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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Eternidad (28 page)

BOOK: Eternidad
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Olmy asintió con un gesto de la cabeza.

—¿Es el mismo Mirsky? —le preguntó a Lanier cuando Mirsky regresó al otro lado de la sala.

—Sí y no —dijo Lanier—. No es humano. Korzenowski fulminó a Lanier con la mirada.

—¿Lo sabes o es una conjetura? Lanier frunció los labios.

—No puede ser humano después de lo que ha pasado. Y aún no nos lo ha dicho todo. No sé por qué.

—¿Él sabe si tendrá éxito? —preguntó Olmy.

—No, no creo que lo sepa —respondió Lanier con expresión soñadora—. Nunca he conocido a nadie igual. Le envidio.

—Tal vez todos debamos ser cautos en nuestra evaluación —sugirió secamente Korzenowski—. Tener un ángel entre nosotros... Mirsky regresó una vez más.

—¡Nervioso! No había estado tan nervioso desde... hace mucho tiempo. Y es estimulante.

La irritación de Korzenowski creció.

—¿Ya no te importa nada? —preguntó.

—¿A qué te refieres?

Mirsky se detuvo, mirando al Ingeniero con una intensa expresión de asombro.

—Nosotros... yo me veo forzado a tomar una decisión que he tratado de eludir durante cuarenta años. Si debemos combatir contra los jarts, los resultados podrían ser calamitosos, podríamos perderlo todo. —Hizo una mueca—. Incluso la Tierra.

—Estoy más preocupado de lo que pueda parecer. Hay muchas cosas en juego, además de la Tierra. Korzenowski no se calmó.

—Si de veras eres un ángel, ser Mirsky, tal vez no estés tan preocupado como nosotros por nuestro propio pellejo.

—¿Ángel? ¿Estás enfadado conmigo? —preguntó Mirsky, de nuevo desconcertado.

—¡Estoy enfadado con esta situación! —exclamó Korzenowski, bajando la cabeza—. Perdón por el exabrupto. —Miró a Olmy, que había permanecido de brazos cruzados durante aquel diálogo—. Ambos estamos desgarrados por nuestras emociones. Ser Olmy quisiera volver a sus investigaciones y mantener el Hexamon intacto, y yo estoy fascinado por la perspectiva de la reapertura. Aquella parte de mí que recuerda a Patricia Vasquez...

Lanier se sobresaltó cuando Korzenowski se volvió hacia él.

—Esa parte de mí está ávida. Pero lo que deseamos en nuestra irresponsabilidad puede ser muy distinto de lo que conviene al Hexamon, ser Mirsky. Tus razones son convincentes... sólo me irrita tu actitud displicente.

Korzenowski miró al suelo y suspiró. Mirsky no respondió.

—A decir verdad —intervino Olmy—, las presiones a favor de la reapertura en el Hexamon serían fuertes aun si ti.

—Agradezco vuestras aclaraciones —dijo Mirsky en voz baja—. Yo carezco de perspectiva. Debo tratar al Nexo con cuidado. —Extendió los brazos y se miró el cuerpo; todavía iba vestido con ropa de excursionista—. Tener limitaciones, pensar por canales. Es estimulante estar de vuelta en carne y hueso. Una ceguera desenfrenada, ebria... una paz carnal.

—La sala está llena —dijo el parcial—. Por favor, entrad para prestar juramento.

Mirsky irguió los hombros y entró con una sonrisa. Lanier entró después de Korzenowski y Olmy. Mientras lo acompañaban a su asiento del círculo inferior, recordó la primera vez que había declarado ante el Nexo del Hexamon Infinito en Ciudad de Axis. Ahora, esa época no parecía tan lejana. Entonces las heridas de la Tierra todavía sangraban.

Mirsky se plantó con paciencia en la esfera de testimonio, ante la tarima del ministro de la presidencia. El presidente Parren Siliom ocupó su tarima junto al ministro. Lanier miró el píctor que tenía cerca del asiento, sabiendo que la experiencia lo agotaría de nuevo, pero ansioso de saber qué diría Mirsky esta vez, si se explayaría más.

Un repcorp naderita ortodoxo se sentó junto a él, sonrió amablemente y se interesó por la edad de Lanier.

—Soy de la Tierra —respondió él.

—Entiendo —dijo el repcorp—. ¿Sabes algo sobre este testimonio?

—No conviene que me adelante —respondió Lanier con aire conspiratorio—. Prepárate para la experiencia de tu vida.

30
Gaia

El kirguiz de chaquetón de lana negra presidió una reunión en la tienda de los expedicionarios, sentando con las piernas cruzadas en medio de un círculo formado por cinco de sus hombres, Oresias, Jamal Atta, Demetrios y Lugotorix. Rhita permaneció con los demás fuera del círculo, maniatada con una cuerda fuerte y delgada. Al parecer consideraban que las mujeres eran algo fuera de lo común en una expedición militar; ni siquiera sospechaban que pudiera estar al mando, y nadie se lo dijo.

Un intérprete bajo y nervudo entró en el círculo. Usaba un uniforme desteñido cortado a la moderna manera rhus: con el cuello festoneado y perneras de lino ceñidas sobre botas cortas y flexibles. El jefe kirguiz habló, y el intérprete tradujo sus palabras al helénico.

—Soy Batur Chinghiz. Controlo esta extensión de pradera para mis estimados amos, los rhus de Azovian Miskna. Sois intrusos. Necesito conocer el motivo de vuestra presencia para comunicárselo por radio a mis amos. ¿Podéis explicármelo?

—Estamos realizando una expedición científica —dijo Oresias.

El intérprete sonrió antes de traducir esas palabras al kirguiz. Batur también sonrió, mostrando unos dientes regulares y amarillos.

—No soy estúpido. Si así fuera, pediríais a vuestros estudiosos que lo hicieran por vosotros, en vez de arriesgar vuestra propia vida.

—Se trata de un asunto urgente —dijo Oresias.

—¿Qué hay del moreno, el arabios? ¿Qué dice él? Jamal Atta cabeceó.

—Coincido.

—Con quién, ¿conmigo o con el jefe de tez clara?

—Somos una expedición científica.

—Ah, conque ésas tenemos. Informaré de que estáis mintiendo, y me ordenarán que os mate, o tal vez que os mande enjaulados a Miskna. ¿Habéis tomado parte en la revuelta de Askandergul? —El intérprete añadió—: Se refiere a Alexandreia, por supuesto.

—No entiendo —dijo Oresias.

—¿Estáis huyendo del palacio, sois cobardes que buscan refugio en nuestros vastos territorios?

—Sabemos muy poco sobre la revuelta.

—Nosotros, a decir verdad, sólo hemos recibido noticias en las últimas horas. —El kirguiz irguió los anchos hombros y la barbilla, mostrando unas mejillas planas y oscuras—. Aquí no somos hablantes de jerigonza. —Y el intérprete aclaró—: Quiere decir bárbaros. Tenemos radios, y estamos en contacto con nuestras fortalezas. Incluso nos bañamos cuando los ríos están llenos o cuando estamos en una guarnición.

—Sentimos un gran respeto por los ilustres soldados kirghiz de los rhus de Azovian Miskna —dijo Atta, mirando de soslayo a Oresias—. Somos intrusos, y humildemente suplicamos vuestra misericordia, que bajo el cielo de Dios y en la hierba de los diablos que cabalgan, sin duda el gran jinete Batur Chinghiz nos concederá.

Oresias entornó los ojos, pero no se opuso a ese intento de diplomacia formal.

—Me agradan tus palabras amables y comprensivas, pero no depende de mí concederos misericordia. Soy, como dices, soldado y no amo. Ya basta. ¿Podéis darme más explicaciones antes de que solicite órdenes para disponer de vosotros?

Rhita se estremeció. Le habían arrebatado la clavícula al sacarla de la nave-abeja; ignoraba qué sucedía con la puerta, pero se avecinaba la oscuridad. Quería alejarse de aquel lugar, librarse de toda responsabilidad ante su abuela, ante la Akademeia y ante Su Imperial Hypsélotés, si la reina aún vivía.

Estaba aterrada. Durante las últimas horas había tenido tiempo para asimilar algunos datos que hasta el momento había conseguido ignorar.

Ella era mortal; aquella gente la mataría con gusto, y a todos sus compañeros. Lugotorix no podía protegerla, aunque llegado el caso intentaría morir primero tratando de defenderla.

Aquella situación era obra suya. No podía echar la culpa a su padre ni a Patrikia. Había aceptado ir; las consecuencias de llevarle la noticia a Kleopatra no podían preverse, pero...

Se estremeció.

Los soldados kirghiz los empujaron desde la tienda hasta un recinto improvisado hecho de postes y lonas sacadas del equipo de emergencia de la nave-gaviota. El recinto no tenía techo; estaba abierto al viento helado y a la oscuridad creciente.

—Creo que estamos muertos —murmuró Atta cuando un soldado kirghiz que los miraba con curiosidad instaló el último tramo de lona.

Era una prisión endeble, pero ni se atrevían a tocar la lona. Agitando los rifles y las manos, les habían dado a entender que dispararían contra cualquiera que tocase la tela.

Rhita se acuclilló en el suelo, los brazos sobre las rodillas, y se frotó la cara, fatigada. Le dolía todo el cuerpo a causa de las horas de temor. Necesitaba desesperadamente orinar, pero nadie había preparado una letrina dentro del recinto, y estaba demasiado furiosa y confusa para tomar la iniciativa. Tal vez, sin embargo, pronto no tendría más remedio.

Miró las estrellas con los ojos entornados, más abatida que nunca, y sintió la frialdad de los astros en el rostro. Ni lo saben ni les importa.

Todos los absolutos no significaban nada. ¿Hasta dónde podía llegar una diosa como Athéné? Parecía totalmente inadecuada más allá de Gaia. El consuelo de la plegaria de poco servía si pronto iba a morir, y a morir en la incomodidad y la ignominia, lejos de Rhodos.

—Maldita sea, tengo que orinar —dijo en voz alta. Jamal Atta la miró frunciendo cejas las oscuras.

—También yo. Nosotros...

Rhita no le prestó atención, fascinada por algo que había sobre la cabeza de Jamal Atta: una línea recta, luminosa y verde, singular, austera, muda.

—Prepararemos un sitio aquí... —continuó Jamal Atta.

La línea se deslizó sobre el recinto; Rhita no podía distinguir si estaba cerca o muy lejos. Otra línea verde la cruzó y ambas se desplazaron hacia el borde del recinto. Parecían acercarse.

La puerta.
Algo sucedía en la puerta. Las líneas se perdieron de vista. No había ruidos inusitados fuera del recinto: hombres conversando con acento gutural, botas raspando el suelo, la hierba susurrando en el viento frío del ocaso. La oscuridad era casi completa. Rhita olió tierra, hombres asustados, el verdor de las estepas.

Como una autómata, siguió a Atta hacia la letrina, marcada por líneas de tierra pisoteada. Algunos hombres la miraron de reojo, siempre dispuestos a espiar la desnudez femenina a pesar del susto. Subiéndose los pantalones, ella se alejó de las líneas de tierra y miró a sus compañeros. Estaban abatidos, cabizbajos; la luz tenue de las estrellas y una luna en cuarto creciente perfilaban sus rostros.

A esto se reducía todo. A decir verdad, ahora esperaba que algo saliera por la puerta. Tal vez fuera su única esperanza de escapar.

¿La luz verde había sido real, o la estaban engañando los ojos?

Se quedó quieta unos minutos, los brazos bajo la cazadora. El frío le quitaba fuerzas y le paralizaba la cara. Una ráfaga de viento tensó e hinchó la lona; Rhita se alarmó, esperando una bala, y un goterón de lluvia le dio en el párpado. Una muralla negra de nubes se deslizaba sobre la Luna. Apenas podía ver lo que la rodeaba.

Cayeron más gotas. Prestó atención a los ruidos de fuera, repentinamente alerta, con un hormigueo en los brazos. No había voces. Ni siquiera ruido de cascos ni relinchos de caballos quejándose de la lluvia. Oscuridad, rachas de viento y lluvia azotando la lona.

La Luna brilló por entre las nubes. Lugotorix estaba junto a ella, corpulento y abatido. En silencio, pero tocándole el brazo, señaló hacia arriba y a la izquierda. Una cosa alta, en forma de espada, ancha como un hombre con los brazos extendidos, se erguía sobre su endeble prisión. Sus bordes ondulaban como agua. Súbitamente se arqueó y se perdió de vista.
La muerte
, pensó Rhita.
Parece la muerte.

—¿Kirghiz? —preguntó el kelta en voz baja. Nadie más parecía haber visto nada.

—No —dijo Rhita.

—A mí tampoco me lo parece —murmuró Lugotorix.

Rhita trató de localizar a Oresias y Jamal Atta a la pasajera luz de la Luna. Estaban ocultos entre los demás. Antes de que pudiera encontrarlos, la Luna se ocultó de nuevo.

Un chirrido espantoso la sobresaltó. Gritó y quiso tocar a Lugotorix, pero él no estaba. La lona se rasgaba. Soplaba un vendaval, estela del paso de algo enorme. Sintió unos aguijonazos en la espalda que le quitaron el aliento. Se tambaleó. A poca distancia Lugotorix gemía como un perro apaleado, algo insólito en él. Con la cabeza hacia atrás, la boca abierta, el pelo y el cuello apoyados en algo helado, Rhita vio nuevamente las líneas verdes y rectas.

Algo la elevó. Tuvo la impresión de que la hierba se había vuelto enorme y metálica; el campamento estaba cubierto de hojas de acero flexibles y oscilantes cuyos bordes ondulaban como agua, coronadas por escudos o capuchas verdes. Se le estiró tanto la columna que deseó gritar, pero todos los músculos se le habían paralizado.

Aún podía ver, pero poco a poco comprendió que estaba perdiendo la capacidad de pensar.

Durante lo que le pareció una eternidad, lo vio todo y no vio nada; era como estar muerta.

31
Gaia

La clavícula acudió a sus manos y la consoló. La reconocía; por el momento, eso era suficiente. Había echado de menos la clavícula y se alegraba de recobrarla.

Después —aunque no supo cuándo— comprendió que la clavícula le había dicho que la puerta estaba totalmente establecida, una «anchura comercial». Había otras puertas. Esto no la consoló.

Lugotorix, desnudo entre dos enormes espadas-serpiente, los brazos y muslos con puntos de verdor luminoso.

¿Estás conectada con este hombre?

Sí.

¿Lo necesitas?

Sí.

¿Y a los demás?

Ella pensó en Demetrios y Oresias.

Los salvaron.

Se preguntó qué sería de los demás.

No se sentía cómoda sabiéndose el centro de atención. Durante un tiempo fue demasiadas personas, y varias de ellas fueron sometidas a experiencias desagradables. Eso era todo lo que recordaba. Su cuerpo no sufrió daños.

No tenía intimidad.

Le preguntaron si Athéné, o Isis, o Astarté, habían abierto las puertas de Gaia. Rhita dijo que no. No creía que esos seres, esos dioses, existieran de veras. Eso les interesó.
¿Son los dioses compañeros imaginarios que te consuelan ante la posibilidad de morir?

No supo qué responder.

Tú no fabricaste la clavícula.

No se requería respuesta. Por lo visto, era obvio.

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