El resto de la gente que había en el andén se apartó a un lado mientras Collins levantaba el cuerpo del viejo marine y lo dejaba en manos de los encargados de llevárselo. Se produjo un silencio casi surrealista mientras el comandante miraba los rostros de unos hombres y unas mujeres a los que apenas conocía. Luego se agachó y, con la ayuda de Everett, levantaron el cuerpo sin vida de Reese. Se lo dieron a los técnicos de emergencias, luego salieron del vagón. Collins sintió que su chaqueta de nailon estaba empapada por la sangre de Reese y de Campos. Le llegó el olor cobrizo que, antes de aquel día espantoso, había percibido cientos de veces en campos y ciudades de todo el mundo, pero nunca aquí, en las calles de su propio país.
Jack se quedó mirando a Everett, que hablaba en voz baja con una mujer que parecía ser la encargada de comunicaciones Willing. Junto a ella se encontraba Sarah McIntire, que seguía con la mirada el cuerpo del sargento artillero hasta que lo depositaron en una camilla, junto a otra en la que estaba Robert Reese. Luego cubrieron los dos cuerpos con una sábana de color rojo y se los llevaron.
Sarah miró a Collins, dudó por un momento y luego, reuniendo fuerzas, se acercó hacia él. Iba vestida con el mono azul de trabajo, y llevaba el pelo recogido debajo de una gorra del equipo de geología. Debajo de uno de los brazos llevaba unos cuantos libros.
—¿Está usted bien, comandante? —dijo, mirando su cuerpo cubierto de sangre.
Collins se quedó mirando a Sarah, luego miró a lo lejos y volvió a mirarla a los ojos.
—He tenido momentos mejores, especialista.
Ella miró a Lisa, que había acabado de hablar con Everett y que la observaba con gesto sorprendido. Incluso Carl miraba hacia ellos al tiempo que levantaba una ceja.
—¿Lo han herido? Está completamente cubierto de sangre.
Collins siguió mirándola, luego bajó la vista a su chaqueta y pantalón.
—No, no es mía. ¿Por qué está todo el mundo aquí?
Sarah miró alrededor y luego otra vez al comandante, que parecía contrariado.
—Se ha corrido la voz muy deprisa, y por si acaso lo está pensando, no es que la gente aquí sea morbosa, es que todos conocíamos a Artillero y le teníamos mucho afecto. Formaba parte de esto desde hacía mucho tiempo. Esta es una organización pequeña y muy unida. Todo el mundo se conoce.
Collins se quedó mirándola un momento, sus fuertes rasgos dejaban entrever una sombra de tristeza. Luego se dio la vuelta y se fue.
Sarah lo vio marcharse, se llevó los libros al pecho y respiró profundamente. Everett y Lisa fueron donde ella estaba.
—¿Cómo está el comandante? —preguntó Lisa.
Sarah hizo un gesto de enfado con la cabeza y miró a Carl.
—¿Acaso se cree que está por encima de los demás y que eso le da derecho a no sentir nada por los hombres a su cargo?
Everett vio cómo se cerraban las puertas del ascensor.
—No, Sarah, es un hombre como todos los demás, pero también es un soldado que ha visto mucha mierda y que lo que quiere es que la gente a su cargo vuelva a casa por la noche.
Sarah se giró y fijó la mirada durante un buen rato en el vagón manchado de sangre, antes de ir detrás de Carl y Lisa, que estaban esperando a que el próximo ascensor los llevara de vuelta al complejo.
Jack se había lavado y se había puesto un mono de trabajo limpio. Había lanzado la ropa de civil a un cubo de basura que tenía junto a la mesa y después había metido un periódico entero. Quería perder de vista la ropa aún manchada con la sangre de Artillero Campos. Se miró en el espejo y se frotó la cabeza con la mano. Estaba como atontado. Como siempre le pasaba, se sentía culpable por no haber sido él el que hubiera perdido la vida en la misión. Sus pensamientos fueron interrumpidos por alguien que llamó a la puerta.
—Sí —dijo, un poco más alto de lo que pretendía.
—Comandante, soy Niles, ¿tiene un minuto?
Jack se pasó una mano por el oscuro pelo, recorrió los pocos pasos que había hasta la puerta, que le parecieron como diez manzanas de casas, y abrió.
—¿Qué ocurre, doctor?
—Comandante, ha de venir conmigo. El senador quiere que sea usted el que se lo cuente.
Jack vio que Niles tenía aún peor aspecto que por la mañana.
—¿Han encontrado el lugar donde se ha estrellado?
Niles echó un vistazo a su alrededor, comprobó que no había nadie en el pasillo y volvió a mirar a Jack.
—No, todavía no, pero ahora sé por qué es tan importante que lo encontremos, y eso es lo que el senador le quiere explicar. Quiere que yo esté presente, aunque ya he leído el expediente. Quizá le explique la razón por la que este asunto pueda llegar a costar tantas vidas. Maldita sea, quizá debería haberlo sabido desde el principio, pero como va a ver, Jack, nunca había sucedido algo así, y no hay reglas escritas para gestionar una cosa parecida.
—¿A qué expediente se refiere?
—Al expediente que contiene los informes sobre lo que realmente ocurrió en Roswell. Por favor, dese prisa, comandante. —Compton se dio la vuelta y se fue. Cuando no había recorrido diez pasos, se volvió y le pidió de nuevo—: Dese prisa, comandante.
Cinco minutos más tarde, Collins se encontraba en el espacioso despacho del director, en compañía de Niles, Alice y el senador.
—Gracias por venir. Intentaré explicarle esto lo más rápido posible —dijo el senador—. Antes de que pongan en funcionamiento el Europa para perseguir al francés y a la gente que lo contrata, creo que ha llegado el momento de que sepa contra qué nos podemos estar enfrentando. Al grupo no le he contado todo lo que sucedió en 1947, pero ahora es necesario que usted lo sepa, porque la situación se está agravando progresivamente. Siempre he temido que esto pudiera suceder. Y la extrema violencia con la que han actuado esta mañana contra su equipo me hace pensar que la situación aún puede empeorar.
Jack miró al viejo, después a Niles y a continuación tomó asiento. El senador empezó a hablar.
Aeródromo militar de Las Vegas (Nellis)
3 de julio de 1947, 3.00 horas
El antiguo general de la Oficina de Servicios Estratégicos miraba al presidente de pelo plateado, que estaba situado un poco más a popa del lugar donde el mascarón en forma de cabeza de dragón solía estar unido a la nave. El presidente colocó la mano allí donde solía estar fijada la vieja talla y dijo, con marcado acento sureño:
—No me puedo creer que recorrieran el Atlántico a bordo de esto y llegaran al río Misisipi. Es increíble, maldita sea.
Garrison Lee se quitó su sombrero de fieltro marrón y caminó hasta el extremo de la borda. El andamio que rodeaba la embarcación no era del todo estable, y como Lee solo contaba con un ojo, debía tener siempre más precaución que el resto.
—Señor presidente, creemos que el viaje pudo realizarse en el año 856 después de Cristo. Tenemos destacado a un equipo en Noruega, investigando una información que encontramos el año pasado que indica que fue un pueblo entero, obligado a emigrar a causa de la guerra civil, el que llegó e intentó instalarse en el Nuevo Mundo más de seiscientos años antes de que lo hiciera Cristóbal Colón. Dentro de un mes tendremos más información. Ahora mismo creemos que este es el
drakkar
más grande jamás construido, y que es posible que hubiera cinco más. De acuerdo con algunas piedras rúnicas encontradas en los alrededores, a bordo de cada nave viajaban cien personas más víveres.
Truman miró a Lee de arriba abajo e hizo un gesto de asombro con la cabeza.
—Hijo, su gente ha hecho un trabajo espectacular, espectacular. Es increíble. —Pasó los dedos por el borde irregular donde iba apoyado el mascarón—. Imagínese qué viaje debieron de soportar, y el coraje que tendrían para llevarlo a cabo. No eran vikingos, maldita sea, eran tan americanos como usted o como yo, ese espíritu de aventura lo demuestra.
Garrison Lee sonrió ante las simplificaciones de Truman. Más que el espíritu de aventura, debió de ser la desesperación lo que los obligó a abandonar su tierra, pero prefirió no corregir al presidente. En vez de eso, se quedó mirando cómo Truman sonreía a los técnicos que lo miraban desde el andamio que rodeaba la antiquísima embarcación. Pese a ser las tres de la mañana, mucha gente se había congregado por la visita del presidente.
—¿A que en 1941 no pensaba que estaría haciendo esto, Lee? Igual que yo tampoco pensaba que sería presidente. Pero bueno, me imagino que los dos nos hemos metido en unos enredos que a muchos les costaría bastante imaginar.
Truman miró a los hombres y mujeres que tenía alrededor.
—Este hombre —dijo, mirando a los integrantes del Grupo Evento y señalando con su sombrero al hombre más alto que tenía a su lado— tiene una hoja de servicios en la Oficina de Servicios Estratégicos con la que se podrían escribir varias novelas, una de esas series de las que acaban haciendo luego alguna maldita película. Conocí a Lee cuando era joven; él acababa de salir de la facultad de Derecho, y ya me di cuenta de que no tenía nada que ver con los chupatintas que suelen dedicarse a esa profesión. —Una mirada triste enturbió los rasgos del hombre procedente de Misuri, al tiempo que agachaba la cabeza—. Luego llegó la guerra, y allá se fue él.
Lee se tocó el parche del ojo y la cicatriz que le cruzaba el rostro.
Sí
, pensó,
y allí me fui
.
—Tan solo quiero decirles que han llevado a cabo un trabajo excepcional. —Truman volvió a dar unas palmaditas sobre la antiquísima madera petrificada—. Es agradable saber que existen algunos integrantes del gobierno federal que se burlan del pasado y que no le tienen miedo al futuro. Veo el esfuerzo que están haciendo por el bien común y quiero transmitirles mi agradecimiento.
Su predecesor en el cargo ya advirtió a Garrison que sería necesario algo como esto para hacer que un presidente acudiera hasta allí y apoyara a esta parte oculta del gobierno. Si ese apoyo se materializaba, recibirían financiación durante los siguientes cuatro años. Lee esbozó una sonrisa mientras miraba a Harry Truman.
—Señor presidente, esta no era tan solo una nave de exploración, se trataba también de un buque de guerra, uno de los más veloces y más avanzados tecnológicamente de aquella época, y como seguro que usted sabe, los Estados Unidos tienen derecho de salvamento sobre él, así que la podemos rebautizar; es un procedimiento bastante habitual en estos casos.
Truman se quedó en silencio, con las manos apoyadas sobre las caderas. El traje gris que llevaba se había ensuciado un poco con el ir y venir por el interior de la gran nave.
—No era consciente de eso. Derecho de salvamento, ¿eh?
—Así es, señor. Aunque provenga de otro lugar, ahora es nuestro; es un barco estadounidense en suelo estadounidense.
La gente comenzó a aplaudir al presidente y a este, su primer Evento.
—Señor, es un honor presentarle al
drakkar
de guerra estadounidense Margaret Truman.
El presidente, atónito, dejó caer los brazos mientras veía cómo de la parte trasera de la cubierta era recogida una tela de color blanco. Sobre una placa de madera, grabado en oro, se leía el nombre del barco, con una cabeza de dragón antecediendo al resto de los signos. El presidente permaneció un momento mirando la placa, luego se golpeó la cadera con el sombrero y se puso a aplaudir junto con el resto de hombres y mujeres. A continuación, avanzó con habilidad hacia el andamio y le dio un apretón de manos a Lee.
—Maldita sea, hijo, estoy orgulloso de usted y de su equipo. Y esto —dijo señalando la placa— es algo muy emocionante y supone un verdadero honor para mí, y lo será también para mi mujer y para mi hija en cuanto se lo cuente. —Fue estrechando manos y repartiendo sonrisas y guiños.
Alice Hamilton, la joven y nueva ayudante de Lee, se acercó y le dio un teletipo al sonriente general. La mujer había entrado a trabajar en el Grupo Evento porque Lee se sentía en deuda con ella. Su marido había estado con él en Sudamérica después de la guerra, y allí se había quedado, enterrado en una tumba sin nombre.
Lee leyó el mensaje, mientras trataba que el excesivamente efusivo estrechón de manos con el que le obsequiaba el presidente no le hiciese perder el equilibrio. Una vez hubo acabado de leerlo, se acercó y le susurró algo al oído al presidente. Truman se quedó sorprendido y cogió el papel amarillo. Lo leyó también y le consultó algo a Lee, quien asintió con la cabeza. Luego los dos abandonaron a toda prisa la parte superior del andamio y bajaron por las escaleras hasta la parte de debajo de la cubierta recién instalada.
Los hombres y las mujeres, tanto técnicos como encargados de seguridad del Grupo Evento observaron con curiosidad cómo su jefe y el presidente de los Estados Unidos se marchaban a toda prisa y con una expresión que sugería que alguna cosa no iba bien.
Garrison Lee condujo al presidente a una zona de seguridad que había junto a la nueva cubierta, para que pudiese llamar a la sala de situación del Pentágono.
—Señor Lee, estoy muy satisfecho con lo que he visto hoy aquí. —Hizo una pausa mientras se ponía el arrugado sombrero de fieltro y Lee lo ayudaba a colocarse el abrigo y se fijaba en el gesto pensativo que había adoptado el presidente—. Después de ver lo que me han enseñado, puedo garantizarles la continuidad de la actual dotación presupuestaria, que quizá pueda ser ampliada levemente, aunque sé de buena tinta que esos hijos de puta mandamases van a decir que les robo el dinero. Pues que se vayan al infierno. ¿Qué más da un par de carísimos bombarderos cuando estamos hablando del bien del pueblo estadounidense? —Truman se dirigió hacia el ascensor principal—. Después de todo, yo no soy más que un chico de pueblo que sigue la senda marcada por los grandes hombres. Dígaselo a su gente, Lee. —Volvió a darle la mano al senador una vez más—. Me pondré en contacto con usted dentro de poco.
Garrison Lee estrechó con determinación la mano del presidente, satisfecho con el compromiso adquirido de mantener como mínimo la actual dotación presupuestaria. Pero tenía que aventurarse a lanzar la pregunta que le estaba carcomiendo por dentro.
—Señor presidente, en mi opinión, el Grupo Evento es el mejor dotado para ocuparse de la situación que tenemos en Nuevo México, si usted nos da su consentimiento.
Un agente del servicio secreto autorizado para entrar en el Centro Evento mantenía abiertas las puertas del ascensor esperando a Truman. El presidente se volvió y le dijo que no, moviendo rápidamente la cabeza.