Eternidad (33 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Eternidad
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Mirsky se había sentado en una de las sillas. Entrelazó las manos y alzó los brazos por encima de la cabeza.

—Tarea delicada —dijo—. Sin duda Garry entiende hasta qué punto.

Karen miró a su esposo.

Lanier decidió imitar el tono confiado del ruso.

—Pavel dice que la Vía debe ser desmantelada.

—¿Y en caso contrario? —preguntó Ram Kikura.

—Lo será... de un modo u otro —afirmó Mirsky—. No tuve en cuenta estas dificultades. Ni siquiera con una mente mejor de la que poseo ahora. Si fracaso, las consecuencias serán espectaculares.

—¿Es una amenaza? —preguntó Ram Kikura.

—No, una certeza.

—¿Espectaculares hasta qué punto?

—No lo sé. Yo no tracé los planes alternativos. De cualquier modo, tal vez no los entendería en mi forma actual.

—Demasiadas preguntas —dijo Korzenowski desolado—. Ser Mirsky, cuando tu historia trascienda... ¿cuántos de nuestros ciudadanos te creerán y cuántos pensarán que tu aparición es una artimaña de los naderitas ortodoxos para mantenernos atados a la Madre Tierra?

—No puedo ser más convincente de lo que soy —dijo el ruso, soltándose las manos y desperezándose—. ¿Vosotros me creéis? —Miró al grupo con ojos inquisitivos.

Karen, que todavía no había visto su presentación, no aventuró ninguna opinión. Korzenowski, Olmy y Lanier no titubearon en responder afirmativamente. Ram Kikura coincidió con ellos a regañadientes.

—Tenemos que decidir nuestra estrategia —dijo Lanier—. Entre todos podemos diseñar algo digno de ser presentado a los repcorps y senadores de la oposición. Ellos pueden presentar el caso... Ram Kikura puede presentarlo ante el judicial. Un ataque en dos frentes.

—Creo que sería mejor empezar en la Tierra —dijo Ram Kikura—. Dentro de pocos días habrá una reunión del Consejo del Hexamon Terrestre. De todos modos íbamos a presentar allí los resultados de nuestra conferencia. En el Nexo nadie se asombrará si Karen y yo asistimos a la reunión. ¿Qué parte de esto es oficialmente confidencial?

—Todo —le dijo Korzenowski—. Hasta que se haga la recomendación, ninguno de nosotros debe hablar.

—Eso tampoco es estrictamente legal —reflexionó Ram Kikura—. Los neogeshels del Nexo se han convertido en un grupo ambicioso, ¿verdad? Me sorprende que Parren Siliom se una a ellos.

—Prefiere mantener su gobierno unido antes que entregárselo a sus opositores —dijo Lanier.

Ram Kikura pictografió un símbolo complejo que Lanier no pudo leer.

—Evitaré mencionar las armas. Eso podría liarme con la Ley de Defensa, y no soy experta en ella.

—De algún modo, cuando yo no estaba en este cuerpo, y mi mente era inmensa, pensaba que toda la gente racional estaría de acuerdo —dijo Mirsky, sacudiendo la cabeza—. ¡Qué sorpresa es ser humano otra vez!

Lanier sonrió.

—De nuevo duro como un ladrillo, ¿eh?

—No es dureza —dijo el ruso—. Es perversidad, distorsión.

—Amén —dijo Karen, mirando de soslayo a Ram Kikura. La gente es igual en todas partes.

37
La Vía

El traslúcido y abatido fantasma de Demetrios colgaba ante Rhita. Ella estaba blanca de espanto. No había esperado nada semejante. Ahora comprendía que estaba fuera del alcance de los dioses, o en manos de dioses malignos.

—Hemos almacenado sus patrones mentales —le dijo su escolta—. En este momento él no está usando su cuerpo, ni sus pensamientos se desplazan por su cerebro. Se desplazan por otro medio, donde también tú estabas almacenada antes. —Demetrios se plantó delante de Rhita, examinándole el rostro, midiendo sus reacciones—. ¿Sientes angustia?

—Sí.

—¿Quieres que cancele la proyección?

—¡Sí, sí! —Rhita retrocedió, ocultándose tras sus puños cerrados, y rompió a llorar histéricamente. Demetrios extendió sus brazos fantasmales, suplicando, pero no acertó a hablar antes de desvanecerse.

En la cámara indefinida que era su prisión, Rhita se acuclilló en el suelo blando y sepultó el rostro entre las manos. Había agotado sus escasas reservas de coraje. A pesar del espanto y la histeria, comprendió que era totalmente vulnerable a sus captores. Podían devolverla a una fantasía, a un sueño, y ella viviría allí dichosa y sin protestar, respondiendo sus preguntas, tan sólo para estar en un lugar acogedor, lejos de aquella pesadilla.

—No tienes nada que temer —dijo el escolta, agachándose junto a ella—. Hablarías con tu amigo, no con una imagen fabricada por nosotros. Él todavía piensa. Vive una ilusión placentera, como tú antes de pedir que te regresáramos a tu cuerpo.

El escolta aguardó pacientemente, callando mientras el paroxismo pasaba y ella recobraba el dominio de sí. Rhita no supo cuánto duró esto. No podía medir el transcurso del tiempo.

—Oresias y los demás han muerto, ¿verdad? —preguntó entre sollozos.

—La muerte tiene otro sentido para nosotros. Algunos están activos en ilusiones, otros están inactivos, como en un sueño profundo. Ninguno está muerto.

—¿Puedo hablar con alguno de ellos, si lo deseo?

—Sí. Todos están disponibles. Algunos tardarán más tiempo en regresar.

Rhita decidió que era mejor intentarlo de nuevo, aunque no sabía si podría dominarse.

—¿Puedes hacer que Demetrios parezca más real? Me asusta. Parece muerto. Parece un fantasma.

El escolta pareció saborear la palabra «fantasma», repitiéndola varias veces y sonriendo.

—Podemos lograr que parezca tan sólido como tú y como yo, pero aun así será una ilusión. ¿Quieres esa ilusión?

—Sí. Sí.

Demetrios reapareció, más sustancial pero no menos desdichado. Rhita se puso de pie y se le acercó, los brazos a los lados, las manos tensas.

—¿Quién eres? —preguntó apretando los dientes. Todavía le temblaba el cuerpo.

—Demetrios, mekhanikos y didaskalos del Mouseion de Alexandreia —respondió la imagen—. ¿Tú eres Rhita Vaskayza? ¿Estamos muertos?

Hablaba como una sombra, con una voz lenta y trémula. Rhita no pudo evitar que le castañetearan los dientes.

—No lo creo. Hemos sido capturados por demonios. No. —Cerró los ojos, tratando de pensar cómo habría actuado Patrikia en aquella situación—. Creo que nos han capturado seres que no son humanos, pero que poseen máquinas muy avanzadas.

Demetrios trató de avanzar un paso, pero parecía caminar sobre hielo.

—No puedo llegar a ti —dijo—. Debería estar asustado, pero no lo estoy. ¿Soy yo el que está muerto? Rhita negó con la cabeza.

—No lo sé. Él dice que todavía vives. Estás soñando.

—¿Él dice? ¿Qué es él?

Demetrios señaló al escolta.

—Uno de nuestros captores.

—Parece humano.

—No lo es.

Al parecer, el escolta no consideraba necesario prestar atención a la imagen. Se concentraba en Rhita. Esto la asustó aún más.

—¿Los demás están muertos?

—Él dice que están vivos.

—¿Qué podemos hacer?

El escolta, sin apartar los ojos de Rhita, declaró sin énfasis:

—Nada. Escapar es imposible. Todos sois tratados con respeto, y no sufriréis daño alguno.

—¿Le has oído? —preguntó Rhita, señalando al escolta con el pulgar. En realidad quería pegarle, pero sabía que así no lograría nada.

—Sí —dijo Demetrios con voz aflautada—. Nos equivocamos de puerta, ¿verdad?

—Él dice que han pasado años en Gaia.

Demetrios miró a ambos lados, entornando los ojos como si lo rodeara una humareda.

—Parecen sólo horas... ¿Puede llevarnos de regreso a la verdadera Gaia?

—¿Puedes? —preguntó Rhita.

—Es posible —respondió el escolta—. ¿Pero para qué queréis regresar? No es el mismo mundo que conocisteis.

Demetrios no reaccionó. Rhita sintió un retortijón en el estómago. Había heredado el instinto y los conocimientos de su abuela, y podía imaginar a qué se refería. Aquellos seres eran jarts. Los jarts eran rapaces. Así se lo había dicho a Patrikia la gente de la Vía.

Tal vez yo sea responsable de la destrucción de mi mundo.
Alzó las manos automáticamente, como garras simétricas, hasta debajo de la barbilla.

—Demetrios, tengo mucho miedo. Esta... gente parece insensible. Sólo quiere información.

—Al contrario —dijo el escolta—. De hecho somos muy apasionados. Estamos muy interesados en vuestro bienestar. Muy pocas personas han muerto desde que reclamamos vuestro planeta. Muchas están almacenadas. No desperdiciamos nada. Atesoramos cada pensamiento. Tenemos estudiosos, y rescatamos todo lo posible.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Demetrios. Su voz era tan serena, profunda y aflautada que Rhita recordó la sensación de estar en la ilusión y no sentir auténtico miedo.

—¿Deseas que me dirija a tu compañero? —le preguntó el escolta a Rhita.

Desconcertada, comprendiendo que allí se seguía un protocolo que ignoraba, dio su permiso con un cabeceo.

—Es nuestro deber y destino estudiar y preservar los universos, propagar nuestra especie, la mejor y más eficiente de las inteligencias, para servir a los fines del conocimiento. No somos crueles. La crueldad es una palabra y un concepto que solamente he aprendido en vuestro idioma. Infligir dolor y destruir es un desperdicio. También es un desperdicio permitir que otras inteligencias avancen hasta un punto a partir del cual obstaculizarán nuestro crecimiento con su resistencia. Adondequiera que vamos, recogemos y almacenamos, conservamos y estudiamos, pero no consentimos la resistencia.

Demetrios asimiló esto serenamente, con expresión azorada. No sabía casi nada de las historias de Patrikia, sólo lo que Rhita le había contado en la pradera, antes de la llegada de los jinetes kirghiz.

—Me gustaría ver mi mundo —dijo Rhita resueltamente—. Me gustaría que Demetrios y Oresias, y también Jamal Atta, me acompañaran.

—Sólo podemos conceder parte de lo que pides. Jamal Atta se mató antes de que pudiéramos capturarlo. Me temo que no se ha conservado una parte suficiente de su personalidad como para presentar una imagen completa o para controlar un cuerpo reconstruido.

—Debo ir —dijo Rhita, aferrándose a su petición, negándose a permitir que su horror creciente la distrajera. Si sollozaba, si se tocaba el rostro con las manos, perdería la compostura, y no quería humillarse ante esos monstruos, ni ante el pálido Demetrios.

—Te llevaremos allá. ¿Deseas observar el proceso, o prefieres que tu viaje sea instantáneo?

Demetrios la miró fijamente. Rhita no entendió qué quería decirle, pero resultaba obvio para ambos que ella era la persona que más contaba para sus captores.

—Quiero verlo todo —dijo.

—Podría sumirte en la confusión. ¿Deseas que te acompañe y te lo explique, o prefieres que se añada un suplemento a tu psique, a tu memoria, como guía?

Ella agachó la cabeza, casi tocándose las manos. No entendía la segunda alternativa, o quizá rehusaba entenderla.
¿Pueden hacer de mí más de lo que soy?
Tal vez ya la habían modificado. Esa idea le resultaba insoportable.

—Por favor —jadeó—. Ven con nosotros. Llévanos.

Le quedaba una esperanza: que los jarts fueran mentirosos.

Si no lo eran, bien podía darse por muerta, y pondría todo su empeño en morir. Por alguna razón, sospechaba que los jarts no se lo permitirían. A su modo de ver, sería un desperdicio.

38
Ciudad Thistledown

Ram Kikura se preguntó qué sentiría el día en que entrara en Memoria de Ciudad para no regresar nunca, alejada de la vida, en un mundo indistinguible de la vida salvo por su mutabilidad, por sus extraordinarios privilegios. En ese sentido, Memoria de Ciudad podía ser el cielo o el infierno, pero sería un infierno bastante confortable.

Ella había nacido en Memoria de Ciudad, encarnándose como pronto lo haría su hijo; sentir incertidumbre ahora era prematuro y necio. Le faltaba al menos una reencarnación y no llevaba una vida peligrosa; tal vez viviera milenios antes de que el problema se presentara en la práctica.

Pero reflexionaba como un joven natural de la Tierra reflexionaría sobre la muerte. El joven de la Tierra, sin embargo, no podría saborear el otro mundo; ella podía hacerlo cuando y cuanto quisiera, y visitar a su hijo «no nato» era su pretexto habitual.

Sus visitas rara vez duraban más de cinco minutos de tiempo externo; en Memoria de Ciudad esos cinco minutos podían durar meses. Durante su última visita había acompañado a Tapi en una excursión por un Amazonas imaginario y muy embellecido, algo que él había creado como proyecto personal. La simulación fue escogida como lugar permanente en las recreaciones de Memoria de Ciudad, una especie de honor.

Esta visita sería más breve. Estaba entrando en Memoria de Ciudad de Axis Euclid a distancia, desde Thistledown. Eso reducía el tiempo y la complejidad de la experiencia.

Cuando tuvo acceso al espacio personal de Tapi, él estaba dedicado a «limitarse»; descartaba los adjuntos mentales innecesarios mientras preparaba su mentalidad para el nacimiento. Por ley, ningún neonato podía ingresar en su cuerpo necesitando implantaciones de memoria; cada encarnado debía diseñar y escoger un núcleo de personalidad que encajara dentro de los límites de un cerebro humano normal.

—Es doloroso —dijo, compungido—. ¡Aquí hay tanta libertad! ¡El mundo real parece tan duro y limitado!

—A veces lo es.

—Me pregunto si la encarnación es un privilegio tan grande. Ella se desplazó por el espacio personal de Tapi, examinando lo que él había desechado.

—Sabias elecciones —dijo.

Subrutinas ajenas, personalidades modificadas adaptadas para ámbitos abstractos que rara vez encontraría cuando se encarnara, experimentos con imágenes sexuales, tal vez sugeridos por otros no natos; todo almacenado para tener acceso a ello en una fecha futura, o bien para descartarlo definitivamente.

—Desaparece gran parte de mí —se quejó Tapi.

Frente a Olmy, Tapi no se quejaba. Mostraba y explicaba con entusiasmo, pero nunca revelaba sus dudas. Reservaba esto para la madre, y ella se enorgullecía de ver su otra cara.

—No parece haber nada esencial —comentó ella secamente.

—Menos voces en el coro. Pero veo lo que seré con mayor claridad. Creo que Olmy lo aprobará, ¿verdad?

—¿Ha venido a verte? Tapi asintió.

—Hace algún tiempo. Dio su aprobación. Ella contuvo un comentario sarcástico.

—Él sabe reconocer la calidad —dijo en cambio.

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