El valle de Shangri-La se extendía al pie de los muros del palacio, en un esplendor sombreado y esmeralda, y los últimos rayos del Sol bañaban de oro las cumbres de las montañas. Karen aferró la fría barandilla de piedra de la balaustrada con los dedos blancos.
Las fisuras habían aflorado el primer día.
Las riñas entre los delegados habían comenzado en la ciudad de la tercera cámara, cuando los llevaron a sus apartamentos, situados en los pisos inferiores de un enorme edificio gris y blanco del siglo IX del Viaje. Una mujer de Dakota del Norte había alegado que sus aposentos eran excesivamente lujosos.
—La gente de mi tierra vive en chozas de madera y tierra. Yo no puedo vivir como una reina.
Suli Ram Kikura había sugerido, con cierto candor, que las habitaciones podían adquirir la apariencia más austera que desearan. La mujer de Dakota del Norte resopló despectivamente.
—Unas chabolas falsas en un palacio no ocultarán el palacio —protestó.
Le construyeron una choza en un parque cercano. El gasto de conectar un píctor de extensión y construir la choza había superado el de vivir provisionalmente en el lujo, pero nadie había criticado su elección. A fin de cuentas, aquello era un intento de alcanzar la comprensión y la unanimidad.
Luego hubo disputas acerca del entorno de fantasía donde interactuarían los delegados.
—No podemos esperar resultados duraderos si perdemos todo contacto con la realidad —declaró un delegado de la India.
Había exigido un entorno similar al del palacio de un gran mogol del siglo XIX.
Los demás delegados no accedieron, y él amenazó con irse de la conferencia. Ahora estaba de vuelta en la Tierra.
Lo que al principio parecía fácil y prometedor se había echado a perder rápidamente.
Los delegados restantes habían decidido un entorno apropiado para la interacción, una réplica del Shangri-La de James Hilton, creado hacía siglos para turistas de Thistledown. A las pocas horas hubo otras disputas. Dos delegados se habían enamorado y se quejaban de que el entorno no les permitiría mantener relaciones sexuales.
—No estamos aquí para eso —trató de explicar Karen.
No atendieron a razones. Suli Ram Kikura se impuso y explicó que el entorno había sido modificado para prohibir interacciones sexuales. En aquel proyecto, permitirlas atentaría contra el delicado equilibrio de la atmósfera psicológica. Los dos delegados habían cedido a regañadientes, pero aun así se quejaban de otras menudencias.
Karen comprendió que ella y Ram Kikura habían abordado el proyecto con excesivo idealismo. Esto la avergonzaba: conocía demasiado bien a los humanos para ser tan ingenua. Pero la actitud de Ram Kikura la había afectado profundamente; Karen había aprobado el enfoque entusiasta de la defensora, e inconscientemente había abrigado la insensata esperanza de que todo saldría bien, de que la gente sería razonable a pesar de todo.
Pero aun los que tenían las mejores actitudes y antecedentes eran sólo humanos. Alejados del entorno donde se habían probado a sí mismos, se comportaban como chiquillos.
Los entornos ideales de Memoria de Ciudad eran demasiado seductores para los viejos nativos, y en consecuencia inadecuados para lo que Karen y Ram Kikura intentaban lograr.
Además había tensión en el aire, incluso en Shangri-La, algo que ella no podía definir, pero que parecía obstaculizar el éxito del proyecto.
Suli Ram Kikura apareció en el balcón y le apoyó una mano en el hombro.
—Creo que es hora de que descanses. Karen se echó a reír.
—Este lugar es un descanso de por sí.
—Sí, pero a ti no te sienta bien.
—¿Que somos entonces? ¿Flores silvestres que se marchitan en el invernáculo?
Ram Kikura frunció el ceño. Físicamente había cambiado poco desde que Karen la había conocido hacía cuatro décadas. Seguía siendo deslumbrante; tenía unos rasgos enérgicos y gratamente irregulares, y el cabello dorado.
—Nunca pensé que Thistledown fuese un invernáculo.
—Para esta gente es Shangri-La, aun sin ingresar en Memoria de Ciudad. Debí haberlo sabido.
—Estás cansada.
—Estoy chiflada, demonios.
—Me equivoqué. No es culpa tuya.
—No, pero yo tenía tantas esperanzas de que tuvieras razón, y de que pudiéramos reunirlos a todos aquí... forjar un vínculo. Era un plan tan maravilloso, Suli. ¿Cómo pudo salir tan mal, y tan pronto? Se lo explicamos. ¡Se están comportando como chiquillos!
Rain Kikura sonrió tristemente.
—Tal vez sepan mejor que nosotros lo que necesitan. Yo quise forzar las cosas. Como un padre que quiere privar a su hijo de los juguetes para enseñarle a crecer más deprisa.
—Eso no es justo... —Karen se interrumpió, sorprendida de que aquella comparación de los delegados con chiquillos la molestara. Tenía lazos estrechos con esos viejos nativos. Era una de ellos—. La mayoría ha pasado las de Caín.
—Tal vez se tomaron esto como una excursión —sugirió Ram Kikura—. Y nosotras éramos las guías. Los defraudamos por ser demasiado paternalistas.
Karen rió a su pesar.
Es una verdadera maestra, y aun así es muy ingenua... ambas lo hemos sido.
—¿Qué hacemos ahora?
—Aún me queda un resto de energía para un nuevo intento. Pero tú, querida Karen, no das más de ti.
—Supongo que no. Tengo ganas de darles una patada.
—Así que debes tomarte un descanso. Hemos permanecido en este entorno durante un período de diez horas objetivas. Regresa a tu apartamento.
—A mi cuerpo. Fuera del sueño.
—Precisamente. Fuera de la pesadilla. Y procúrate un verdadero descanso, en tu propia cabeza, un descanso natural sin la intrusión de Memoria de Ciudad.
—Pero ¿cómo podría este lugar no ser de descanso? —preguntó Karen nostálgica.
Despuntaban las estrellas, nítidas y reales como las había visto desde la Tierra. El viento nocturno olía a jazmín y madreselva.
—¿Aceptas? —preguntó Ram Kikura. Karen asintió.
—Entonces vete. Si algo mejora, te lo comunicaré. De lo contrario, terminaré con esta farsa y los enviaré de vuelta a sus cuerpos. Los escoltaremos a la Tierra y comenzaremos a planificar de nuevo. —Enarcó las cejas e inclinó la cabeza, mirando fijamente a Karen—. ¿De acuerdo?
—Sí. Yo... ¿cómo regreso?
—Pantuflas de color de rubí, querida. Recuerda el código. Karen se miró los pies. En vez de sus botas blandas de cuero de venado, llevaba unas pantuflas rojas. Las juntó.
—No hay lugar como el hogar —dijo. Ram Kikura desapareció.
Una hora objetiva después, en su apartamento provisional, Karen se puso un kimono de seda que un grupo de supervivientes le había regalado hacía treinta años en Japón y se acostó en un diván con una copa de Chardonnay fresco de Thistledown a escuchar la música de un cuarteto de Haydn sin acompañamiento píctor. El ambiente del apartamento reproducía un porche al aire libre frente a la playa de una isla tropical. Más allá del mar azul ancho y rutilante humeaba un volcán diminuto cuyo penacho se mezclaba con una acumulación de nubes con forma de yunque. Una brisa cálida y salobre le acariciaba el cabello claro.
La ilusión era tan completa como si no se hubiera ido de Memoria de Ciudad, pero había cierta sensación, cierto conocimiento de que su cuerpo era engañado y estimulado, y no solamente su mente. Era una distinción dudosa. Muchas cosas eran dudosas en Thistledown.
Somos todos tan pueriles
, pensó, bebiéndose el vino y contemplando el volcán distante.
Tal vez Garry tenga razón el burlarse de todo y dejar que la vejez lo venza. Tal vez todos quedamos agotados al cabo de cuarenta años, y él simplemente es franco.
El control de la sala sonó melodiosamente. Karen se reclinó en la silla y respondió con languidez:
—¿Sí?
—Dos hombres desean hablarte, ser Lanier. Uno es tu esposo y el otro es Pavel Mirsky.
A su pesar, sintió un escalofrío. Justo cuando pensaba en él.
—Borra la isla y presenta el entorno estándar. —El porche, la playa, el volcán y el mar desaparecieron y fueron reemplazados por una salita decorada con la clásica austeridad del Hexamon—. De acuerdo.
Garry apareció en medio de la habitación.
—Hola, Karen.
—¿Cómo estás?
Karen acarició la copa de vino; se alegraba de verlo —seguía preocupada por él— aunque también sentía una extraña irritación. Pero la muda discordia entre ambos había durado tanto tiempo que Karen no deseaba revelar sus emociones. Esa era su armadura.
—Estoy bien. He pensado en ti.
—Me preguntaba si estarías aquí —dijo ella a la defensiva, notando que se le ablandaba la voz.
—Quise hablarte antes, pero no deseaba interrumpir tu conferencia.
—Adelante, por favor —dijo Karen. Tuvo una imagen mental de quién deseaba ser en ese momento: Bette Davis, la actriz americana de principios del siglo XX, fría y despectiva, inaccesible pero deseable. Pero los píctores del apartamento no podían causar ese efecto.
—Tenemos que hablar con Suli Ram Kikura.
—Todavía está en Memoria de Ciudad, tratando de que haya menos picotazos en el gallinero.
—¿Problemas?
—Las cosas no van bien, Garry. —Ella desvió la mirada, notó que había metido el dedo en el vino, lo sacó y dejó la copa—. Estoy descansando. ¿Qué hay de Mirsky? ¿Qué sucede?
No había podido contener la curiosidad.
—¿Has seguido las votaciones del Nexo? Ella negó con la cabeza.
—Se avecinan problemas graves. Lanier le explicó la situación.
Había llegado el momento de cambiar de actitud; aquella visita no era personal. Pero el cambio no le resultaba fácil.
—Eso no parece típico del Nexo. ¿Sin consultar a la Tierra?
—Mirsky nos ha contado cosas asombrosas, y francamente no me gusta que el Nexo deniegue su petición. Creo que reabrir la Vía y dejarla abierta es una pésima idea.
—¿Suli se ha enterado?
—No.
Karen pensó deprisa, olvidando sus conflictos por el momento. De nuevo eran un equipo, trabajando juntos en un problema. Algo había cambiado en su esposo. ¿Qué había hecho Mirsky, con él y con todos ellos?
—De acuerdo. La buscaré en Memoria de Ciudad y le diré que es urgente. Luego organizaré una reunión. ¿Dónde estás?
—En los aposentos del Nexo, en la cúpula.
—Y Mirsky... ¿es realmente Mirsky?
—Sí.
La firmeza de su respuesta no dejaba lugar a dudas. Conocía demasiado a Lanier para pensar que había llegado a esa conclusión a la ligera. Un poco sorprendida, descubrió que aún confiaba en el juicio de su esposo en tales cuestiones, y quizá también en otras. ¿Por qué era sorprendente? No le disgustaba Garry, le disgustaba la idea de perderlo para siempre. Su discordia y su distanciamiento no nacían de la desconfianza ni de la aversión.
—Esto es importante, pues —comentó con aire inquisitivo.
—Lo es. Y además, Karen, no quiero que nuestros problemas se pierdan en ello. Karen se sonrojó.
—¿A qué te refieres?
—También necesito hablar sobre otras cosas.
—¿Sí?
—Cuando haya tiempo.
—De acuerdo —dijo ella, tensa.
—Te amo —dijo Lanier, y su imagen se disipó.
Contra su voluntad y para su sorpresa, Karen sintió un nudo en la garganta y tuvo que esforzarse para reprimir las lágrimas. Hacía años que él no le decía esas palabras.
—Maldito seas, Garry —masculló.
Antes de perder por completo el recuerdo de su captura, evaporado por el falso sol de Rhodos, preguntó al joven:
—¿Dónde están mis amigos?
—Conservados —respondió el joven.
Ella intentó preguntar algo más pero no pudo. Sus pensamientos se restringían a ciertos canales. Con desgarradora conciencia de la falsedad de ese lugar, se obligó a pensar:
No estoy libre.
Sintió un escalofrío de espanto. No podía estar entre la gente de su abuela. La sophé le habría hablado de tales horrores.
¿Quiénes eran sus captores?
No comprendía cómo estas cosas eran posibles, cómo podía estar en un lugar sin estar allí. Esto no era un sueño, a pesar de su irrealidad; no se sentía como en un sueño. Fuera lo que fuese, lo construían a partir de ella, pero no era suyo; ella no lo controlaba.
Atravesó la casa de piedra donde había vivido Patrikia, rozando las frías baldosas con los pies descalzos, examinando cada habitación, notando que ellos deseaban saber más acerca de la sophé, pero reacia a decírselo. O a mostrárselo. Trataba de bloquear el recuerdo de su abuela. ¿Cómo podía hacerlo? Ellos parecían muy fuertes.
Decidió ignorar al joven. Él le respondía con evasivas. No había manera de saber si lo poco que le decía era verdad.
Un torrente de furia y pensamientos confusos le enturbió la vista y la biblioteca de Patrikia se esfumó. Cuando recobró la visión, los Objetos estaban en el suelo a su alrededor, la clavícula en su caja de madera.
—Este dispositivo sirve para pasar de la Vía a otros mundos. Llamaste nuestra atención al usarlo en la puerta.
Rhita miró por encima del hombro. El joven estaba a sus espaldas. Su rostro seguía borroso.
—¿Dónde lo conseguiste? —preguntó.
—Ya lo sabes.
—¿Dónde lo consiguió tu abuela?
Rhita cerró los ojos, siguió viendo la clavícula delante y sintió la pregunta no respondida.
—No vamos a torturarte —dijo el joven—. Necesitamos la información para llevarte a donde deseas ir.
—Quiero ir a casa —murmuró ella—. A mi verdadero hogar.
—Tú no fabricaste este dispositivo. Tu abuela no lo fabricó. En tu mundo no saben usar estas cosas. Queremos saber cómo llegó aquí. ¿Alguna vez te has comunicado con la Vía, tal vez en el pasado remoto?
—Mi abuela, ya te lo he dicho.
¿Qué les había dicho? ¿Y cuántas veces?
—Sí. Te creemos.
—Entonces no insistas más.
Se volvió hacia el joven, y la furia volvió a enturbiarle la visión. Cada vez que se enfadaba, ellos sabían más; pero en realidad no trataba de ocultarles nada. Sospechaba que no podía ocultarles datos si ellos eran capaces de hacerle creer que estaba en Rhodos cuando no estaba. Debería estar muerta de miedo.
—No hay motivos para tener miedo. No estás muerta, no estás herida.
El rostro del joven cobró nitidez repentinamente, como si hubieran apartado un velo, no de oscuridad sino de ignorancia. Tenía unos rasgos regulares, los ojos y el cabello negros y una sombra de barba. Parecía un chico de las playas de Rhodos.