Read Excusas para no pensar Online
Authors: Eduardo Punset
Si eso pasa, las personas enamoradas arrojan índices de cortisol más elevados que los demás, reflejando así el estrés que producen los estímulos asociados a los inicios de una relación.
Como explico en mi libro
El viaje al amor
, hace falta un nivel moderado de estrés para iniciar un vínculo. El amor es un arma de doble filo. Enamorarse y ser correspondido nos hace sentir bien, eufóricos, obsesionados con el otro. Hay de qué alegrarse; lo que empezó con una sensación de placer en la mente fustigada por un estímulo exterior se ha transformado en una emoción de amor en toda la regla.
Tanto es así que, a menudo, da la impresión de que uno ha caído en un estado parecido al de las conductas obsesivas. La diferencia radica en que, en éstas, la obsesión se manifiesta en alteraciones de conducta, mientras que el enamoramiento cambia, sobre todo, el pensamiento: sólo se piensa en la persona amada.
¿Quién no se reconoce en una situación como ésta, característica del flechazo improvisado? Es algo químico y repentino, pero ya tiene todo el potencial del amor absoluto. No se debe subestimar el conocimiento inconsciente asimilado por la amígdala —el órgano cerebral rector de las emociones— durante millones de años, pero no es, obviamente, el momento adecuado para la calma. Descienden los niveles de serotonina. Surge a la vez un rechazo a dejarse arrastrar por estímulos nuevos que trastocan compromisos ya adquiridos. Sube la concentración de vasopresina, una de las dos hormonas, con la oxitocina, del amor.
Se ha sugerido que las preferencias mostradas por una pareja determinada se deben a los circuitos de la vasopresina, que, de algún modo, conectan con los circuitos de la dopamina, la hormona del placer, por lo que un organismo asociará una determinada pareja con una sensación de recompensa. Fisher dice que en el momento del enamoramiento hallamos actividad en muchas partes del cerebro, pero sobre todo en una pequeñísima zona que hay cerca de la base del cerebro, llamada área ventral tegmental, que produce la dopamina.
¿Quién gana o pierde la partida? Tiene más probabilidades de ganar aquel de los dos en la pareja que sea consciente de cabalgar en una montaña rusa y sepa esperar a que suene el silbato del final de esta vuelta para reiniciar conjuntamente el camino después de la tormenta hormonal.
La feniletilamina, producida en grandes cantidades como respuesta a la estimulación visual, activa dos regiones cerebrales diferentes, con dos efectos contrapuestos:
Núcleos mesencefálicos productores de dopamina (1), que inhiben las regiones cerebrales donde se procesan las emociones negativas y el enjuiciamiento crítico (2). Literalmente, «perdemos el juicio», y nuestro amado/a se nos aparece sin defecto alguno.
Eje hipotálamohipófisis (3), que segrega oxitocina hacia el núcleo accumbens (en la mujer) (4a) y vasopresina hacia el pálido ventral (en el hombre) (4b), cuya misión es la estimulación del circuito de recompensa (5). Nos apetece, nos sienta bien estar cerca de la persona amada.
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Cuando en una ocasión le pregunté a Helen Fisher si en el amor realmente es todo química me respondió con un sí rotundo. Me recordó que cada vez que producimos un pensamiento, tenemos una motivación o experimentamos una emoción, siempre se trata de química. Aunque esto no significa que el amor pierda su magia. Nosotros podemos conocer perfectamente la fórmula que hay detrás del amor, pero nos puede seguir embrujando como si no conociéramos sus claves secretas.
Siempre lo sospeché. Tendemos a creer que el resultado particular será mucho mejor que el promedio. En medio del desorden generalizado pensamos que las posibilidades de perder el trabajo son pocas. No se trata de que, al recordar el pasado, seamos más pesimistas que al anticipar el futuro. No es una cuestión de pasado ni de futuro; se trata de que el futuro deja más puertas a la imaginación y, sencillamente, las aprovechamos.
Lo que estamos descubriendo en los laboratorios es que nos comportamos de forma optimista, aunque la realidad esté indicando lo contrario. Somos optimistas por naturaleza, para no sumirnos en los avatares íntimos provocados por la depresión y el pesimismo.
Evolutivamente, las cosas han sido tan duras que aquellos organismos modelados por corrientes optimistas llegaban en mayor número a buen término. Para poder sobrevivir nos engañamos a nosotros mismos haciéndonos creer que el futuro será más fácil que ahora. Al esperar noticias positivas y generar con ellas imágenes mentales seductoras, desempeñamos una función adaptativa: modelamos el comportamiento presente en función del objetivo futuro.
Estoy seguro de que a mí y a muchos de mis lectores, lejos de reconfortarnos, este descubrimiento sobre el comportamiento humano nos preocupa. Se puede dar gracias al cielo de que la sobredosis de optimismo nos ayude a deambular mejor por la vida o bien, por el contrario, reventar de indignación ante la perspectiva de tanto escollo atrabiliario que sólo se puede salvar engañándonos a nosotros mismos.
Hace unos años viví de cerca tres historias de amor en un aeropuerto que me impresionaron y que tal vez nos ayuden ahora a calibrar el porqué de la sobredosis de optimismo en nuestro comportamiento.
Un encuentro fortuito entre dos personajes da lugar a un amor profundo, desinteresado y bello. Tanto ella como él constatan que las de su encuentro han sido las horas más bellas de su vida. Pero ella pone término a la historia de amor a la mañana siguiente, invocando un compromiso previo y estable con su pareja.
La segunda pareja en busca del amor también lo había encontrado. Fue irresistible y todo parecía conjugarse: su libertad respectiva y una capacidad de amar generosa. El único problema fue que la educación de los dos —¡ojo!, no sólo la de ella— les impedía hacer el amor a las pocas horas de haberse conocido. Este hecho supeditaba el nacimiento de un amor tierno a las coincidencias impredecibles de la vida moderna.
En el tercer caso, los dos habían asumido su amor y la infidelidad hacia sus parejas respectivas. Se veían en los aeropuertos de pascuas a ramos y conservaban el calor de sus respectivos hogares. El problema, en este caso, era que cada vez les resultaba más difícil encontrar un hueco en sus ajetreadas vidas.
En el vuelo de regreso volví a sumergirme en la lectura del experimento de los neurólogos que demuestra que funcionamos con una sobredosis de optimismo que nos ayuda, evolutivamente, a salvar los malos tragos. No me extrañaba lo que estaba leyendo. Acababa de vivir tres experiencias de amor seguro, sin engaños, ideados para siempre y que, no obstante, no habían podido cuajar. «Si esto pasa con el amor verdadero —pensé para mis adentros—, ¿cómo se resiste la trama de fracasos cuando se confunde amor con deseo, dinero con seguridad o engaño a secas?» Definitivamente, hace falta mucho optimismo, a menos que se adapten las reglas del amor a las exigencias de la vida moderna.
Por otro lado, el profesor Martin Seligman, en una de sus investigaciones, estudió 30 profesiones diferentes en Estados Unidos para ver la relación entre el optimismo y el éxito, y sólo encontró una en la que los pesimistas tenían más éxito: la abogacía. Es la única profesión donde los pesimistas triunfan, aunque Seligman apunta un motivo claro. «En Estados Unidos para ejercer como abogado hay que imaginarse la peor catástrofe que le podía haber sucedido a tu cliente, hay que ser capaz de encontrar los monstruos debajo de la alfombra», dice, lo que está muy bien para ver la parte de la vida que es menos probable, pero desgraciadamente el pesimismo no es una característica que se pueda dejar en el trabajo, el que es pesimista lo es en todos los aspectos de su vida, así que estos abogados triunfadores van por la vida con menos recursos que los optimistas de los que hemos hablado. Tal como nos recuerda Seligman, el índice de depresiones, suicidio y divorcios entre los abogados es el más alto de Estados Unidos, pese a que es la profesión mejor pagada.
Hasta hace muy poco tiempo no creíamos que nuestro subconsciente o las emociones allí alojadas pudieran interferir con nuestras vidas. Cuando lo hacían, era un signo de debilidad. De hecho, había que ocultarlas para que no afloraran las expresiones faciales correspondientes, segarlas para que no ensombrecieran la razón, sacrificarlas en aras de convenciones sociales firmemente arraigadas en el pasado. Ahora hemos descubierto que no tomamos una sola decisión que no esté influenciada por las emociones que hierven en el subconsciente. Y lo peor de todo, constatamos —como ya he dicho en más de una ocasión— que nadie nos ha enseñado a gestionarlas. Hemos aprendido un mar de cosas sin sentido, pero no sabemos cómo incidir sobre nuestra conducta cotidiana gestionando mejor lo único, o casi lo único, que la determina.
Hace ya muchos años que la duda en torno a la singularidad de la conciencia me asedia. Fue tras sendas conversaciones mantenidas con dos grandes científicos, una bióloga americana y un físico europeo, como se me despertó la curiosidad. La bióloga americana, señalando los movimientos de bacterias inducidos por una corriente magnética en el laboratorio, musitó, ensimismada, sin dirigirse a nadie: «¿Y si las bacterias tuvieran conciencia?».
El físico había recibido el premio Nobel por sus investigaciones en microscopios. Estábamos intentando profundizar en las diferencias entre la materia inerte y los seres inteligentes cuando exclamó: «¡Llegará un día en el que serán mucho más borrosas que ahora las diferencias entre la materia inerte, los organismos vivos y la inteligencia!».
Algo de estos pensamientos recogen aquellas inquietudes de algunos lectores que sugieren descender a las moléculas, a las partículas, a lo más fundamental —los mimbres de todo lo que vemos y sentimos— para entender no sólo nuestros esquemas organizativos, sino nuestra propia conciencia. Lo escalofriante de este viaje es que, al final, hay mucho más vacío que otra cosa.
Guardando las proporciones, la distancia de un electrón al núcleo de un átomo de los que estamos hechos es similar a la que separa la grada de los aficionados al fútbol del centro del campo. Un organismo vivo está hecho, básicamente, de vacío. Y el espacio, casi enteramente. Nuestra inteligencia se mueve en ese vacío. Apenas estamos empezando a saber cómo funciona. Hemos descubierto la importancia de dos conceptos que, hasta hoy, subvalorábamos: el pasado y el inconsciente. Y todo es pasado y casi todas nuestras decisiones son fruto del inconsciente.
Al pasado lo llamamos historia y habíamos dedicado unas cuantas mentes preclaras a escrutarlo. No mucho más. Para todos parecía evidente que el presente y el futuro eran lo importante. En relación a cada mente individual, la reacción frente a un estímulo exterior —una cara o un edificio hermoso— viene dada por las grabaciones neuronales de eventos parecidos en el pasado. Percibimos algo, pero lo que visualizamos está impregnado de nuestra propia historia. ¡Increíble! Nos queda por saber si ocurre algo parecido a nivel social. Los cambios de que tanto hablamos —como, en el caso de España, haber pasado de ser un país agrario a una sociedad de las averías tecnológicas— ¿tienen algo que ver con el pasado o fueron una apuesta impoluta de futuro? Cuando leemos los periódicos, sospechamos que siguen prevaleciendo las hormas y los raseros del pasado. Todo sigue siendo culpa de la derecha o de los anhelos puros de la izquierda. Los cambios que percibimos son reales —hay más libertad y averías—, pero los visualizamos en función de convicciones pasadas que siguen impertérritas.
¿Hasta cuándo se va a permitir que las grandes mayorías se incorporen a la vida adulta sin haber oído jamás hablar de altruismos y empatía? ¿A cuántos de mis lectores les gustaría conocer en detalle las cartas de otros lectores que forman parte de las grandes mayorías? Muchos de ellos exponen su desamparo ante un gran amor incomprendido; otros, los dilemas lacerantes que provoca la formación de los bebés y de los niños porque nadie se ha ocupado del aprendizaje de las emociones con que venimos al mundo; muchos otros necesitan que alguien los ilustre sobre las consecuencias del odio y del desprecio, la gestión de la sorpresa, el control de la rabia. En definitiva, saber lo que nos pasa a todos por dentro y no sólo lo que les pasa a unos pocos desde fuera.
El mejor ejemplo para demostrar las dificultades que tiene formar parte de la gran mayoría son los viajeros que a veces se quedan abandonados a su suerte en algún aeropuerto por motivos climatológicos, por huelgas o protestas. Su gran pecado no es otro que comportarse como la gran mayoría de los ciudadanos: quieren, simplemente, disfrutar de unas vacaciones después de meses de duro trabajo. Pero ni el Estado, ni las empresas, ni las instituciones sociales tienen previsto remedio alguno para las dificultades de la gran mayoría.
A la gran mayoría, o se la deja que se las arregle solita para salir de apuros, o se la somete a exacciones constantes que le producen desasosiegos infinitos: límites de velocidad cambiantes, niveles de impuestos injustificados, colas para conseguir la guardería para los niños o la escuela más adecuada… Lo peor que le puede pasar al ciudadano corriente, a las mujeres y los hombres de la calle, es formar parte de la inmensa mayoría a la que no le pasa nada. Para que se ocupen de ti, querido lector, te tiene que pasar algo. Debes formar parte de una minoría, no de la mayoría.