaciones de incertidumbre, cuando había nuevos retos que afrontar, porque las generaciones más viejas no eran capaces de enfrentarse al problema.

Como es lógico, la experiencia de los años produce en los mayores la sensación de que pueden prever los acontecimientos; saben —porque se lo muestra la repetición de eventos del pasado que han tenido tiempo de vivir— que causas parecidas acarrean consecuencias sabidas. Ahora bien, una crisis, si es una crisis de verdad, es imprevisible. Los cisnes negros desconciertan porque los cisnes son blancos.

En 1973 estalló la primera gran crisis energética. Se disparó el precio del petróleo provocando una de las mayores crisis financieras de la modernidad. El Banco de España decidió que había llegado el momento de ejercer su misión objetiva de controlar la oferta monetaria; es decir, la cantidad de dinero en circulación. Por primera vez sermoneó a los banqueros conminándolos a observar distintos coeficientes: de cada cien pesetas recibidas del público entonces deberían guardar en las arcas internas un porcentaje determinado equivalente a un coeficiente de caja o liquidez.

Es mucho más probable morir de una enfermedad del corazón o de cáncer que de un ataque terrorista, pero la gente come, bebe y fuma despreocupadamente y teme ser víctima del terrorismo.

© B. Deffe / A. Riviere / Cordon Press

Se trataba de una interferencia inconcebible en el pasado. Esas medidas irritaron tanto a los banqueros de entonces —todos ellos mayores y del sexo masculino— que nos pidieron a los jóvenes recién llegados que fuéramos nosotros los que intentáramos entendernos con los directivos del Banco de España. Ocurrió así en todos los bancos, de manera que un grupo de jóvenes profesionales se encontró con la responsabilidad de modelar, con las autoridades monetarias, cómo se podría controlar la oferta monetaria sin sacar las cosas de quicio.

Como es lógico, a los mayores no les gusta lidiar con centros de poder desacostumbrados. La autoridad monetaria de entonces era un nuevo centro de poder.

¿Qué otra cosa detestamos la gente entrada en años? Atravesar el río si hay corrientes. La tendencia de la gente de edad es la de quedarse quietos parados hasta que pase la crisis. En tiempos de zozobra es mejor no moverse, dice el pensamiento heredado.

Éste es un código que no sirve en las crisis modernas; es un código de los muertos que sirvió tal vez en el pasado, pero no hoy día.

El que la manada deba recurrir al liderazgo de los jóvenes en tiempos de crisis, cederles los mayores la brújula y el diseño de la estrategia, no implica, necesariamente, prescindir de los activos que ésos conservan.

Veamos algunos de esos activos innegables. Experimentos neurológicos muy recientes están poniendo de manifiesto que con la edad mejora la comunicación entre los dos hemisferios cerebrales, que funcionan, prácticamente, como dos cerebros separados. Esta mejora en la transmisión de información entre los dos hemisferios significa, simplemente, que las personas mayores siguen disponiendo de mayor información y datos, aunque no les apetezca arremangarse y cruzar el río. Tienen también otras dotes que la edad no debilita, sino que refuerza. Les gusta contar historias. No les importa repetirlas. Y los niños no se cansan de escucharlas una y otra vez. Ahora bien, eso es muy importante en la vida moderna. El papel positivo de los abuelos en las sociedades que han triplicado su esperanza de vida e incorporado la mujer a los procesos de producción es patente e inestimable. Son los únicos que tienen tiempo suficiente para sugerir a los niños cómo expresarse, pensar, soñar, predecir e imaginar en unos momentos, precisamente, en los que la ciencia está descubriendo la singularidad y trascendencia de la tierna infancia para la vida de adulto.

Decisiones: ¿razón o corazón?

Ahora que sabemos por qué se tiende a elegir a los jóvenes en tiempos de incertidumbre, nos podemos fijar mejor en cómo se comporta la gente en tiempos de crisis. Cuando éstas duran más de lo normal nos permiten estudiar los mecanismos de decisión, ya que la gente no se comporta igual que en tiempos menos movidos.

Durante una crisis se tiende a decidir más con el corazón que con la razón. ¿Por qué?, se preguntarán. Por una razón muy sencilla. En tiempos de crisis se tiene la impresión de que ya no se dispone de todo el tiempo necesario para sopesar los factores a favor o en contra de una decisión. Hay que decidir deprisa, porque el vecino ya se ha declarado en quiebra; la Bolsa no cambia y cada vez está peor; todas las funciones a medio plazo —como reproducirse o pensar en la jubilación— se aparcan para después, para más tarde, cuando ya haya pasado la crisis. En esas condiciones, el corazón se convierte en el rey y señor de nuestros actos.

Cuando no hay tiempo para razonar, siempre ha funcionado mejor el corazón que la razón. Es más, la razón sólo interviene cuando hay tiempo para ponderar. Si oigo de repente el ruido extraño de un autobús que me puede atropellar porque no me he dado cuenta de que el semáforo estaba rojo, salvo mi vida saltando a la acera gracias a la amígdala —la gestora de mis intuiciones— y no a la razón.

La incertidumbre que caracteriza las épocas de crisis —nadie sabe, ni desde luego los gobiernos, cuándo empiezan o terminan— mengua los recursos propios; convence a la gente de que ha perdido parte del poder que tenía para saber lo que estaba haciendo.

La pérdida de poder del ego individual es una de las condiciones bien sabidas para generar ansiedad, y la ansiedad provoca más estrés. Y ya sabemos que el estrés adicional, el excesivo, confirma la pérdida de control del proyecto en el que se está inmerso. Las decisiones adoptadas en ese contorno serán menos atinadas.

Cosas que he desaprendido

Tarde o temprano tendremos que introducir la asignatura del desaprendizaje como disciplina escolar. Antes de que mis átomos se descohesionen —ésa es la definición que me dan mis amigos físicos cuando les pregunto qué se muere cuando uno se muere—, quiero legar a mis nietas las cosas que, a lo largo de toda una vida, he podido desaprender. Son mucho más importantes que las cosas que he aprendido.

La primera consiste en aceptar lisa y llanamente que muchas cuestiones, la gran mayoría, en realidad, no tienen respuesta todavía. No lo sabíamos al iniciarse la transición a la democracia. La tentación de buscar explicaciones sobrenaturales o violentas es muy grande cuando se carece de la humildad necesaria para ese desaprendizaje. La pandemia de la gripe, por ejemplo, es un caso muy ilustrativo: al no aceptar que no sabemos predecir el origen y desarrollo de las pandemias, se deriva en la búsqueda de todo tipo de explicaciones conspiratorias.

Otra cosa que he desaprendido, gracias a Dios, es que lo importante no es saber si hay vida después de la muerte, sino antes.
Is there a life before death
? —rezaba el grafiti pintarrajeado en el metro de Nueva York, que no he olvidado nunca. ¿Hay vida antes de la muerte?, se había preguntado alguien con buen tino al comienzo de la década de los sesenta. Ésa es la pregunta que los ciudadanos y los políticos deberían plantearse ahora, cuando la crisis sacude costumbres y hábitos arraigados.

Con Susana Martínez-Conde, directora del laboratorio de neurociencia visual que lleva su nombre en el Instituto Neurológico Barrow, en Phoenix, Arizona, también descubrí otra cosa que hay que desaprender. Me habían engañado cuando intentaban convencerme de que la soledad y el aislamiento son la situación ideal para innovar pensando. Si no hay acción, si no se produce movimiento —aunque sea minúsculo—, el cerebro se encoge, el hipocampo disminuye, el cuerpo se reduce. El número de neuronas se estanca con la falta de actividad. Cuando un cerebro se relaciona con otro, nace la inteligencia social, siendo, precisamente, las interrelaciones establecidas entre los dos cerebros el soporte que sustenta la complejidad necesaria para que se produzca la innovación. Que sin estudiar ni trabajar el universo sería más pequeño y la vida no habría aparecido. Y por eso pensé en los jóvenes
ninis
—que ni estudian ni trabajan.

Me había dicho a mí mismo: «Eduardo, no es posible que, con todo lo que nos está sugiriendo hoy la irrupción de la ciencia en la cultura popular, seas incapaz de ofrecer a los
ninis
algo que les sirva; en lugar del insulto o el desprecio. Algo tiene que haber, fundado científicamente, a lo que puedan agarrarse para mejorar o explicar su situación». Pues bien; ese algo me lo dio Susana Martínez-Conde, y me gustaría pasarlo tal cual a mis nietas y a los
ninis
. La frontera entre la ceguera y la visión cuando alguien mira un objeto estacionario la perfila el movimiento, la acción intensa de meandros oculares inconscientes, el impacto de lo que llaman microsacadas que se correlacionan con estructuras de actividad neural. Al contrario de nosotros, los ojos de las ranas no practican las microsacadas: las ranas no perciben una mosca solitaria pegada a la pared, a menos que se mueva. Lo mismo puede ocurrirles a algunos
ninis
a fuerza de ni moverse ni estudiar ni trabajar.

Los orígenes del desconcierto

Aunque uno no quiera dejarse llevar por la ola imperante de pesimismo, es difícil no profundizar en las causas del desamparo que envuelve hoy en día a muchas personas. Y es perfectamente posible que las causas que aducimos para explicar el origen del desconcierto no sean las verdaderas.

No se trata de que nos hayamos quedado de pronto sin dinero. Tampoco es el desdén por el impacto de la tecnología ni la vocación escasa de rentabilizar ordenadores y programas. Se dice a menudo que ni los empresarios, ni las asociaciones profesionales ni los sindicatos están a la altura de una sociedad preocupada por la innovación. Y es cierto que basta pensar en sectores concretos, como el inmobiliario o el sindical, para echar de menos impulsos centrados en la modernización del país. Pero incluso en esos sectores se han producido avances significativos y los desperfectos ocurridos tampoco están en la base de la crisis. Por último, se alude a menudo al hecho de que somos pésimos evaluadores de proyectos tanto industriales como sociales.

¿Cuáles son entonces las razones profundas de que las cosas vayan tan mal actualmente? ¿Cuáles son las causas reales y no las más comúnmente citadas? Diversos experimentos científicos han puesto de manifiesto las relaciones de causalidad, cuando no correlaciones existentes, entre dosis de esfuerzo y el éxito subsiguiente. Se ha podido comprobar incluso a nivel individual: el éxito de un deportista famoso o de un personaje famoso, un actor, un cantante o el dueño de una gran multinacional, depende, en gran parte, del esfuerzo incurrido en su propósito. Estamos moviéndonos hacia sociedades que requieren dosis mayores de innovación y esfuerzo individual de las que estábamos acostumbrados.

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