Toda esta riqueza era custodiada por unas puertas enormes que resguardaban la entrada a la ciudad. Seis piedras inmensas formaban un arco monumental encima de las puertas de hierro y madera de roble, inmunes al fuego y a los golpes de los arietes.
Junto a estas puertas estaba Lot, hijo de Harán y sobrino de Abraham, cuando llegaron las tres criaturas aladas.
Eran pálidas, radiantes y distantes. Formaban parte de la esencia de Dios y, en cuanto tales, carecían de cualquier imperfección. De su espalda brotaban cuatro apéndices largos, envueltos en un haz de plumas, fácilmente comparables con alas luminosas. Las cuatro extremidades aleteaban al paso de las criaturas, del mismo modo que uno mueve los brazos al caminar. A cada paso adquirían una forma y una masa, hasta que se detuvieron frente a las puertas, desnudos y ligeramente confundidos. Su piel era radiante, como el más puro alabastro, y su belleza era un doloroso recordatorio de la imperfección mortal de Lot.
Fueron enviados allí para castigar el orgullo, la decadencia y la brutalidad que se habían incubado tras los muros de la próspera ciudad. Gabriel, Miguel y Oziriel eran emisarios de Dios: sus creaciones más queridas y leales y sus soldados más despiadados.
Y entre ellos, Oziriel era quien gozaba de su mayor favor. Oziriel pensaba visitar esa noche la plaza de la ciudad, adonde se les había ordenado ir, pero Lot les suplicó que permanecieran con él en su casa. Gabriel y Miguel aceptaron, y Oziriel, el tercero y el más interesado en comprobar los vicios de estas ciudades, se vio obligado a ceder a los deseos de sus hermanos. De los tres, era Oziriel quien contenía la voz de Dios en su interior, el poder de la destrucción que borraría a las dos ciudades pecaminosas de la faz de la Tierra. Él era, como se subraya en todos los relatos, el favorito de Dios: su creación más pura y hermosa.
Lot había sido bendecido con una esposa piadosa, tierras y ganado en abundancia. Así que el banquete en su casa fue abundante y variado. Los tres arcángeles se divirtieron como hombres, y las dos hijas vírgenes de Lot les lavaron los pies. Esas sensaciones físicas eran nuevas para los tres, pero para Oziriel resultaron abrumadoras, alcanzando una dimensión que no afectó tan profundamente a los otros dos arcángeles. Esta fue la primera experiencia de individualidad de Oziriel, de su separación de la energía de la divinidad. Dios es ante todo energía, no un ser antropomórfico, y su lenguaje es la biología. Los glóbulos rojos, el principio de la atracción magnética, las sinapsis neurológicas… todo es un milagro, y en cada uno de nosotros se encuentra la presencia y el flujo de Dios. La esposa de Lot se cortó mientras preparaba un aceite de hierbas aromáticas para el baño, y Oziriel contempló su sangre con gran curiosidad: su olor le excitó. Le tentó. El color le pareció precioso, exuberante…, como rubíes líquidos centelleando a la luz de las velas. La mujer —que protestó por la presencia de aquellos hombres desde un principio— retrocedió al ver cómo el ángel miraba embelesado su herida.
No era la primera vez que Oziriel venía a la Tierra. Ya había estado aquí cuando Adán murió a la edad de novecientos treinta años, y con los hombres que se rieron de Noé cuando les anunció el Diluvio, antes de perecer en medio de las aguas turbulentas y oscuras. Pero siempre había atravesado esa dimensión terrenal de forma espiritual, con su esencia unida a la del Señor, y nunca se había hecho carne.
De modo que Oziriel nunca había sentido hambre. Tampoco dolor. Y ahora era asediado por una avalancha de sensaciones. Había sentido ya la corteza de la Tierra bajo sus pies…, el aire frío de la noche acariciándole el vello de los brazos…, había probado los frutos de la tierra y la carne de los mamíferos inferiores. Pensó que podría apreciar mejor todo eso si permanecía al margen, con el distanciamiento de un viajero, pero se encontró acercándose más de lo debido a la humanidad y a la Tierra misma. Se sintió próximo a esa raza animal. Al agua fresca derramada a sus pies. Digiriendo los alimentos con su boca y su garganta. Las experiencias físicas se hicieron adictivas, y la curiosidad se apoderó de Oziriel.
Cuando los hombres de la ciudad llegaron a la casa de Lot después de saber que albergaba a unos desconocidos misteriosos, Oziriel se quedó cautivado con sus gritos. Los hombres, que blandían antorchas y armas, exigieron que les mostraran a los visitantes para conocerlos. Estaban tan excitados por la belleza que se les atribuía a estos viajeros, que deseaban poseerlos. La sexualidad exacerbada de la multitud fascinó a Oziriel, recordándole su propio deseo, y cuando Lot salió a negociar con ellos —ofreciendo a sus hijas vírgenes en lugar de los viajeros solo para ser rechazado—, el arcángel utilizó sus poderes para salir de la casa sin ser visto.
Se mezcló rápidamente con la multitud. Escondido en un callejón cercano, sintió la energía delirante del movimiento colectivo; era una energía muy diferente a la emanada de Dios, y sin embargo, los hombres poseían la misma belleza y gloria que eran atributos de la divinidad. Estos sacos ondulantes de carne —sus rostros frenéticos y expectantes— deliraban como un solo ser, buscando la comunión con lo desconocido de la manera más animal posible. Su lujuria denotaba una pureza embriagadora.
Mucho se ha hablado de los vicios de Sodoma y Gomorra, pero pocos pudieron apreciarlos como Oziriel cuando se internó en las calles de la ciudad, iluminadas por un complejo sistema de lámparas de aceite labradas en bronce y cubiertas de alabastro sin tallar. Los marcos de oro y de plata de las puertas adornaban los pórticos de todas las casas con representaciones de sus tres plazas concéntricas.
Un pórtico de oro ofrecía mercancías humanas, y uno de plata prometía oscuros placeres. Quienes cruzaban las puertas de plata buscaban sensaciones crueles o violentas. Y era esa crueldad la que Dios estaba dispuesto a castigar. No la abundancia ni el abandono, sino el sadismo degradante que los ciudadanos de Sodoma y Gomorra exhibían ante viajeros y esclavos. Eran ciudades poco hospitalarias e indiferentes. Los esclavos y los enemigos capturados eran comprados a las caravanas para complacer a los clientes de los pórticos de plata.
Y, ya fuera premeditada o accidentalmente, Oziriel cruzó uno de los pórticos de plata. La anfitriona era una mujer robusta de piel clara y aceitunada. Era la esposa de un tratante de esclavos, ordinaria y descuidada, cuyo único interés era el lucro. Y esa noche, al mirar desde su asiento en el vestíbulo de aquella casa pública, vio a la criatura más hermosa y benévola que se hubiera presentado jamás allí, de pie ante ella bajo el dorado resplandor de la lámpara. La apariencia de los arcángeles era perfecta y asexuada. Completamente lampiños, su piel era inmaculada y opalina y sus ojos perlados. Sus encías eran tan pálidas como el marfil de sus dientes, y la gracia de sus extremidades alargadas residía en su simetría perfecta. No evidenciaban trazas de órganos genitales, un detalle biológico que repercutiría indirectamente en el horror que se desencadenaría.
La belleza de Oziriel—su benigna magnificencia— era tal que la mujer sintió deseos de llorar y de pedir perdón. Pero los años que llevaba en ese oficio le dieron fortaleza para vender sus servicios. Cuando Oziriel presenció la violencia refinada dentro de las paredes del establecimiento, sintió que su gracia primitiva se desvanecía —abandonándolo mientras el deseo surgía en su interior—, y aunque no sabía exactamente qué era lo que buscaba, lo encontró.
En un impulso súbito, Oziriel agarró a la dueña del cuello, y la condujo hacia el muro de piedra que rodeaba el jardín, excitado al ver cómo su expresión se transformaba del halago al terror. Oziriel sintió los tendones fuertes y delicados alrededor de la garganta, y los besó y los lamió, probando su sudor salado y rancio. Y luego, obedeciendo a otro impulso, le dio un mordisco fuerte y profundo y le rasgó la carne con los dientes, reventándole las arterias como si fueran cuerdas de arpa —
ping, ping
—, y bebió la sangre a borbotones. Cuando Oziriel asesinó a aquella mujer, el objetivo no era realizar una ofrenda a su Señor todopoderoso, sino más bien conocerlo.
Para saber. Para poseer. Para dominar y conquistar
.
Y el sabor de la sangre, la muerte de la corpulenta mujer y la fluidez del intercambio de poder le llevaron a un éxtasis total. Consumir la sangre que había brotado de la esencia y de la gloria de lo divino —y, de esa forma, interrumpir el flujo que era la presencia de Dios— sumió a Oziriel en un estado de frenesí. Quería más. ¿Por qué Dios le había negado
eso
a él, que era su favorito? La oculta ambrosía en estas criaturas imperfectas.
Se decía que el vino fermentado de las peores bayas era el más dulce. Pero ahora, Oziriel se preguntó: ¿Qué pasa con el vino elaborado con las bayas más exquisitas?
Oziriel, con el cuerpo inerte de la mujer a sus pies, la sangre derramada brillando con un color plateado bajo la luz de la luna, solo concibió un pensamiento:
¿Los ángeles tienen sangre?
E
l señor Quinlan cerró las páginas del
Lumen
y miró a Fet y a Gus, armados hasta los dientes y listos para partir. Aún había mucho que aprender sobre los orígenes del Amo, pero la mente de Quinlan ya bullía con la información que contenía el libro. Escribió un par de notas, encerró unas pocas transcripciones en círculos y se puso en pie. Fet agarró el libro, lo envolvió de nuevo, lo guardó en su mochila y se la entregó al señor Quinlan.
—No lo llevaré conmigo —le dijo al señor Quinlan—. Si no lo logramos, tú debes ser el único que sepa dónde está escondido el libro. Si nos capturan y tratan de quitárnoslo…, me refiero, aunque nos desangren, no podremos hablar sobre lo que no sabemos, ¿verdad?
El señor Quinlan asintió ligeramente, aceptando el honor.
—Realmente me alegro de deshacerme de él…
Si tú lo dices…
—Sí, lo digo. Ahora, si no lo conseguimos… —dijo Fet—. Tú tienes el arma más importante. Concluye el combate. Mata al Amo.
Nueva Jersey
ALFONSO CREEM SE SENTÓ EN UN SILLÓN RECLINABLE La-Z-Boy afelpado y blanco como la cáscara de un huevo, con las zapatillas Puma sin atar sobre el reposapiés, sosteniendo en su mano un juguete de goma mordisqueado. Ambassador y Skill, sus dos perros loberos, descansaban en el suelo de la sala, atados a las patas de la mesa, observando con sus ojos plateados la pelota de rayas rojas y blancas.
Creem apretó el juguete y los perros gruñeron. Por alguna razón esto le resultaba particularmente divertido, así que repetía el proceso una y otra vez.
Royal, el primer teniente de Creem —que había pertenecido a los Zafiros de Jersey, unos pandilleros curtidos—, estaba sentado en la parte inferior de la escalera, bebiendo una taza de café. La nicotina, la marihuana, y todo lo demás cada vez eran más difíciles de encontrar, así que Royal había improvisado una nueva forma de consumo del único vicio relativamente disponible en el Nuevo Mundo: la cafeína. Arrancaba un pedazo de un filtro de papel, hacía una bolsa con una cucharada de café molido, y luego se la metía en las encías como si fuera tabaco de mascar. Tenía un sabor amargo, pero lo mantenía espabilado.
Malvo estaba sentado junto a la ventana de enfrente, con un ojo vigilando la calle, en busca de convoyes de camiones. Los Zafiros habían recurrido al secuestro para mantenerse con vida. Los chupasangres cambiaban sus rutas, pero Creem había visto pasar un cargamento de alimentos pocos días atrás y pensó que ya era hora de entrar en acción.
Su mayor prioridad era alimentarse y alimentar a su banda. No era ninguna sorpresa que el hambre debilitaba la moral. La segunda prioridad era alimentar a sus perros. El olfato agudo de los loberos y sus habilidades innatas de supervivencia habían alertado en más de una ocasión a los Zafiros de un inminente ataque nocturno de los chupasangres. Alimentar a sus mujeres era la tercera prioridad. Las mujeres no eran muy especiales; unas cuantas vagabundas desesperadas recogidas al borde del camino, pero eran mujeres cariñosas, y estaban vivas. Estar «vivo» era algo muy sexy en aquellos días. La comida las mantenía tranquilas, agradecidas y cerca de ellos, y eso era bueno para su banda. Además, Creem no buscaba mujeres flacas ni de aspecto enfermizo. Le gustaban rollizas.
Desde hacía varios meses se enfrentaba a los chupasangres, peleando solo para defender su territorio. Para un humano resultaba imposible afianzar su posición de esta forma en esta nueva economía dominada por la sangre. El dinero en efectivo y las propiedades, e incluso el oro carecían de valor. La plata era el único artículo con el que valía la pena traficar en el mercado negro, además de los alimentos. Los humanos que trabajaban para el Grupo Stoneheart estaban confiscando toda la plata que encontraban, y la guardaban en las cámaras acorazadas de los antiguos bancos. La plata era una amenaza para los chupasangres, aunque primero tenías que fabricar un arma con ella, y no quedaban muchos plateros en aquellos días.
Así, los alimentos eran la nueva moneda (el agua todavía era abundante, pero había que hervirla y filtrarla). Stoneheart Industries, después de transformar los mataderos y los frigoríficos en campamentos de extracción de sangre, había dejado casi intacto la mayor parte del sistema de transporte de este sector. Los chupasangres, al apoderarse de toda la organización, ahora controlaban las espitas. Los alimentos eran cultivados por los humanos, que trabajaban como esclavos en los campamentos. Complementaban el breve periodo de débil luz solar con enormes granjas iluminadas con luces ultravioleta: esplendorosos invernaderos con frutas y verduras, grandes corrales para pollos, cerdos y ganado vacuno. Las lámparas ultravioleta eran letales para los chupasangres, y por lo tanto, eran las únicas zonas reservadas exclusivamente para los humanos.
Creem estaba al tanto de todo esto gracias a los conductores de Stoneheart que había secuestrado.
Fuera del campamento, la comida podía conseguirse con tarjetas de racionamiento, adquiridas solo con trabajo. Debías ser un trabajador con todos los documentos en regla para recibir una tarjeta de racionamiento: era preciso obedecer a los chupasangres para poder comer. No existía otra opción.
Los vampiros eran básicamente policías psíquicos. Jersey era un estado policial, donde los poseedores de aguijones lo observaban todo, transmitiendo sus informes de manera automática, y no sabías quién te había delatado hasta que ya era demasiado tarde. Los chupasangres simplemente trabajaban, se alimentaban y se resguardaban en nidos de tierra durante el par de horas de luz. En general, aquellos zánganos eran disciplinados y —al igual que los esclavos humanos— comían cuando les mandaban y lo que les mandaban; normalmente, las raciones de sangre procedían de los campamentos, aunque Creem había visto a algunos aventurarse fuera de la reserva. Podías caminar de noche por las calles al lado de los chupasangres si simulabas venir del trabajo, pero se esperaba que los humanos se sometieran a ellos como ciudadanos de segunda. Sin embargo, ese no era el estilo de Creem. No en Jersey. ¡No, señor! Eso jamás.