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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (67 page)

BOOK: Estado de miedo
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Los ordenadores determinaron que el terremoto no presentaba el movimiento relativamente lento asociado a los tsunamis, y por tanto no se clasificó como «fenómeno generador de un tsunami». Sin embargo, en el Pacífico sur, esta designación se estaba revisando desde el devastador terremoto de Nueva Guinea en 1998 —el tsunami más destructivo del siglo—, que tampoco se había iniciado con la clásica lentitud del tsunami. Así pues, a modo de precaución, los ordenadores enviaron señal del terremoto a los sensores de la MORN, la Red de Repetidores del Océano, con base en Hilo, Hawai.

Seis horas después, boyas situadas en medio del océano detectaron un aumento de veintitrés centímetros en el nivel del mar, dato que se correspondía con el tren de olas de un tsunami. Debido a la gran profundidad del mar en esa zona, con frecuencia los tsunamis elevaban el nivel del agua solo unos centímetros. Esa noche en particular los barcos que navegaban por allí no percibieron nada cuando la gran ola pasó bajo ellos. No obstante, las boyas sí lo detectaron y activaron la alarma.

Era de noche en Hawai cuando los ordenadores emitieron un pitido y los monitores se encendieron. El supervisor de la red, Joe Ohiri, dormitaba. Se levantó, se sirvió una taza de té e inspeccionó los datos. Era sin duda un tsunami, aunque parecía perder fuerza a su paso por el océano. Hawai se hallaba en su trayectoria, naturalmente, pero la ola arremetería contra la costa meridional de las islas, circunstancia relativamente rara. Ohiri realizó un rápido cálculo de la fuerza de la ola, no quedó impresionado por el resultado y envió por tanto una notificación de rutina a las unidades de defensa civil de todas las islas habitadas.

Empezaba así: «Este es un mensaje informativo…», y acababa con la habitual fórmula advirtiendo de que la alerta se basaba en información preliminar. Ohiri sabía que nadie prestaría demasiada atención al comunicado. Informó también a la costa Oeste y a los centros de alerta de Alaska, porque el tren de olas llegaría allí a media mañana del día siguiente.

Cinco horas más tarde, las boyas del DART situadas frente a la costa de California y Alaska detectaron un tsunami, ya más debilitado. Los ordenadores calcularon la velocidad y la fuerza de la ola y no recomendaron acción alguna. Eso significaba que el mensaje se transmitiría a las estaciones locales no como alerta sino como parte de un boletín informativo:

TENIENDO EN CUENTA SU UBICACIÓN Y MAGNITUD, EL TERREMOTO NO ERA SUFICIENTE PARA GENERAR UN TSUNAMI QUE CAUSASE DAÑOS EN CALIFORNIA, OREGÓN, WASHINGTON, COLUMBIA BRITÁNICA O ALASKA. ALGUNAS ZONAS PUEDEN EXPERIMENTAR CAMBIOS DE ESCASA CONSIDERACIÓN EN EL NIVEL DEL MAR.

Kenner, que supervisaba los mensajes en su ordenador, cabeceó al ver este. «Nick Drake no va a ser hoy un hombre feliz», pensó. Según la hipótesis de Kenner, habrían necesitado los cavitadores para potenciar el efecto de las detonaciones submarinas y crear el corrimiento de tierra relativamente duradero que hubiese producido un tsunami muy poderoso al otro lado del océano. Habían frustrado su plan.

Nueve minutos después el tsunami, muy debilitado, arremetió contra las playas de California. Se componía de cinco olas sucesivas con una altura media de menos de dos metros, que despertó el entusiasmo de los surfistas brevemente pero pasó inadvertido a los demás.

Con retraso, Kenner recibió noticia de que el FBI llevaba doce horas intentando ponerse en contacto con él. Resultó que V. Allen Willy había evacuado su casa de la playa a las dos de la madrugada hora local, es decir, menos de una hora después de producirse los sucesos de la bahía de Resolución y más de diez horas antes del aviso de tsunami.

Kenner sospechaba que Willy se había asustado y había preferido no esperar. Pero era un error importante y revelador. Kenner telefoneó al agente e inició los trámites para solicitar acceso al registro de llamadas de Willy.

No se permitió a ninguno de ellos abandonar la isla durante los siguientes tres días. Hubo formalidades, impresos e interrogatorios pendientes. Hubo problemas con la asistencia sanitaria de urgencia para el pulmón perforado de Morton y la hemorragia masiva de Jennifer. Morton quiso que lo trasladasen a Sidney para la intervención quirúrgica, pero no se autorizó su salida porque se lo había dado por desaparecido en Estados Unidos. Pese a que se quejó amargamente de aquellos hechiceros de tribu que allí hacían las veces de médicos, un buen cirujano formado en Melbourne se ocupó de su pulmón en Gareda Town. Jennifer, por su parte, no había podido esperar a ese cirujano; había necesitado tres transfusiones durante cinco horas de quirófano para extraerle las balas del cuerpo, y luego pasó casi cuarenta y ocho horas con respiración artificial, a las puertas de la muerte. Pero al final del segundo día abrió los ojos, se quitó la mascarilla de oxígeno y dijo a Evans, que estaba sentado junto a su cama: «¿A qué viene esa cara de pena? Estoy aquí, por Dios». Habló con voz débil, pero sonreía.

Hubo problemas asimismo por su contacto con los rebeldes.

Hubo problemas por el hecho de que un miembro del grupo, el famoso actor Ted Bradley, hubiese desaparecido. Todos contaron lo que le había ocurrido a Bradley, pero no fue posible corroborarlo. Así que la policía los obligó a contarlo de nuevo.

Y de pronto, inexplicablemente, les permitieron marcharse.

Su documentación estaba en orden. Les devolvieron los pasaportes. No había inconveniente. Podían irse cuando deseasen.

Evans durmió durante la mayor parte del viaje a Honolulú. Cuando el avión repostó y volvió a despegar, se sentó y habló con Morton y los demás. Morton explicaba lo ocurrido la noche del accidente de coche.

—Era evidente que había algún problema con Nick y el uso que daba al dinero. El NERF no hacía nada bueno. Nick estaba muy furioso, peligrosamente furioso. Me amenazó, y yo le tomé la palabra. Había conseguido establecer el vínculo entre su organización y el FEL, Y él se sintió en peligro, por no decir algo peor. Kenner y yo pensamos que intentaría matarme, bueno, y lo intentó. Con aquella chica en la cafetería, una mañana en Beverly Hills.

—Ah, sí. —Evans se acordaba—. Pero ¿cómo escenificaste el accidente? Era muy peligroso…

—¿Acaso crees que estoy loco? —preguntó Morton—. Yo no me estrellé.

—¿Qué quieres decir?

—Esa noche seguí conduciendo.

—Pero… —Evans se quedó en silencio, cabeceando—. No lo entiendo.

—Sí lo entiendes —terció Sarah—. Porque yo, en un desliz, lo dejé caer. Antes de que George me llamase y me dijese que mantuviese la boca cerrada.

Evans cayó entonces en la cuenta. La conversación de días atrás. En ese momento no había prestado mucha atención. Sarah había dicho «me dijo que comprase un Ferrari nuevo a un tipo de Monterey y se lo mandase a San Francisco». Cuando Evans expresó sorpresa al saber que George compraba otro Ferrari, ella dijo: «Sí, ya sé. ¿Cuántos Ferraris puede usar un hombre? Y este no parece cumplir sus exigencias habituales. A juzgar por las fotos que llegaron por correo electrónico, está bastante maltrecho». Y luego añadió: «El Ferrari que ha comprado es un Daytona Spyder 365 GTS de 1972… Ya tiene uno, Peter. Es como si no lo supiera…».

—Ah, lo sabía de sobra —dijo Morton—. ¡Qué despilfarro!

Ese coche era pura chatarra. Luego tuve que hacer venir de Hollywood a Sonoma a un par de técnicos de utillería para que lo destrozasen y pareciera un accidente. Aquella noche ellos mismos lo cargaron en un camión, lo dejaron en la carretera y encendieron los botes de humo.

—Y tú seguiste adelante dejando atrás un accidente que ya había tenido lugar —concluyó Evans.

—Sí —confirmó Morton, asintiendo con la cabeza—. Seguí hasta la curva siguiente, salí de la carretera, trepé al monte y os observé desde allí.

—¡Serás hijo de puta!

—Lo siento —se disculpó Morton—, pero necesitábamos sincera emoción para que la policía no prestase atención a ciertos detalles.

—¿Qué detalles?

—El motor frío, para empezar —dijo Kenner—. Ese motor no había funcionado desde hacía días. Uno de los policías se dio cuenta de que estaba frío mientras cargaban el coche en el camión. Regresó y te preguntó la hora del accidente. Me preocupaba que lo descubriesen.

—Pero no fue así —dijo Morton.

—No. Sabían que algo no encajaba. Pero dudo que se les pasase por la cabeza la existencia de dos Ferraris idénticos.

—Nadie en su sano juicio —comentó Morton— destruiría intencionadamente un 365 GTS de 1982, ni siquiera un montón de chatarra como aquel.

Morton sonreía, pero Evans estaba furioso.

—Alguien podría habérmelo dicho…

—No —atajó Kenner—. Te necesitábamos para acosar a Drake. Como con lo del teléfono móvil.

—¿Qué pasó con el teléfono móvil?

—Llevaba un micrófono de mala calidad. Nos convenía que Drake sospechase que tú formabas parte de la investigación. Teníamos que presionarlo.

—Pues dio resultado. Por eso me envenenaron en mi apartamento, ¿no? —dijo Evans—. Estabais dispuestos a correr muchos riesgos con mi vida.

—Todo ha salido bien —contestó Kenner.

—¿El accidente de coche fue para presionar a Drake?

—Y para disponer de libertad —aclaró Morton—. Necesitaba viajar a las islas Salomón y averiguar qué estaban haciendo allí. Sabía que Nick se guardaría lo mejor para el final. Aunque si hubiesen conseguido alterar el rumbo de aquel huracán para que azotase Miami habría sido espectacular. Esa era la tercera acción planeada.

—Vete a la mierda, George —dijo Evans.

—Lamento que haya tenido que ser así —se disculpó Kenner.

—Y tú vete también a la mierda.

Evans se levantó y fue a la parte delantera del avión. Sarah estaba allí sola. Tal era la indignación de Evans que se negó a dirigirle la palabra. Se pasó una hora mirando por la ventanilla. Al final, ella empezó a hablarle en voz baja, y media hora después estaban abrazados.

Evans durmió un rato con sueño inquieto; le dolía todo el cuerpo. No encontraba una posición cómoda. De manera intermitente, despertaba aturdido. En una de esas ocasiones le pareció oír a Kenner hablar con Sarah.

—Recordemos dónde vivimos —decía Kenner—. Vivimos en el tercer planeta de un sol de tamaño medio. Nuestro planeta tiene una antigüedad de cinco mil millones de años, y durante todo ese tiempo ha cambiado continuamente. La Tierra va ya por su tercera atmósfera.

»La primera atmósfera se componía de helio e hidrógeno. Se disipó muy pronto debido a las altas temperaturas del planeta. Más tarde, cuando el planeta se enfrió, las erupciones volcánicas produjeron una segunda atmósfera de vapor y dióxido de carbono. Después el vapor de agua se condensó y formó los océanos que cubren la mayor parte del planeta. Luego, hace unos tres mil millones de años, ciertas bacterias evolucionaron y empezaron a consumir dióxido de carbono y a excretar un gas sumamente tóxico, el oxígeno. Otras bacterias liberaban nitrógeno. La concentración atmosférica de estos gases aumentó lentamente. Los organismos que no pudieron adaptarse se extinguieron.

»Entretanto, las masas de tierra del planeta, flotando sobre enormes placas tectónicas, se unieron finalmente en una configuración que obstaculizó la circulación de las corrientes marinas. El planeta empezó a enfriarse por primera vez. El hielo apareció hace dos mil millones de años.

»Y durante los últimos setecientos mil años nuestro planeta ha experimentado una glaciación geológica, caracterizada por el avance y el retroceso del hielo glacial. Nadie sabe con certeza la razón, pero ahora el hielo cubre el planeta cada cien mil años, con avances de menor magnitud cada veinte mil aproximadamente. El último avance se produjo hace veinte mil años, así que vamos camino del siguiente.

»Incluso hoy, después de cinco mil millones de años, nuestro planeta mantiene una actividad asombrosa. Existen quinientos volcanes y se produce una erupción cada dos semanas. Los terremotos son continuos: un millón y medio cada año, con un temblor moderado de magnitud cinco en la escala de Richter cada seis horas y uno mayor cada diez días. Los tsunamis atraviesan el océano Pacífico cada tres meses.

»Nuestra atmósfera es tan violenta como la tierra que se extiende bajo ella. Y en cualquier momento dado se producen simultáneamente mil quinientas tormentas eléctricas en el planeta. Once rayos caen en la tierra cada segundo. Un tornado se abre paso por la superficie cada seis horas. Y cada cuatro días una tormenta ciclónica gigantesca, de cientos de kilómetros de diámetro, gira sobre el mar y causa estragos en la tierra.

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