Entonces, sucedió algo milagroso. Sin saberlo yo, entre el público al que me había dirigido el 1 de diciembre en Jersey, se hallaba una mujer que, después de escuchar mis penas, decidió hacer algo al respecto. Era una bibliotecaria de Englewood, Nueva Jersey, llamada Ann Sparanese. Aquella noche, se fue a casa y se conectó a Internet para escribir una carta a sus amigos bibliotecarios, que colgó en un par de páginas dedicadas a temas literarios progresistas, en la que les contaba lo que HarperCollins planeaba hacer. Me riñó (al más puro estilo de las bibliotecarias) por no hacer público mi caso, pues no tenía derecho a callar en el creciente clima de censura que empezaba a respirarse en el país y que afectaba a todo el mundo. Cabe recordar que la nueva ley antiterrorista USA Patriot Act prohibía a los bibliotecarios denegar a la policía información sobre quién está leyendo qué. ¡Incluso podían acabar en la cárcel si contactaban un abogado! Pese a esta atmósfera opresiva, Ann Sparanese pidió a todo el mundo que escribiera a HarperCollins y exigiera que pusiera a la venta el libro de Michael Moore.
Y eso es lo que cientos y luego miles de ciudadanos hicieron.
Yo no tenía la menor idea de que esto se estaba cociendo hasta que recibí una llamada de HarperCollins.
¿QUÉ LES DIJISTE A LOS BIBLIOTECARIOS? inquirió la voz al otro extremo de la línea.
¿De qué hablas? le pregunté, desconcertado.
Estuviste en Nueva Jersey y contaste todo a los bibliotecarios.
No había bibliotecarios en Nueva Jersey y.. ¿Cómo sabes lo que dije?
Está en Internet. Algún bibliotecario se ha empeñado en difundir la historia, ¡y ahora estamos recibiendo un montón de correo hostil por parte de bibliotecarios!
Vaya, me dije. Los bibliotecarios son, sin duda, un grupo terrorista con el que uno no desearía enzarzarse.
Lo siento dije, apocado. Pero te juro que comprobé que no hubiera prensa en la sala.
Pues ahora ha salido a la luz, y no hago más que recibir llamadas de Publisher's Weekly.
Pocos días después, PW citó una supuesta declaración de mi editor en la que afirmaba que yo reescribiría el libro (más tarde, éste la desmintió rotundamente). Después de guardar silencio ante la prensa durante meses, esperando poder arreglar las cosas pacíficamente, le conté a PW todo el vía crucis por el que había pasado, así como que había 50.000 copias de mi libro retenidas como rehenes en Scranton. Entonces, el periodista me habló de la bibliotecaria de Nueva Jersey que había alborotado el avispero.
No conozco a esa mujer dije, pero sea quien sea me gustaría agradecérselo.
La semana siguiente, después de que me convocaran a un encuentro con el alto mando en HarperCollins en el que se me amenazó nuevamente con que mi libro «simplemente no puede salir al mercado con esa portada y ese título», recibí una llamada de mi agente para comunicarme que el libro se pondría a la venta tal como estaba, sin un solo retoque.
La editorial estaba mosqueada porque todo había salido a la luz pública y ellos quedaban como unos censores (que es lo que eran). «¡Malditos bibliotecarios! » Dios los bendiga. No debería sorprender a nadie que los bibliotecarios fueran la vanguardia de la ofensiva. Mucha gente los ve como ratoncitos maniáticos obsesionados con imponer silencio a todo el mundo, pero en realidad lo hacen porque están concentrados tramando la revolución a la chita callando. Se les paga una mierda, se les recortan su jornada y sus subsidios y se pasan el día recomponiendo los viejos libros maltrechos que rellenan sus estantes. ¡Claro que fue una bibliotecaria quien acudió en mi ayuda! Fue una prueba más del revuelo que puede provocar una sola persona.
Sin embargo, la airada editorial había decidido que este libro debía morir de un modo u otro, con o sin bibliotecarios. Ordenaron que no se imprimieran más ejemplares y me notificaron que no habría promoción en los periódicos y que mi gira de presentación se limitaría a tres ciudades («tres y media si quieres contar la ciudad en la que vives»): Ridgewood, Nueva Jersey (donde reside el congresista republicano que en las elecciones de 2000 compitió contra el ficus que nuestro programa de televisión había designado como candidato); Arlington, Virginia (sede del Pentágono) y Denver. Pregunté si habían extraído tan brillante idea del manual Cómo acabar con un libro. El día de la presentación se acercaba peligrosamente, y HarperCollins había acordado con las emisoras un total de cero apariciones televisivas. El libro no se mencionó ni en la radio ni en la televisión pública y se me informó de que una cadena de librerías vetaba mi aparición en sus dependencias «por razones de seguridad».
Así pues, el libro parecía listo para un entierro inmediato cuando decidí publicar una carta en Internet en la que refería todo por lo que había pasado. Denunciaba que en esta nueva era de represión, las palabras se antojaban tan peligrosas como terroristas y pedía a los lectores que compraran el libro para no dejar que quedaran sepultadas.
En pocas horas se vendieron los 50.000 ejemplares. Al día siguiente, Estúpidos hombres blancos era número uno en la lista de Amazon.com. HarperCollins se hallaba en estado de choque. ¿Cómo era posible? Me habían dicho que la obra jamás llegaría a conectar con el pueblo norteamericano.
Al quinto día, el libro ya iba por su novena reimpresión. La editorial no daba abasto. Se colocó en el primer puesto de la lista de libros más vendidos del New York Times y de las del resto del país. Durante meses no fue posible encontrar un ejemplar en las librerías.
Mientras escribo esto, Estúpidos hombres blancos se halla en su quinto mes como líder de todas las listas. Sigue sin haber recibido publicidad alguna en los periódicos, y yo sólo he aparecido en dos programas de televisión: uno que se emite hacia la una de la madrugada y otro que empieza a las siete de la mañana.
El ostracismo mediático no ha surtido el menor efecto. El público estadounidense, al que los medios pintan más burro que un canasto, ha demostrado que sabe estar a la altura de las circunstancias, y no hay más que agradecérselo a George W Bush. Sus acciones desde aquel mes de septiembre han estremecido a todo americano pensante. Este libro ha vendido más ejemplares que ningún otro título de no ficción en Estados Unidos este año.
La última noticia que tuve es que iba camino de su 25' impresión. Ánimo, ciudadanos de este hermoso planeta: puede que, después de todo, haya todavía esperanza para nosotros, los americanos.
Lo que me alegra de que ahora se edite fuera de EEUU es que, a juzgar por el correo que recibo de Londres a Liverpool y de GaIway a Perth, los estadounidenses no tenemos el monopolio de los estúpidos hombres blancos. Después de que el libro alcanzara el primer lugar de ventas en Canadá (puesto en el que sigue después de cuatro meses), empecé a recibir incontables cartas de canadienses contándome qué banda de cabrones gobiernan su país, desde el arrogante (aunque lameculos de EEUU) primer ministro hasta el magnate que posee casi todos los grandes periódicos, una miríada de cadenas de televisión y 120 periódicos locales. No hay duda de que los canadienses podían identificarse con mi discurso.
Entonces, sucedió algo curioso. Mi esposa me llamó para que echase un vistazo a la pantalla de su ordenador, y allí estaba: Estúpidos hombres blancos, en el número uno de las listas de Amazon en el Reino Unido. ¿Cómo era posible? Allí todavía no había salido a la venta. Sin posibilidad de adquirirlo en Gran Bretaña (HarperCollins había respondido a mis repetidas peticiones de que publicaran una edición inglesa con persistentes negativas), los británicos e irlandeses estaban comprando ejemplares importados que se vendían notablemente más caros. A sabiendas del dinero que había de por medio, ReganBooks/HarperCollins pusieron las imprentas a toda máquina para exportar otros miles de ejemplares a las Islas Británicas. En una semana, el libro ya estaba en el primer puesto de la lista de ventas del Sunday Times.
Ahora ya me he librado del rodillo de Murdoch, gracias a la ayuda de Penguin Books, del Reino Unido, que se ofreció a publicar la edición de bolsillo. La misiva que me enviaron es una de las muestras más generosas y firmes de compromiso con mi trabajo que he visto nunca y agradezco su apoyo enormemente.
No es la primera vez que establezco una relación mejor con extranjeros. La BBC se ofreció a producir mi primera serie, TV Nation, después de que la NBC la rechazara en Estados Unidos.
Una vez recibida la aprobación de la BBC, la NBC decidió que había cometido un error y nos incluyó en su parrilla. Posteriormente, la BBC produjo mi documental The Big One. El Channel Fotir produjo más tarde la primera temporada de nuestra siguiente serie, The Awful Truth, y su socio canadiense, Salter Strect Filins, acabó financiando mi siguiente película, Bowling for Columbine. Resulta triste y afortunado a la vez que para conseguir dinero que me permita ofrecer al público norteamericano obras que examinan la condición estadounidense, deba abandonar mi país.
Sin duda, no hace falta escarbar mucho para dar con estúpidos hombres blancos en Estados Unidos. Sin embargo, pese a que estoy muy agradecido con todos aquellos que en distintos países me han ayudado, resultaría parcial de mi parte achacar únicamente a mi país la existencia de ese colectivo aberrante. Un sinnúmero de criaturas de esta ralea acechan en toda la Commonwealth y en la misma tierra de Irlanda que mis bisabuelos llamaron su hogar.
En Gran Bretaña, parece que toda la atención de los últimos años se ha centrado en el mal de las vacas locas'..., dejando de lado a los hombres locos. El mero hecho de que no comamos hombres locos no es motivo para pasar por alto este grave problema de seguridad. Los políticos británicos y ejecutivos de las multinacionales hacen estragos, tratando de igualar los méritos de sus colegas de EE. UU. para mostrar al mundo que su estupidez no tiene nada que envidiar a la de los estadounidenses. Basta considerar el estado del sistema ferroviario británico para ver adónde puede conducir el modelo americano (que consiste en privatizar entidades bien gestionadas anteriormente por el estado).
No hay nada más triste que ver a líderes de otros países tratando de imitar a los del nuestro. Nunca fue más cierto lo de que un hombre —un jefe de Estado— se apunta a un bombardeo. Si nosotros nos resignamos a aceptar unos medios de comunicación infames, al poco sus noticiarios empiezan a parecerse a los nuestros. Decidimos eliminar nuestra red de asistencia para los pobres y en un abrir y cerrar de ojos su cuerpo legislativo recorta numerosos servicios sociales que han existido durante décadas.
Y esto último es lo que resulta más indignante para este observador: que otros países empiecen a castigar a los desposeídos ya hacerles la vida más difícil. Es un camino que puede dejar el país hecho un desastre. Si les entretiene ver cada mes un tiroteo en escuelas y centros de trabajo yanquis, si les parece que el hecho de que la tasa de mortalidad infantil en algunas ciudades supere a la de Nairobi es señal de progreso, si quieren vivir en un mundo en el que van recortándose progresivamente las libertades civiles, sigan nuestro ejemplo. De este modo, no sólo se convertirán en Mini-Yos de EE. UU., sino que les invitaremos regularmente a participar en nuestras tentativas de explotar a los pobres de otros países para que todos podamos llevar zapatillas de deporte bien baratas. ¡No pueden dejar escapar esta oportunidad!
Bueno, quizá si puedan. Tal vez aún les quede cierta esperanza. Para nosotros, es posible que ya sea demasiado tarde. Quién sabe. Este libro les aportará una visión de EEUU que no suelen presentar siquiera los medios de su país. Lo pueden considerar un espejo de lo que también sucede actualmente en otras partes del mundo y como advertencia de lo que podría estar por venir. Cuando terminen, sería de desear que se comprometan en cierta medida a deponer a todos los blancos estúpidos de cada uno de sus puestos de poder. Además de hacerles sentir bien, quizá logre que sus trenes vuelvan a llegar a la hora y vía debidas.
MICHAEL MOORE,
Julio de 2002
EL SIGUIENTE MENSAJE, ENVIADO DESDE ALGUN PUNTO DE AMÉRICA DEL NORTE, FUE INTERCEPTADO POR LAS FUERZAS DE LA ONU A LAS 6.00 H. DEL 1 DE SEPTIEMBRE DE 2001:
Soy un ciudadano de Estados Unidos de América. Nuestro gobierno ha sido derrocado y el presidente electo se ha visto forzado al exilio. La capital de la nación ha sido ocupada por hombres blancos y viejos que beben martini y llevan pechera.
Estamos sitiados. Somos el gobierno de Estados Unidos en el exilio.
No se pueden pasar por alto nuestros números. Somos 154 millones de adultos y 80 millones de niños, en total 234 millones de personas que no votaron por el régimen que se ha hecho con el poder y que no nos representa.
Al Gore es el presidente electo de Estados Unidos. Obtuvo 539.898 votos más que George W Bush. Sin embargo, no es él quien ocupa el Despacho Oval. En cambio, nuestro presidente electo erra por el país como alma en pena sin dar señales de vida más que para pronunciar alguna conferencia que le permita reabastecer su reserva de bizcochos.
Al Gore ganó. Al Gore, presidente en el exilio.
¡Viva el presidente Albertooooo Gorrrrre!
[1]
Entonces, ¿quién es el hombre que mora en el número 1600 de la avenida Perinsylvania? Es George W. Bush, «Presidente» de Estados Unidos. El ladrón en el poder.
Habitualmente, los políticos esperan a tomar posesión del cargo antes de convertirse formalmente en criminales. Pero éste es un caso prefabricado, que comporta un delito de allanamiento de una sede federal: hay un okupa en la Casa Blanca. Si les dijera que esto es Guatemala, se lo creerían sin más, sea cual fuere su tendencia política. Pero dado que este golpe venía en un paquete envuelto con la bandera estadounidense en su tono favorito de rojo, blanco o azul, sus responsables creen que van a salirse con la suya.
Éste es el motivo por el que, en nombre de los 234 millones de americanos a quienes han tomado como rehenes, he solicitado a la OTAN que haga lo que ya hizo en Bosnia y en Kosovo, lo que Estados Unidos hizo en Haití, lo que Lee Marvin hizo en
Doce del patíbulo
:
¡Manden a los marines! ¡Lancen misiles SCUD! ¡Tráigannos la cabeza de Antonin Scalia!
[2]
He cursado una solicitud personal al secretario general de la ONU, Kofi Annan, para que atienda nuestra petición. Ya no somos capaces de gobernarnos ni de celebrar elecciones libres y limpias. ¡Necesitamos observadores, tropas y resoluciones de la ONU! ¡Maldita sea, queremos a Jimmy Carter!
Por fin nos hemos rebajado al nivel de una república bananera cualquiera. Y ahora nos preguntamos por qué deberíamos molestarnos en levantarnos cada mañana para trabajar como burros con el fin de producir bienes y servicios que sólo sirven para enriquecer más a la Junta y sus cohortes de la América Empresarial (un feudo autónomo en el seno de Estados Unidos al que le está permitido ir por libre). ¿Por qué hemos de pagar impuestos para financiar su golpe? Qué sentido tendrá mandar a nuestros hijos a la guerra para que se sacrifiquen defendiendo «nuestro estilo de vida» cuando esto ya no significa más que el estilo de vida de un puñado de hombres grises atrincherados en los cuarteles que tomaron por asalto junto al río Potomac?
¡Oh, Virgen Santa, no puedo más! Que alguien me pase el mando a distancia universal. Tengo que
sintonizar el cuento de hadas en el que yo era ciudadano de una democracia con derecho
inalienable a la vida, la libertad y la búsqueda de opíparas comilonas. Aquella historia que me contaron de niño decía que yo importaba, que era igual a cualquiera de mis conciudadanos y que ninguno de nosotros podía ser tratado de manera diferente o injusta, que nadie accedería al poder sin el consentimiento de los demás. La voluntad del pueblo. América, tan hermosa. La tierra que amo. El último... brillo... del crepúsculo. Bueno, ¿cuándo llegarán las fuerzas de pacificación belgas?
El golpe se fraguó mucho antes que la mascarada de las elecciones del año 2000. En el verano de 1999, Katherine Harris, que merece el título honorario de hombre blanco estúpido y fue codirectora de la campaña presidencial de George W. Bush y secretaria del estado de Florida a cargo de las elecciones, pagó 4 millones de dólares a Database Technologies para repasar el censo del estado y eliminar del mismo a cualquier “sospechoso” de tener antecedentes policiales. Contó para ello con la bendición del gobernador de Florida, el hermano de George W., Jeb Bush, cuya esposa fue sorprendida por agentes del servicio de inmigración tratando de introducir en el país un alijo de joyas valoradas en 19.000 dólares sin declararlo ni pagar impuesto alguno... Un delito en toda regla. Pero ¿de qué se quejan? Esto es América, y aquí no perseguimos a delincuentes ricos o emparentados con la familia Bush.
La ley sostiene que los ex convictos no tienen derecho a votar en Florida. Lamentablemente, eso significa que el 31% de los hombres negros de Florida no puede votar por el hecho de contar con antecedentes penales (y estoy seguro de que el sistema judicial de Florida es intachable). Harris y Bush sabían que al tachar del censo los nombres de ex convictos impedirían el acceso a las urnas a miles de hombres negros.
Ni que decir tiene que los negros de Florida son demócratas en su inmensa mayoría, como quedó patente el 7 de noviembre de 2000: Al Gore recibió el voto de más del 90 % de todos ellos. De todos los que tuvieron permiso para votar, se entiende.
En lo que parece ser un fraude masivo cometido por el estado de Florida, Bush, Harris y Compañía no sólo borraron del censo a miles de negros con antecedentes, sino también a miles de ciudadanos negros que no habían cometido un delito en su vida, junto con otros miles de votantes potenciales que no habían cometido
más que faltas
.
¿Cómo pudo ocurrir algo así? El equipo de Harris pidió a Database —una empresa estrechamente vinculada a los republicanos— que aplicase criterios de exclusión tan amplios como fuera posible para desembarazarse de estos votantes. Sus subalternos incluso exhortaron a la compañía a incluir en su lista a personas con nombres similares a los de los delincuentes, e insistieron en que Database comprobara los antecedentes de los individuos que tenían la misma fecha de nacimiento que delincuentes reconocidos o un número de la Seguridad Social parecido. Según las instrucciones de la oficina electoral, una coincidencia del 80 % de los datos señalados bastaba para que Database añadiera un nombre más a la lista de votantes despojados de su derecho a voto.
Estas directrices resultaban chocantes incluso para una empresa amiga como Database, pues implicaban que se prohibiría a miles de votantes legítimos ejercer su derecho el día de las elecciones por el mero hecho de tener un nombre y apellido parecidos al de otra persona o porque su fecha de nacimiento coincidiese con la de algún atracador de bancos. Marlene Thorogood, la directora de proyectos de Database, mandó un mensaje de correo electrónico a Eminett
Bucky
Mitchell, abogado de la oficina electoral de Katherine Harris, alertándolo de que «desgracíadamente, una programación de ese tipo podría arrojar falsos resultados positivos» o identificaciones erróneas.
No pasa nada, repuso nuestro amigo Bucky. Su respuesta: «Obviamente, más vale equivocarnos por exceso que por defecto, y dejar que los supervisores [electorales del condado] tomen una decisión final respecto a los nombres que posiblemente no coincidan.»
Database hizo lo que se le había mandado. De un plumazo, 173.000 votantes registrados en Florida fueron eliminados a perpetuidad del censo electoral. En Miami-Dade, el mayor condado de Florida, el 66 % de los votantes borrados del censo eran negros. En el condado de Tampa, lo eran un 54 %.
Sin embargo, Harris y su departamento parecían no tener bastante con esa selección de nombres. Ocho mil habitantes más de Florida fueron borrados del censo debido a que Database se sirvió de una lista falsa elaborada por otro estado en la que supuestamente figuraban ex convictos que se habían trasladado al estado de Florida.
La verdad del caso es que los delincuentes de la lista ya habían cumplido con su condena y habían recobrado su derecho a voto. En la lista también constaban nombres de personas que sólo habían cometido alguna falta, como aparcar en lugar indebido. ¿Y qué estado fue el que decidió echar una mano a Jeb y George entregando esa lista amañada?
Texas.
El chanchullo clamaba al Cielo, pero los medios de comunicación estadounidenses hicieron la vista gorda. Hizo falta que la BBC hurgara en la historia y emitiese en los telediarios de máxima audiencia segmentos de quince minutos en los que revelaba todos los sórdidos detalles de la operación y responsabilizaba del pelotazo electoral al gobernador Jeb Bush. No hay nada más triste que tener que mirar a tu propio país desde 8.000 kilómetros de distancia para conocer la verdad acerca de tus elecciones. (Finalmente,
Los Angeles Times
y el
Washington Post
publicaron artículos al respecto, pero despertaron poco interés.)
Esta vulneración del derecho a voto de las minorías se extendió hasta tal extremo en Florida que llegó a afectar a personas como Linda Howell. Linda recibió una carta en la que se le advertía que tenía antecedentes y que, por tanto, no se molestara en acudir a su colegio electoral pues se le impediría votar. El problema está en que Linda Howell, además de tener el expediente inmaculado, era la supervisora electoral de Madison County, Florida. Ella y otros funcionarios electorales exigieron una rectificación al estado, pero todas sus peticiones cayeron en saco roto. Se les dijo que todo aquel que se quejara por habérsele negado el derecho a voto debía someterse a un cotejo de huellas dactilares con el fin de que el estado determinara si se trataba o no de delincuentes.
El 7 de noviembre de 2000, cuando los habitantes negros de Florida acudieron a las urnas en un número sin precedentes, muchos fueron rechazados con un rotundo «Usted no puede votar». En varios distritos de las ciudades más degradadas de Florida, los colegios electorales estaban fuertemente vigilados por la policia para impedir que votara alguien incluido en la «lista de delincuentes» de Katherine y Jeb. Se coartó el derecho constitucional a voto de cientos de ciudadanos honrados, sobre todo en barrios negros y latinos, bajo amenaza de arresto si protestaban.
Oficialmente, en Florida, George W. Bush obtuvo una ventaja de 537 votos sobre Al Gore. No resulta temerario afirmar que si se hubiera permitido votar a los miles de ciudadanos negros e hispanos eliminados del censo, el resultado habría sido otro y le habría costado la presidencia a Bush.
La noche de las elecciones, después del cierre de los colegios electorales, se produjo una enorme confusión en torno al recuento de votos en Florida. Por fin, el hombre a cargo de la cobertura de la noche electoral para Fox News tomó la decisión de anunciar en antena que Bush había ganado en dicho estado y que, por tanto, la presidencia era suya. Y eso es exactamente lo que ocurrió. La cadena de noticias de la Fox declaró formalmente a Bush como ganador.
No obstante, en Tallase
[3]
el recuento no había finalizado. De hecho, Associated Press insistió en que por el momento los resultados estaban muy igualados y se negó a seguir el ejemplo de la Fox. Sin embargo, las otras cadenas corrieron como posesas tras el señuelo de aquella emisora, temerosas de que se las viera como lentas o fuera de onda, a pesar de que sus propios corresponsales en el lugar insistían en que era demasiado pronto para declarar un ganador ¿Pero quién necesita corresponsales cuando uno juega a seguir la voz de su amo? El amo en este caso es John Ellis, el directivo encargado de la cobertura de la noche electoral por parte de la Fox. ¿Y quién es John Ellis?
Es el primo de George W. y Jeb Bush.
Una vez que Ellis echó el anzuelo y todos picaron mansamente, ya no había vuelta atrás, y nada resultó más devastador psicológicamente para las posibilidades de Gore que la repentina impresión de que él era un aguafiestas por pedir recuentos, demorar la admisión de su derrota e inundar los tribunales con abogados y demandas. La verdad del caso es que en aquellos momentos Gore iba por delante —tenía más votos—, pero los medios de comunicación no se dignaron a presentar la cruda verdad.
El instante de aquella noche electoral que jamás olvidaré se produjo a primera hora, después de que las cadenas anunciaran —correctamente— que Gore había ganado en el estado de Florida. Las televisiones conectaron entonces con la habitación de un hotel en Texas, donde se encontraba George W. con su padre, el ex presidente, y su madre, Barbara. El progenitor se mostraba tan fresco, a pesar de que la cosa pintaba mal. Un reportero le preguntó al joven Bush qué pensaba acerca de los resultados.
«Todavía no... doy nada por hecho en Florida —soltó un Bush junior algo inconexo—. Ya sé que ustedes se fían de todas esas predicciones, pero la gente sigue contando votos... Las cadenas se han precipitado tremendamente al dar los resultados y la gente que cuenta los votos tiene otra perspectiva, así que ... » Fue, sin duda, un momento insólito de la alocada noche electoral: los Bush, con sonriente serenidad, parecían una familia de gatos que acabara de zamparse una nidada de canarios. Era corno si supiesen algo que todos desconocíamos.
Y así era. Sabían que Jeb y Katherine habían cumplido con su trabajo meses atrás. Sabían que el primo John se había hecho fuerte en su feudo de la Fox. Y si todo lo demás no funcionaba, cabía echar mano de un equipo con el que papá siempre podía contar: el Tribunal Supremo de Estados Unidos.
Por lo que sabemos, eso es exactamente lo que pasó a lo largo de los siguientes 36 días. Las fuerzas del Imperio contraatacaron sin piedad. Mientras Gore se concentraba estúpidamente en lograr el recuento en algunos condados, el equipo de Bush se afanaba tras el Santo Grial: los votos de los residentes en el extranjero. Un buen número de los mismos procedería de los militares, que suelen votar a los republicanos y que acabarían por dar a Bush la ventaja que no había conseguido negando el voto a negros y abuelas judías.
Gore lo sabía y trató de asegurarse de que los votos fueran debidamente examinados antes de ser contados. Sin duda, esto contradecía la petición de «dejemos que se cuenten todos los votos» que él mismo había predicado. Sin embargo, tenía de su lado la ley de Florida, que es sumamente clara a ese respecto y establece que los votos de los residentes en el extranjero sólo se pueden contar en caso de que hayan sido enviados y matasellados en otro país en fecha no posterior a la de la jornada electoral.