Excusas para no pensar (13 page)

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Authors: Eduardo Punset

BOOK: Excusas para no pensar
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Sabemos algo más acerca de la depresión: no incide solamente en los órganos cerebrales, sino también en los huesos, en la sangre y hasta en el sistema vascular. Incluso si decidiésemos no catalogar los problemas mentales como enfermedades, tendríamos que seguir considerando la depresión como tal por sus efectos en el corazón y en los vasos sanguíneos. Si una persona tiene un ataque al corazón y está deprimida tras el infarto, tendrá el mayor factor de riesgo individual de cara a sufrir un nuevo ataque. Las personas depresivas tienen entre dos y seis veces más posibilidades de sufrir una cardiopatía que la gente que no la padece. Las mujeres deprimidas tienen menos calcio en los huesos, sus glándulas hormonales sufren anomalías, el estado de las plaquetas en la sangre difiere del de las personas sanas… Se trata de una enfermedad invasora, como la diabetes, que afecta a todos los órganos del cuerpo.

Las infinitas versiones de la realidad

Hay cosas que damos por descontado, como que todo el mundo ve la realidad igual que nosotros. Todos contemplamos el esplendor rojizo de una puesta de sol sin ser conscientes de que el color rojizo varía según los casos. Todos oímos un sonido determinado, sin darnos cuenta de que algunos ven, al mismo tiempo, un color vinculado al sonido. Todos vemos el universo, pero no todos percibimos la visión estereoscópica, es decir, la dimensión en profundidad. Admitimos más fácilmente que no todos experimentamos lo mismo cuando acariciamos un cuerpo querido.

Partimos de algo incierto: una percepción que tiene un soporte material —como unas ondas magnéticas que transmiten un sonido si se trata de un alarido—. Pero dicho soporte material está muy alejado de la palabra o sensación fabulada por nuestro cerebro. Los objetos representados por nuestras palabras o sensaciones son muy distintos del soporte material que los sustenta. Partimos de una hipótesis que la mente lanza y que puede o no coincidir con la realidad.

No digamos ya cuando se trata de percibir algo o a alguien gracias a una información que puede ser más o menos fundada según los casos. Estoy pensando, por ejemplo, en vaticinar si Estados Unidos seguirá siendo la primera potencia mundial durante todo este siglo o si, por el contrario, le ganarán la partida Rusia, China, México o Polonia. O tal como me dijo, con rostro sombrío, un vecino de asiento en el AVE en el trayecto Madrid-Barcelona: «Si no defendiera mis convicciones, sería un cobarde». A lo que yo respondí: «Tal vez tu percepción de cobarde puede no coincidir con la realidad, de la misma manera que la palabra gato no tiene, necesariamente, ni el color ni la forma del animal que representa».

Mi vecino estaba intentando convencerme de que iba a enfrentarse con quien hiciera falta para defender sus convicciones por alguien ultrajadas y sostenía que estaba dispuesto a todo. Yo intentaba transmitirle, sin éxito, algo que aprendí hace más de una década en el despacho de uno de los mayores neuropsicólogos del mundo, Richard Gregory, en la ciudad de Bristol, Gran Bretaña. Estamos convencidos de que la percepción que tenemos del mundo exterior es la correcta. Creemos a pies juntillas lo que estamos viendo. La verdad es que no hay nada más incierto.

¿Somos conscientes de que se ha probado científicamente que no todo el mundo ve idéntico color rojizo en una puesta de sol? No sólo el rojizo: sencillamente, no todos vemos igual los distintos colores, que, además, no existen en el universo por mucho que pese a los artistas; los colores los fabricamos nosotros.

Para representar la realidad, nos servimos de palabras o de sensaciones. Es indudable que las palabras, como sugería antes, no tienen ni la forma ni el color de lo que representan: cuando decimos «zapato», o «tenedor», estamos recurriendo a un vocablo que no se parece en nada al objeto que representa. La palabra en cuestión no tiene ni la forma ni el color de un zapato o un tenedor y, sin embargo, representa esos objetos. Igual ocurre, o puede ocurrir, con las sensaciones.

Es posible que la percepción que tenemos del universo no sea una ilusión, pero lo que estamos sugiriendo es que la ciencia no es tan objetiva como parece y como a veces se le atribuye.

Yo, por ejemplo, me he encontrado con personas que, después de haber visto un programa hecho por mí y mi equipo de jóvenes científicos para la televisión, descubrieron por primera vez que eran sinestésicos; es decir, que podían oír colores o ver sonidos. No sólo asociaban un color a una música o un número; los veían. Otros, simplemente, atribuían a cada número un color; el siete era el rojo. ¿Somos conscientes de que muchas personas no se han enterado ni de que les está negada la visión estereoscópica del mundo? En lugar de ver en profundidad lo que los rodea, su mundo es plano; gracias a ciertos indicios, pueden aclararse e ir por la vida intuyendo que existen espacios que no ven, mucho más bellos, alambicados y hermosos.

Si la hipótesis lanzada por nuestra mente coincide con la realidad lo sabremos recurriendo a los datos almacenados en la memoria y a nuestra capacidad para aprender en el futuro. Con estas dos claves urdiremos nuestra visión de la realidad.

El talento se puede inventar

La ciencia, a medida que va irrumpiendo en la cultura popular, ofrece respuestas a las mujeres y los hombres de la calle, que antes debían buscar en los protagonistas del pensamiento dogmático o en los brujos. La búsqueda del talento y la creatividad es un buen ejemplo.

¿Han oído hablar de la capacidad metafórica? Es el primer requisito del talento; la especie humana se supone que lo desarrolló hace unos cincuenta mil años. El primer día que uno de los homínidos cazadores recolectores exclamó «¡Mi hijo es más fuerte que el hierro!» estaba activando un don insospechado de mezclar dominios cerebrales distintos como el biológico —el hijo— con el dominio, hasta entonces separado, de los materiales —en este caso, el hierro.

Cincuenta mil años después, los catedráticos utilizan una palabra para el mismo don: multidisciplinariedad. Sin ejercicio del poder metafórico o multidisciplinar no hay talento que valga.

Para abordar el segundo requisito imprescindible del talento hay que saber que en el cerebro existen unos circuitos por donde se activan los llamados inhibidores latentes. Las personas a quienes les funcionan adecuadamente pueden leer una novela en un tren abarrotado de gente. Se inhiben del mundanal ruido y pueden concentrarse en la lectura de la novela. Ya sabemos que ocurre igual con los enamorados. En este caso, sus inhibidores latentes les funcionan demasiado bien, hasta tal punto que se abstraen de todo lo demás y sólo pueden concentrarse en los supuestos atributos de la amada o el amado. Sirve de poco alertarlos de peligros reales sobre la conducta del ser amado. Sólo ven sus virtudes y se inhiben del resto.

Sin inhibidores latentes como éstos, es decir, aquellos que permitan asimilar información o conocimientos procedentes de lugares dispares, como ocurre con los artistas, no hay talento que valga.

Durante mucho tiempo se creyó que el talento era el fruto de una reflexión. Nunca se habían analizado científicamente los mecanismos intuitivos. La intuición no se consideraba siquiera conocimiento. No te podías fiar de la intuición. Más tarde, el análisis científico demostró que gran parte de la historia de la evolución transcurrió a golpe de intuición. Cuando no había tiempo para ponderar distintos factores, se tomaban decisiones intuitivamente; y la verdad es que, poco a poco, se pudo constatar que el margen de error en los procesos automatizados no era mayor, sino todo lo contrario, que el de los procesos discriminatorios, cuando había tiempo para pensar.

En los últimos años, la ciencia ha ido más lejos y ha llegado a la conclusión de que, en determinados casos, es mucho más segura la intuición que la razón. ¿Cuándo? Cuando no se dispone de toda la información necesaria. En muchas ocasiones, menos información es mejor que mucha información. Un ejemplo: ¿Qué población tiene más habitantes, Toledo o Guadalajara? Si la pregunta se hace a españoles, que sobre este particular tienen bastante información, la opinión estará muy dividida. Si la misma pregunta se hace a ciudadanos franceses que han oído hablar de Toledo alguna vez estudiando la historia, pero poco más, el porcentaje de aciertos en las respuestas será, con toda probabilidad, más cercana a la realidad: Toledo.

El talento depende, por último, del coeficiente intelectual. De lo listo que sea uno. Eso es lo que se había creído siempre. Pues es falso. Resulta que el mejor jugador de
hockey
sobre patines lo es porque le ha dedicado al tema un promedio de diez mil horas. Lo mismo que el primer jugador de baloncesto del mundo. Lo mismo que Bill Gates a la programación de ordenadores. Sin dedicación y esfuerzo no hay talento que valga.

¿Realidad o ciencia ficción?

Son varios los lectores que vieron en televisión ese experimento al que me sometió el neurólogo Álvaro Pascual-Leone en la Universidad de Harvard y que querrían saber más. Se lo contaré.

Pacual-Leone me quería enseñar el principio fundamental de la posibilidad de modificar la actividad de las neuronas y una de las técnicas para hacerlo, me explicó, es la llamada estimulación magnética transcraneal, que fue la que utilizó conmigo.

Antes de empezar el experimento le pregunté, entre risas, si lo que iba a hacer conmigo me iba a transformar en un salvaje, ya que había oído que se hacían experimentos de este tipo para domesticar animales. En mi caso, pues, tal vez iba a pasar de domesticado a salvaje.

Me explicó que me iba a estimular el hemisferio izquierdo para que viese cómo se movía mi mano derecha sin que yo diera esa orden. Me advirtió de que oiría un clic cuando la corriente pasara por una bobina y que notaría un golpecito en la cabeza, aunque mi cerebro no iba a sentir nada.

Efectivamente, el experimento funcionó porque mi brazo se movió sin que yo se lo ordenara. «¡Incomprensible! ¡Perfecto! ¡Perfecto!», gritaba yo de alegría al verlo. Mediante corrientes transmitidas al lóbulo cerebral izquierdo a partir de un campo magnético, mi brazo derecho se había puesto en movimiento sin que nadie —¡desde luego yo no!— le hubiera dado instrucciones para ello.

Este experimento me causó una gran sensación y me llevó a preguntarme a qué otras cosas de orden más práctico podría aplicarse esta técnica.

Actualmente, ya se ha constatado que estas técnicas de activación pueden estimular zonas motoras de sujetos con un infarto cerebral, que por ejemplo no pueden mover la mano, o zonas frontales del cerebro para modificar la capacidad de la gente de tomar decisiones o para conseguir que las decisiones sean más altruistas, más generosas; también se pueden usar para que enfermos que tienen trastornos de personalidad, con personalidades sociopáticas, empiecen a mostrar más empatía ante determinadas situaciones. Si se trata de combatir adicciones a la nicotina, a la cocaína o a la comida, se pueden modificar los circuitos de recompensa para que se reduzca la actividad excesiva que se manifiesta en esos circuitos en los cerebros de los adictos. El límite consiste en identificar el circuito. La fuente original de todo esto es ese concepto tan importante que vengo repitiendo: la plasticidad cerebral, esta característica que hemos analizado y que nos permite empezar a vislumbrar por dónde puede ir el futuro del cerebro.

Podemos imaginar situaciones rayanas en la ciencia ficción que, sin embargo, entran dentro del campo científico. Podríamos intentar modificar las decisiones morales. Es obvio que una situación es moral, o no, dependiendo de la intencionalidad del sujeto. Podría ocurrir que un médico suministrara un medicamento a un paciente y que éste muriera por culpa de una alergia insospechada. El médico no era consciente del peligro. Pero podría ocurrir lo contrario: que administrara un fármaco envenenado para matar al paciente. Si se pregunta a cualquier persona qué situación es peor, contestará sin dudarlo: «¡Lo segundo!…, porque había intención de matar al paciente; no fue una muerte accidental». Los experimentadores podrían conseguir que la gente ya no tuviera ese sentimiento innato. Se podría conseguir que los adultos se comportasen como niños: los niños sólo se fijarían en si el paciente ha muerto o no, al margen de la intencionalidad del caso. Y es que en su caso la intencionalidad no se entronca hasta mucho más tarde, hacia los siete u ocho años, cuando, gracias a ella, se desarrolla la capacidad de empatizar con los demás.

Andrés Lozano, neurocirujano e investigador en el Western Hospital de Toronto (Canadá), me contó sus experimentos fascinantes con el cerebro para intentar detener la progresión del Parkinson o mejorar la depresión. Lozano usa la técnica de estimulación cerebral profunda que consiste en estimular el cerebro mediante electrodos que crean una corriente eléctrica. Para conseguirlo, Lozano explica que «hay que penetrar en las profundidades del cerebro para colocar los electrodos y poder modificar la actividad de los circuitos del cerebro. Y podemos hacer dos cosas: o bien aumentar la actividad de un circuito cuyo funcionamiento es insuficiente, o bien utilizar la electricidad para mitigar un circuito que funciona demasiado o que no va bien». Para ello, «perforamos un agujerito en el cráneo, anestesiamos la piel, trepanamos, y luego colocamos e implantamos un electrodo cuyas dimensiones apenas son las de un espagueti. Podemos colocar el cable en cualquier lugar del cerebro. Ninguna neurona está a salvo de un neurocirujano. Se pueden colocar electrodos en los circuitos que controlan el movimiento, y la visión, y los pensamientos, o la memoria». Lozano sólo trata a pacientes que hayan agotado todas las posibilidades, como en el caso de enfermos de Parkinson, a quienes ya no les funciona la medicación, o enfermedades como la depresión, que se pueden abordar introduciendo electrodos en los circuitos cerebrales que controlan el estado de ánimo. Según este neurocirujano, el área del cerebro que es responsable de la tristeza se encuentra en el centro y se la conoce como área cingulada subgenual. En pacientes con depresión, este centro de la tristeza se pone a trabajar a toda marcha. Lozano explica que, «si colocamos electrodos ahí, observamos cambios, no solamente en esa zona, cuya actividad se mitiga, sino en otras regiones del cerebro que antes funcionaban mal, como los lóbulos frontales, que vuelven a activarse, vuelven a funcionar».

Los últimos avances científicos

Hay mucha gente a la que le gustaría saber en qué campos se van a producir acontecimientos insospechados. ¿Dónde se van a producir mejoras incontestables que van a cambiar dramáticamente la vida de la gente? Desechemos, primero, las supuestas mejoras en campos donde los adelantos apenas serán perceptibles. La política —en contra de la opinión de muchos— no va a cambiar la vida de la gente. Se trata de estamentos oxidados, donde las barreras de entrada son infranqueables, imposibilitando, por lo tanto, los mecanismos de innovación.

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