La sirena nos despertó a las siete de la mañana. En la cárcel nunca hay nada que hacer, no entiendo por qué te despiertan tan temprano. Había estado toda la noche casi sin dormir y estaba tan cansado que me hice un poco el remolón en la cama, quedándome de los últimos para ducharme. Mi compañero de celda dio los buenos días, terco y seco, como siempre, y desapareció por los pasillos guiado por los vigilantes. Me levanté y me dirigí también hacia allí. Cuando entré apenas quedaba nadie, tal vez un grupo de seis u ocho personas. El baño era bastante grande, con una hilera de unas veinte duchas, los lavabos y los retretes. No había separación entre ducha y ducha, por lo que era muy habitual que los presos nos viésemos desnudos. Normalmente acababa muy rápido. Me daba un poco de miedo permanecer allí entre tanto delincuente porque, aunque a vista de todos yo era uno de ellos, yo no me sentía así. El baño estaba plagado de tatuajes: tribales, símbolos nazis, nombres de mujer… El Manteca era el preso que más tatuajes llevaba en el cuerpo, lo tenía casi lleno y le encantaba recordar que cada uno de ellos simbolizaba a una persona que se había cargado. A mí, estar cerca de ese hombre me ponía los pelos de punta. Había otros que tenían el cuerpo lleno de cicatrices y, aunque no eran tan morbosas como los tatuajes, también tenían su punto. La vida te deja marcas, ya estés dentro o fuera de la cárcel, eso es indiferente, porque, si una cosa aprendí allí, es que la vida es larga y dura y cada vez que tenga la más mínima oportunidad de joderte, no dudes que va a hacerlo. Siempre hay que estar preparado.
No sé si fue por la poca gente que había o por lo cansado que estaba pero mi ducha, que no solía durar ni cinco minu tos, se alargó un poco más de la cuenta. Me enjabonaba muy despacio, masajeando la piel, para intentar combatir la tensión. Tanto jabón y tanta tensión hicieron que comenzase a empalmarme Estaba tan metido en mi mundo que no fui consciente hasta que no vi cómo el reducido grupo de tíos empezaba a rodearme.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —preguntó el Manteca—, pero si es el morito cocinero.
—Y parece que está pidiendo guerra —observó uno.
—Fíjate cómo se le ha puesto la polla al puto moro de mierda.
—Es que los maricones como él es lo que tienen, que les gusta mirar —dijo otro.
—¿Te gusta mirar, morito? —interrogó el Manteca.
—Me llamó Khaló —dije enfrentándome a él, pero cagado de miedo y con la voz temblorosa.
—Así que la pequeña princesa del Sahara tiene nombre —ironizó el hombre más tatuado de la prisión.
—Pues para ser una pequeña princesa vaya rabo que tiene el hijo puta —comentó otro de los que me tenía rodeado.
—La cosa es muy fácil. Tienes dos caminos: por las buenas o por las malas. Depende de ti —me explicó el Manteca.
El agua caliente seguía cayendo sobre mi cabeza. Había entendido perfectamente a qué se refería y, por supuesto, prefería hacerlo fácil, así que me arrodillé. El círculo se hizo más pequeño. Todos se acercaron ofreciéndome su polla pero, sin dudarlo un segundo, empecé con la de aquel hombre que me daba tanto miedo y morbo a la vez. Tenía la polla bastante grande, no sé si por el peso del piercing que llevaba en el glande o porque realmente la tenía así, el caso es que cuando me la metí en la boca y empezó a crecer adquirió unas medidas descomunales. El hombre que tenía dibujada la piel me agarró por la cabeza y me iba guiando. Le gustaba que se la chupase despacio. Mientras lo hacía mantenía los ojos bien abiertos para intentar descifrar el jeroglífico que tenía dibujado en su piel. Frases, caras, dibujos… Había de todo. El resto de nabos pronto empezó a crecer y, aunque sus propias manos comenzaron calmando el ardor del momento, pronto exigieron la presencia de mi boca. Estar rodeado de siete pollas es algo con lo que nunca había soñado pero, si lo hubiese hecho, probablemente habría sido de esa forma. Ninguno de aquellos rabos era igual, todos eran distintos. Unos circuncidados, otros no, unos venosos, otros no tanto. Algunos eran pequeños y cabezones, otros largos y delgados como salchichas. A veces mi boca albergaba dos, mientras el resto me daba golpes en la cara, el cuello, los hombros. Nunca podré olvidar el día en que siete maravillosos falos me dieron una paliza. Suena a broma pero fue tan real como que me llamo Khaló Alí y soy árabe.
La pose de machos cabríos que tenían me daba muchísimo morbo. Nunca soporté a los maricones que parecen mujeres porque, si quisiese follar con alguien femenino, lo haría con una mujer. Estos no tenían nada de pluma. La virilidad, sumada al escenario de la obra, envolvía aquella situación en un halo de perversión que me estaba poniendo verraco. Sentirme sucio mientras no paraba de caer agua tibia sobre mi piel es una de las mejores antítesis que he podido protagonizar. No hay nada más cerdo que mantenerte totalmente sumiso ante siete hijos de puta, que tan sólo ellos saben qué cojones han hecho en la vida para estar allí, con sus pollones metidos por turnos en tu boca, sin preguntar, por la fuerza. Hay pollas pringosas que lubrican mucho pero la de el Manteca era perfecta. Desde que la sentí dura clavándose en mi garganta, empecé a desear que me partiese el culo y me di cuenta de que estaba a punto de conseguirlo cuando dos de sus dedos se hundieron en mi túnel, ansioso de cariño. Ver cómo aquellos dedos tatuados con aquellas uñas negras se perdían en mi interior me hizo ver las estrellas. El resto de los tíos no se tocaban entre ellos. Me pareció muy curioso. Se masturbaban únicamente a sí mismos. En la cárcel puedes tener contacto con otros hombres pero si dejas que te folien estas perdido. Automáticamente te conviertes en la putita del módulo y todos van a buscarte para saciarse. A mí nunca me preocupó eso, al contrario, después de ese día deseé que lo hiciesen frenéticamente. Tanto que mi idea sobre las duchas cambió. Aquellos dos dedos se habían multiplicado por dos. Me sentía abierto, dilatado, tenso… pero con ganas de más. Le pregunté a qué estaba esperando para meter el que faltaba y todos fliparon ante mi petición. No la esperaban. Fue a partir de ese momento cuando se dieron cuenta de que el que más estaba disfrutando era un servidor.
—¿Quieres más? ¿Quieres que te meta el puño? —preguntó el Manteca.
—Sí, lo estoy deseando. Rómpeme el culo cabrón.
—Vamos, este maricón quiere que te lo folies con el puño.
—Te vas a enterar de lo que es bueno —decía otro.
Mientras aquella mano se acomodaba en mi interior yo seguía saboreando y degustando todos y cado uno de los manjares que colgaban de entre las piernas de aquellos hombres. Sentir un puño abriéndose paso dentro de mí, me hizo girarme y descubrí que su dueño llevaba tatuado en el brazo algo que parecía una cinta métrica. A medida que me iba penetrando se iban perdiendo más y más centímetros dentro de mí, lo que hizo que me corriese en el acto. Cuando el hombre que me estaba haciendo aquel
fist
vio que me había corrido, me sacó el puño de la garganta, que es donde yo sentía que me estaba llegando, y me empezó a taladrar con su enorme rabo. El roce de aquella argolla que tenía en la punta de la polla hizo que la mía no pudiese bajar. El roce de ese metal frío dentro de mi interior desgarrado me puso tan verraco que la polla no sólo no me bajó, sino que siguió dura todo el rato mientras me estaban follando. Uno a uno, todos jugaron en mi culo. Todos. A veces me follaban dos a la vez. El Manteca y el Richi, que eran los que tenían el tema más grande y gordo me la empezaron a clavar a la vez. Acababan de hacerme un puño y, aún así, costó que aquellos dos glandes se abriesen paso por mi ojete, que estaba totalmente dilatado y sin muchas fuerzas para resistirse. Un buen escupitajo y todo resbaló hacia dentro como debía ser. Mientras vivía aquella doble penetración, otras dos pollas comenzaron a follarme la boca. Yo estaba a cuatro patas en el suelo, con cuatro cipotes dentro. Mi cuerpo era su gozo, su gozo era el mío. Mientras el agua seguía saliendo de aquella ducha, mi cuerpo se bamboleaba con el movimiento que me exigían aquellos hombres. Gemían, cada uno de una forma, pero todos los hacían. En mi boca se iban turnando pero en el culo tenía siempre los mismos, hasta que uno dijo que iba a correrse. Vaciaron todos mis agujeros y me obligaron a ponerme en cuclillas. Uno a uno fueron depositando toda su leche sobre mi cara. Yo abría la boca pero era imposible respirar con tanto semen saliendo de aquellas mangueras. Parecía que no hubiesen eyaculado en un mes. Los gruñidos de placer que acompañaban a aquellos lefazos que me salpicaban debían de oírse incluso fuera de la prisión, pero a ninguno de ellos pareció preocuparles, así que mucho menos me iba a preocupar a mí, que me lo estaba pasando pipa. Después de la lluvia blanca, las trancas empezaron a relajarse. Mi cara estaba realmente asquerosa. Con mi lengua había limpiado toda la leche que había podido abarcar pero tenía todo el pelo, la frente, la nariz, los mofletes, llenos de lefa. La sorpresa de la mañana la volvió a traer El Manteca cuando, con la polla todavía morcillona, empezó a mearse en mi cara. El chorro amarillo salía con tanta fuerza que sentí despegarse algunos de los churretes de esperma que tenía en la cara. El resto, viendo aquello, se pusieron a hacer lo mismo. Siete hombres me estaban meando encima, «limpiándome» la cara de la sustancia pegajosa. Yo me casqué una de las mejores pajas de mi vida, volviéndome a correr con la misma intensidad que lo había hecho cuando me estaban violando con el brazo. Acabada la micción, unas leves sacudidas y todos a sus celdas, como si no hubiese pasado nada. Yo volví a ducharme para eliminar los restos que me quedaban. Mis ojos me escocían, irritados al contacto con el líquido seminal. La mandíbula la tenía desencajada y las entrañas casi colgando de la súper follada que me habían metido.
Un día, mientras me dirigía a la cocina a mi turno diario caí en la clave de todo: Chadia. Ella era la pieza que no encajaba en el puzzle. Estaba deseando que llegase la hora de la visita de Fernando para decirle que la buscase, que ella testificaría a mi favor. Oír al cocinero una y otra vez decirme que olía mal, me transportó al día en el que discutí con ella que me dijo que olía a curry. Ahí estaba la clave.
Cuando llegué el cocinero estaba de mala leche, como era costumbre. Se notaba a leguas que no le caía bien. Estaba harto de tener que aguantar sus comentarios racistas, pero no me quedaba otra. Mientras estuviese allí encerrado, tendría que aguantarme.
—¿Qué vamos a hacer hoy de comer?
—Filetes de cerdo y patatas a lo pobre —respondió el Cateto.
—¿Filetes de cerdo?
—Sí, ¿algún problema?
—Sabes perfectamente que los árabes no podemos comer cerdo.
-—¿Al niño no le gusta el menú? —preguntó malhumorado.
—No es que no me guste el menú, es que te repito una vez más que mi religión no me lo permite.
—Pues lo siento. Seguro que tu religión también te prohibe matar, y aquí estas.
—Yo no he matado a nadie.
—Bueno, eso cuéntaselo al juez que a mí no me interesa.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué? —volvió a preguntar el cocinero, mirándome con cara de asco.
—¿Vas a poner el cerdo?
—Claro que sí.
—Pero…
—Ni peros ni manzanas. Aquí se come lo que yo diga y si no, pues no comas, menos cagas —gruñó.
—Te aprovechas de tu puesto para humillarme.
—¿Yo?
—Sí.
—Venga ya, no digas tonterías, y pela más rápido las patatas que hay mucho que hacer.
—Estoy harto de ti —le dije.
—Pues lárgate, nadie te obliga a estar aquí. Además, así me haces un favor, que no aguanto la peste que echas.
—¿Que yo huelo mal? ¿Te has parado a olerte tú? Hueles a cebolla podrida.
—¿A cebolla podrida? —volvió a preguntar.
Mi jefe se quitó la camiseta que llevaba y, cogiéndome de la cabeza, me obligó a olerle el sobaco. Metió mi cara bajo su brazo. Los pelos largos y sudados me hacían cosquillas en la nariz y, aunque la primera impresión fue de arcada, no sé qué cojones pasó dentro de mí que empecé a lamerle la zona que desprendía aquel aroma lúgubre y maloliente. Mi polla se empezó a poner dura y la suya, al contacto con mi mano, que la estaba sobando, también. Le bajé los pantalones y comencé a chupársela. Olía a sudor, a meados mal lavados, tal vez a semen, no lo sé, pero algo se trastocó dentro de mí e hizo que aquella peste me pusiese cachondísimo. Al meterla en la boca comprendí porqué le llamaban el Cateto. No era precisamente porque fuese de pueblo, no, sino porque aquel centollo que tenía entre las patas era tan ancho como los bastones que usan los pastores para subir a la montaña: gigantesco… Superior a todo lo que había catado hasta entonces. Estaba circuncidado y un enorme capullo coronaba aquella masa tronchona. Las venas eran bastas como las raíces de los árboles y es que ese tamaño sobrepasaba cualquier suposición. Con una mano intentaba agarrarle las pelotas y con la otra la base de aquel tronco porque su dueño era tan salvaje que me iba a rajar la garganta. Lo más curioso de aquella escena es que mientras se la chupaba y ponía todo mi empeño en que lo disfrutase al máximo, él, con la palma de la mano abierta, daba golpes a los dientes de ajo que había sobre aquella mesa para quitarles la piel y comérselos. Yo estaba devorando una salchicha mientras él se daba un atracón de ajo. Me cogió del pelo y me hizo subir. Me dio un beso largo y pausado. Luego me escupió en la cara mis propias babas.
—Yo no huelo a cebolla —me dijo—, huelo a ajo, porque los españoles olemos a ajo. No sé qué era peor, si su aliento o chupar su axila, pero yo seguía burro y quería ir más allá, así que me dejé hacer. Me tumbó sobre la mesa y empezó a juguetear con mi culo. Un dedo, dos… Algo me estaba introduciendo pero no sabía que era. Apreté para expulsarlo y se enfadó muchísimo.
—¿Qué cojones estás haciendo? —me gritó—, ¿me vas a cagar los ajos? Te voy a meter ajos por el culo hasta que la boca te sepa a ajo. ¿No quieres que te trate como español? Pues empieza por oler como nosotros.
Uno, dos, tres, cuatro y así uno tras otro. Cada vez que introducía uno nuevo, me daba una buena cachetada. Siempre estuve a favor del
spanking
pero en esta sesión podía intuirse en el ambiente el odio y el rencor, y es muy peligroso dejar que te pegue alguien que no te quiere bien. Después de haberme metido no sé cuantas cabezas de ajo, comenzó a comerme el culo.
—Qué culazo tienes morito. ¡Qué rico que está! ¡Y qué abierto, se nota que no es la primera vez que te lo hacen! —me gritaba justo en la entrada, poniéndome más cachondo con el aire y los escupitajos que salían de su boca—. Ahora sí que sabe a ajo, te he metido tanto que podrías matar a un vampiro hablándole.