—¡Un sándwich de jamón y queso, Hal! —gritó mientras sacaba un vaso de debajo de la barra y le servía un poco de agua helada al único cliente razonable que había tenido en lo que llevaba de día. Le puso el vaso delante y se quedó mirándolo—. Respondiendo a su pregunta: no, no suele estar así de concurrido. ¿Es usted uno de ellos? —preguntó, señalando con la cabeza hacia los periodistas.
—Henry Tomlinson, departamento de Interior —dijo extendiendo la mano.
Julie aceptó la mano y la estrechó.
—Julie Dawes, propietaria de este manicomio. Me imagino que está aquí por esta historieta de la cuarentena de la que habla el Ejército.
El hombre la miró por encima de las gafas después de dar un largo trago de agua fría. Sus ojos se fijaron en el cuerpo de la mujer que había tras la barra, evaluándola durante un instante con el suficiente disimulo.
—Digamos que estoy aquí para examinar la situación. Si no le importa que le pregunte, ¿por qué dice que es una «historieta»?
Julie se secó las manos en el trapo y miró a los ojos al hombre.
—No nací ayer. Todos esos hombres vestidos con monos del centro de control de enfermedades van armados. No es una forma muy normal de enfrentarse con una bacteria, ¿no?
—Pues quizá, yo solo sé lo que me dice mi jefe en Washington. Pero una cosa sí tengo clara: alguien se podía montar un negocio de helicópteros usados ahí fuera.
Julie sonrió ante la referencia a la cantidad de helicópteros que había en el pueblo. La mayoría habían sido obligados a aterrizar por helicópteros militares de apariencia mortífera que, con mucha delicadeza, les habían pedido que aterrizaran o que se atuvieran a las consecuencias.
El hombre vio cómo Julie recorría el bar recogiendo platos y rellenando vasos de agua. Desde algún rincón del fondo, la máquina de discos se puso en marcha y sonó
Hey Tonight
, un viejo tema de Creedence Clearwater Revival, entre algún que otro aplauso y algún abucheo de la multitud.
El tipo se sentó y se quedó observándolo todo mientras Julie regresaba con el sándwich de jamón y queso y empezaba a escribirle la nota.
—Un sándwich de jamón y queso con pan blanco, ¿alguna cosa más?
—No, ya está. ¿Puede decirme dónde tiene su base el Ejército? —preguntó, antes de darle un bocado al sándwich.
La pregunta hizo que Julie dudase por un momento y se preguntase por qué aquel hombre, que decía pertenecer al gobierno, no sabía dónde estaba acampado el Ejército. Pero aun así no le pareció una persona sospechosa.
—No lo sé, están por todas partes. Pero quizá debería preguntar por el teniente Ryan. Parece que él está al mando aquí en el pueblo. —Julie levantó la vista y miró al hombre a los ojos—. Hágame un favor, si ve que está con un muchacho con un
quad
, dígale que su madre necesita que vuelva a casa, ¿de acuerdo? —dijo mientras sus preciosos ojos parpadeaban varias veces.
—Será un placer, señora. El hombre que dice se llama Ryan, ¿verdad? ¿Y cómo puedo reconocer al muchacho?
—Fácil, es el único niño que hay en este manicomio.
El talkhan observó cómo sus crías emprendían por separado su viaje hacia la superficie. Habían devorado con avidez toda la comida que había almacenado para ellas, pero ahora su metabolismo exigía más alimento para poder desarrollar plenamente sus nuevas capacidades. Volvían a estar hambrientas.
La actividad que podían percibir y sentir proveniente de la superficie era suficiente para que instintivamente decidieran iniciar el camino hacia el mundo exterior.
La única cría que se quedó rezagada fue el macho. Se quedó quieto esperando, alejado de las hembras. La madre se le había acercado antes para intentar liberar de sus garras a una de las hembras más pequeñas, pero el intento había sido en vano. El macho infló el armazón púrpura que tenía alrededor del cuello y retrocedió unos cuantos pasos, sin dejar de mirar a su progenitora, a la que ya había igualado en tamaño. La madre, consciente del peligro, se alejó para cuidar a las hembras. El inquietante macho se sumergió en la tierra, y, dejándose llevar por el instinto, se alejó del resto para no poner en peligro su propia supervivencia. Las hembras, tras haberse agotado la comida, se dividieron y cada una tomó un rumbo distinto hacia la superficie.
La madre observó cómo se marchaban, luego ella también se internó en la tierra y emprendió la ascensión desde la cueva donde había dado a luz. Ella cazaría por su cuenta.
La definitiva extinción de la humanidad estaba a punto de dar comienzo: un nuevo monarca reinaría en solitario en lo más alto de la cadena alimenticia.
Ryan estaba intentando con todas sus fuerzas controlar su mal genio al tratar con aquel agente de policía. Lo sentía por aquel tipo: aunque su hermano no apareciese no podía dejarle volver al desierto. Los otros veinte agentes estatales que lo rodeaban tampoco paraban de maldecir.
Los cuarenta efectivos de la 101 Aerotransportada que estaban bajo las órdenes de Ryan se habían desplegado por el pueblo, pero algunos decidieron acercarse al escuchar los gritos que provenían del grupo de policías y que comenzaba a adquirir un tono ligeramente amenazador.
—Escuchad, tenemos tropas allí desplegadas. No hemos intentado colaros una historia falsa como al resto, además, ya habéis visto con vuestros propios ojos de lo que es capaz ese animal. ¿Queréis enfrentaros a eso solo con vuestra pistola y vuestras porras?
—Sabemos cuidar muy bien de nosotros mismos y no necesitamos que venga el puto Ejército a atarnos de pies y manos —gritó Dills mientras los otros agentes asentían y gritaban cosas como «¡Tiene razón, joder!»—. Estamos dispuestos a seguiros la corriente con la historia de la enfermedad, pero tenéis que darnos un respiro. Dejad que volvamos ahí y hagamos nuestro trabajo. Dos de los nuestros han desaparecido, y mi hermano es uno de ellos —gritó Dills.
Ryan notó entonces que alguien le tiraba de la manga. Sin atender a los enfurecidos gritos de los policías, se dio la vuelta. A su lado aparecieron un hombre y una mujer. Tenían el pelo muy alborotado; la mujer lo llevaba suelto, cada mechón apuntaba en una dirección distinta y aún tenía un par de rulos sosteniéndose a duras penas. El hombre estaba lívido, tenía algunos cortes en la cara y en el cuello, y la piel quemada por el sol.
—¿Sí? —dijo Ryan, mirando a las dos personas como si estuviera viendo a alguien que acabara de caer del cielo.
Los agentes de policía se calmaron y se quedaron también mirando a la pareja que parecía recién salida de un ascensor procedente del mismísimo infierno.
El hombre se aclaró la garganta, miró a Ryan y después a los agentes de policía. Dills y su compañero recordaban vagamente haber ayudado a cambiar una rueda a estas personas la noche anterior.
—Quiero informar de… un… un accidente —dijo el hombre, con voz entrecortada.
La mujer alzó la mirada al cielo con gesto exasperado.
—Una mierda un accidente, Harold —afirmó Grace Tracy, con un tono extrañamente tranquilo. Luego fijó su atención en Ryan y sin pestañear en ningún momento, añadió—: Un monstruo atacó nuestra caravana en el desierto hasta hacerla volcar, y me gustaría saber qué van a hacer ustedes al respecto. —Con los ojos abiertos de par en par miraba alternativamente a Ryan y a los agentes estatales.
Ryan y los demás la observaron sin decir nada, impresionados ante su desquiciada mirada.
—¿Entonces qué, van a hacer algo o no?
Ryan estaba a punto de decirle que uno de los agentes le tomaría declaración cuando escuchó gritos provenientes del centro del pueblo. Cuando dirigió su atención hacia allí, vio a la gente salir en estampida del Cactus Roto. Alguien arrojó una silla que atravesó el ventanal, y varias personas saltaron corriendo por el hueco, cayendo unas encima de otras, ansiosas por alejarse del bar. Ryan se quedó un instante quieto mirando el extraño espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Luego volvió en sí y echó a correr hacia el centro de la población, seguido inmediatamente por sus hombres y, a muy poca distancia, por los agentes de policía, que empuñaban sus pistolas reglamentarias y algunas escopetas que habían sacado de los coches patrulla.
Harold y Grace Tracy supieron que habían vuelto a Chato's Crawl en el momento menos oportuno. Mientras se alejaban de la espantosa escena que ya habían vivido, y que esta vez ocurría en el lugar donde habían comido el día anterior, un único pensamiento pasó por la mente de Harold: se arrepintió de todo corazón de no haber ido a Colorado a visitar a su cuñada.
Julie no se dio cuenta de los ataques hasta que el suelo estalló bajo sus pies. La música sonaba muy alta, pero no al suficiente volumen como para disimular el crujido del pavimento al saltar en medio de la confundida multitud de periodistas. Julie se sobrecogió al escuchar los gritos y al ver cómo la gente era tragada por la tierra que había debajo del destrozado suelo del bar.
Tomlinson pasó por encima de la barra y empujó a Julie hacia un lado mientras el tablón que tenía a sus pies empezaba a partirse hasta convertirse en astillas. Ella rodeó rápidamente la barra sin dejar de gritar.
De pronto, una figura oscura que parecía salida de una pesadilla saltó desde el agujero que había detrás de la barra mientras daba un alarido y extendía los apéndices blindados en forma de plumas que tenía alrededor del cuello y de la cabeza. Las personas que había alrededor de la barra se quedaron paralizadas mirando y gritaron al unísono junto a la criatura. La bestia medía unos dos metros y medio de alto, y la luz que entraba por la ventana hacía resplandecer el pelo oscuro y espeso que la cubría. Las enormes garras se clavaron sobre la barra de caoba y cortaron la madera reforzada, de diez centímetros de grosor, como si fuera mantequilla. El monstruo se les quedó mirando con sus verdes ojos, la boca abierta y las mandíbulas abiertas de par en par, mostrando las tres hileras de dientes similares a los de un tiburón. Por encima del enorme hocico, unido a la mandíbula por medio de abultados músculos, asomaban las puntiagudas orejas. Las gruesas cejas estaban cubiertas por pedazos de blindaje que sobresalían y remarcaban sus espantosos ojos. Lanzó hacia delante la cola, con su aguijón en forma de púa del que supuraba una sustancia venenosa, y por poco no alcanzó a Tomlinson, que cayó de espaldas encima de Julie, derribándola.
—¡Corre! —le gritó a Julie, mientras esta intentaba zafarse del peso del hombre, saliendo hacia atrás apoyada en su trasero. No le hacía falta que ningún desconocido le dijese que tenía que salir de allí lo antes posible.
Con la velocidad del rayo, el hombre sacó de algún sitio de su cuerpo una pistola y abrió fuego sobre la bestia, que había trepado ágilmente sobre la barra y estaba lista para saltar. La criatura balanceó la enorme cabeza hacia la izquierda y luego hacia la derecha, analizando las posibles amenazas; la coraza que llevaba alrededor del cuello estaba en reposo y ondeaba con el movimiento como si fuese un tocado. De las diez balas disparadas, una no acertó su objetivo y cinco impactaron en la armadura más gruesa que cubría el pecho del animal y salieron rebotadas. Pero los cuatro siguientes disparos que efectuó el francés consiguieron alcanzarle en los ojos. La criatura de pesadilla dio un alarido y arremetió contra su contrincante, que esquivó el ataque por cuestión de milímetros. El monstruo cayó desde la barra contra el suelo, donde dos enormes garras de otro animal destruyeron los tablones de madera, agarraron a la bestia moribunda y la arrastraron hacia abajo, produciendo un sonido chirriante y estremecedor.
Tomlinson se dio la vuelta rápidamente, se puso en pie y se unió a Julie en el camino hacia la salida de aquel matadero.
—¿Qué demonios era eso? —gritó Julie.
El hombre la cogió y le gritó:
—Hay que salir de aquí. Tengo que encontrar a mis hombres.
Mientras le decía eso, Julie se vio arrastrada por la marea de gente que intentaba escapar desesperadamente del Cactus Roto.
En la cocina, los azulejos blancos y negros que conformaban el pavimento salieron volando por los aires mientras otra de las criaturas emergía del suelo. Cuando fue consciente de lo que estaba sucediendo, Hal cogió el primer arma que encontró, un enorme cuchillo de carnicero, y se lanzó al ataque. Justo en ese momento, Tony salía de la sala frigorífica con un montón de hamburguesas bajo el brazo. Hal empujó al sorprendido borrachín de vuelta a la despensa y cerró la puerta, consiguiendo así ponerlo a salvo y asegurarse más espacio para poder luchar.
La bestia rodeó al enorme exmarine. Mientras apretaba las garras, la saliva le chorreaba por las mandíbulas. Los ojos verdes y hambrientos de la criatura estaban fijos en aquel hombre que se atrevía a enfrentarse a ella. Mientras tanto, la cola no dejaba de balancearse a su espalda describiendo rápidos círculos y clavando el aguijón cada pocos segundos en la encimera de acero inoxidable; cada vez que esto sucedía, el choque resonaba con un sonido parecido al de un disparo y un nuevo agujero rodeado de un líquido azul verdoso se abría en la encimera. Las pezuñas eran muy grandes y raspaban con las garras en forma curva el suelo hecho de cuadros blancos y negros. Hal calculó que la bestia debía de pesar muchísimo, porque con cada paso que daba partía alguno de los azulejos y rompía las vigas de madera que había debajo.
—Venga, hija de puta, ¿quieres un poco de esto? Venga, cabrona, ven que te dé un poco.
La bestia dobló la cintura, emitió un alarido y embistió con la cabeza gacha contra el cocinero.
—¡La puta madre! —gritó Hal mientras se apartaba hacia un lado, de forma que el animal solo le rozó. Rápidamente alzó el cuchillo de cocina y se lo clavó con todas sus fuerzas. El cuchillo se hundió en el hombro del bicho recién salido de una película de serie B.
El animal exhaló un alarido y se giró; con la inercia, la cuchilla se soltó de su espalda. A continuación, saltó encima de Hal, que empezó a darle puñetazos mientras la criatura le clavaba los dientes en el hombro. Hal gritó y empezó a arrancar el ojo derecho del bicho. La bestia bramó una vez más, saltó en el aire y, sin soltar a Hal, se introdujo por el agujero por el que había entrado. A Hal le dio tiempo a coger del mostrador otro largo cuchillo de carnicero, del tamaño de una espada, antes de zambullirse en el olvido.
Kashihara no podía creer lo que estaba viendo desde la heladería. Acababan de llegar y estaban rodando un plano que no tenían muy claro si usarían cuando volvieran a Phoenix. Una señora mayor, Gail Ketchum, estaba criticando duramente al Ejército por cerrarle el local. Entonces escuchó los gritos que venían del local que acababan de abandonar.
¿Cómo hemos podido tener tanta suerte?
, pensó mientras él y su cámara se acercaban hacia el ventanal.