Entonces lo vio.
Era Bolden. El individuo de la Antártida. De pie ante un panel de control, con la vista fija en un monitor de cristal líquido y una fila de cuadrantes, ajustaba unos enormes mandos. Tan absorto estaba que no advirtió la presencia de Evans.
Evans sintió un arrebato de pura ira. Si el fusil hubiese estado cargado, le hubiese disparado. Bolden había dejado su arma apoyada contra la pared de la tienda. Necesitaba las dos manos para accionar los controles.
Evans gritó. Bolden se volvió. Evans le indicó que levantará las manos.
Bolden atacó.
Morton acababa de entrar en la tienda cuando la primera bala le alcanzó en la oreja y la segunda en el hombro. Lanzó un grito de dolor y cayó de rodillas. Este movimiento le salvó la vida, ya que la siguiente bala pasó silbando por encima de su frente y traspasó la tela de la tienda. Yacía en el suelo junto a la ruidosa maquinaria cuando el terrorista se volvió con el fusil a punto. Era un hombre de unos veinte años, con barba, adusto, y mantenía una actitud fría y profesional.
Apuntó a Morton.
De pronto cayó contra la máquina y se oyó crepitar la sangre al contacto con el metal caliente. Sarah estaba dentro de la tienda, y disparó la pistola tres veces, bajando el brazo mientras el hombre se desplomaba. Se volvió hacia Morton.
—Me había olvidado de que eres buena tiradora —dijo él.
—¿Estás bien? —preguntó Sarah. Morton asintió con la cabeza—. Entonces, ¿cómo apago esto?
Evans lanzó un gruñido cuando Bolden lo embistió. Los dos fueron a topar contra la tela de la tienda y rebotaron. Evans asestó varios culatazos a Bolden en la espalda, pero fue en vano. Intentaba golpearle en la cabeza, pero solo lograba alcanzarlo en la espalda. Bolden, por su parte, parecía querer sacar a Evans de la tienda.
Cayeron al suelo. La maquinaria tableteaba junto a ellos. Y en ese momento Evans se dio cuenta de lo que pretendía Bolden.
A empujones, trataba de desplazar a Evans hacia la placa. Incluso en la proximidad, Evans sentía la intensa vibración del aire, allí mucho más caliente.
Bolden golpeó a Evans en la cabeza, y sus gafas de sol fueron a parar bajo la placa. Los cristales se hicieron añicos al instante y luego la montura se deformó.
Un momento después las gafas quedaron pulverizadas. Desaparecieron por completo. Evans observó horrorizado. Y poco a poco Bolden lo llevaba más cerca del borde, más y más cerca…
Sacando fuerzas de flaqueza, Evans se resistió. De pronto, lanzó un puntapié.
La cara de Bolden fue a dar contra el metal caliente. Gritó. Tenía la mejilla humeante y ennegrecida. Evans le propinó otra patada, salió de debajo de él y se levantó. De pie ante Bolden, le asestó un violento puntapié en las costillas, con toda su fuerza. Deseaba matarlo.
«Eso por la Antártida», pensó.
A la siguiente patada, Bolden le agarró la pierna, y Evans se desplomó. Pero, al caer, descargó una patada más y le alcanzó en plena cabeza. Bolden rodó a causa del impacto.
Y rodó bajo la placa.
Su cuerpo quedó medio debajo, medio fuera. Empezó a temblar, a vibrar. Abrió la boca para gritar pero no emitió sonido alguno. Evans le asestó un último puntapié, y Bolden quedó por completo debajo de la placa.
Cuando Evans se agachó para mirar, ya no había nada. Solo humo tenue y acre.
Se levantó y salió.
Mirando por encima del hombro, Jennifer se rasgó la blusa con los dientes y arrancó un jirón de tela para aplicarse un torniquete. No creía que la bala hubiese afectado una arteria, pero la herida de la pierna sangraba mucho y se sentía un poco mareada. Tenía que permanecer alerta, porque quedaba una tienda más, y si los hombres salían…
Giró en redondo a la vez que levantaba el fusil cuando una silueta surgió del bosque.
Era John Kenner. Bajó el arma. Corrió hacia ella.
Sanjong disparó contra el cristal de la timonera, pero no ocurrió nada. El cristal ni siquiera tembló. Era un cristal blindado, pensó, sorprendido. El técnico, sobresaltado, se irguió. Sanjong iba ya en dirección a la puerta.
El técnico alargó la mano hacia los interruptores. Sanjong disparó dos veces, una contra el técnico, otra apuntando al panel de control.
Pero ya era demasiado tarde. En lo alto del panel, se encendieron las luces rojas una tras otra. Se habían iniciado las detonaciones bajo el mar.
Automáticamente, empezó a sonar una estridente alarma, como una bocina de submarino. Al otro lado de la gabarra, los hombres empezaron a gritar; en sus voces se percibía terror, y con razón, pensó Sanjong.
Se había generado el tsunami.
Arremetería contra ellos en cuestión de segundos.
El sonido llenaba el aire.
Evans salió corriendo de la tienda. Justo enfrente vio a Kenner, que cogía a Jennifer en brazos. Kenner decía algo a gritos, pero Evans no lo oía. Vagamente, vio que Jennifer estaba bañada en sangre. Evans corrió hacia el jeep, subió y lo acercó a Kenner. Este dejó a Jennifer en la parte de atrás. Ella respiraba con inhalaciones poco profundas. Delante vieron a Sarah ayudar a Morton a subir al otro jeep. Kenner tuvo que levantar la voz para hacerse oír por encima del estruendo. Por un momento Evans no lo entendió, pero de pronto cayó en la cuenta de lo que decía:
—¡Sanjong! ¿Dónde está Sanjong? Evans negó con la cabeza.
—Dice Morton que ha muerto. Los rebeldes.
—¿Está seguro?
—No.
Kenner echó un vistazo a la playa.
—¡Arranca!
En el jeep, Sarah intentaba mantener a Morton erguido y conducir al mismo tiempo. Pero tenía que soltarlo para cambiar de marcha, y cuando lo hacía, él se desplomaba contra su hombro. Respiraba con dificultad, emitiendo un resuello. Sarah sospechaba que la bala le había perforado el pulmón. Trataba de llevar la cuenta de los segundos en su cabeza, pero se distrajo. Creía que habían transcurrido ya diez segundos desde el corrimiento de tierra.
Eso significaba que disponían de quince segundos para alcanzar lo alto de la cuesta.
Sanjong saltó de la gabarra a los árboles de la orilla. Logró agarrarse a un puñado de hojas y ramas. Bajó atropelladamente al suelo y empezó a trepar monte arriba con desesperación. En la gabarra, los hombres lo vieron y saltaron también intentando seguirlo.
Sanjong calculaba que disponían de medio minuto antes de que embistiese la primera ola. Sería la más pequeña pero, aun así, alcanzaría probablemente cinco metros de altura. El ascenso del agua ladera arriba podía ser de otros cinco metros. Eso significaba que Sanjong debía subir más de diez metros por la pendiente lodosa en treinta segundos.
Sabía que no lo conseguiría.
Era imposible.
Siguió trepando de todos modos.
Sarah ascendió por el sendero embarrado. El jeep se deslizaba peligrosamente por la cuesta. A su lado, Morton permanecía en silencio; su piel había adquirido un alarmante color gris azulado.
—¡Aguanta, George! ¡Aguanta! Solo un poco.
El jeep derrapó en el barro, y Sarah lanzó un grito de pánico.
Bajó de marcha con un chirrido, recuperó el control y siguió cuesta arriba. Por el retrovisor vio a Evans.
En su mente, seguía contando:
Dieciocho.
Diecinueve.
Veinte.
De la tercera tienda de la playa salieron dos hombres con metralletas y subieron de un brinco al tercer jeep. Subieron por la cuesta detrás de Evans, disparando. Kenner devolvía el fuego. Las balas hicieron añicos el parabrisas. Evans aminoró la velocidad.
—¡Sigue conduciendo! —gritó Kenner—. ¡Sigue!
Evans no veía nada. Donde el parabrisas no estaba resquebrajado, el barro impedía la visibilidad. Movía la cabeza a uno y otro lado sin cesar para ver el camino.
—¡Sigue! —gritó Kenner de nuevo.
Las balas silbaban alrededor.
Kenner disparaba contra las ruedas del jeep que los seguía. Dio en el blanco, y el jeep volcó. Los dos hombres cayeron en el barro. Tambaleándose, volvieron a levantarse con dificultad. Estaban solo a cinco metros por encima de la playa.
No era altura suficiente.
Kenner volvió a mirar hacia el mar. Vio acercarse la ola.
Era enorme, tan ancha como alcanzaba la vista, una cresta de espuma, un arco blanco que se extendía mientras avanzaba hacia la playa. No era muy alta, pero creció al llegar a la costa, elevándose más y más alto.
El jeep se detuvo con una sacudida.
—¿Por qué has parado? —preguntó Kenner.
—Aquí se corta el camino —respondió Evans.
La ola alcanzaba ya cinco metros de altura.
Con un rugido, arremetió contra la playa y avanzó rápidamente hacia ellos.
Evans tuvo la impresión de que todo ocurría a cámara lenta: la gran ola volviéndose blanca, llegando tumultuosa a la arena y manteniendo la cresta mientras cruzaba la playa, se adentraba en la selva y cubría de blanco el paisaje verde pendiente arriba.
No podía apartar los ojos de la ola, porque no parecía perder su fuerza. Más abajo, en el sendero embarrado, los dos hombres se alejaban torpemente del jeep volcado, y de pronto el agua blanca los envolvió y se perdieron de vista.
La ola ascendió por la pendiente casi otros dos metros, y de repente perdió velocidad, retrocedió y se alejó. No dejó el menor rastro de los hombres o el jeep. Los árboles de la selva quedaron revueltos, muchos arrancados.
La ola regresó hacia el océano. Alejándose, dejó a la vista la playa hasta desvanecerse por completo y el mar quedó de nuevo en calma.
—Esa es la primera —dijo Kenner—. Las siguientes serán mayores.
Sarah mantenía erguido a Morton, procurando que estuviera cómodo. Tenía los labios de un espantoso color azul y la piel fría, pero aún permanecía alerta. No hablaba, pero miraba el agua.
—Aguanta, George —dijo Sarah. Él asintió. Movía los labios.
—¿Qué pasa? ¿Qué dices?
Sarah le leyó los labios. Una débil sonrisa.
«No me lo perdería aunque fuera lo último que hiciese».
Surgió la siguiente ola.
A lo lejos, parecía exactamente igual que la primera, pero cuando se acercó a la orilla vieron que era considerablemente mayor, de más de siete metros, y el rugido cuando chocó contra la playa pareció una explosión. Una inmensa sábana de agua ascendió por la ladera hacia ellos y llegó mucho más arriba que antes.
Ellos se hallaban a casi treinta y cinco metros de la playa. La ola había recorrido más de veinte pendiente arriba.
—La siguiente será mayor —anunció Kenner.
El mar permaneció en calma durante unos minutos. Evans se volvió hacia Jennifer.
Jennifer no estaba allí. Por un momento Evans pensó que se había caído del jeep. Entonces vio que se hallaba en el suelo, hecha un ovillo por el dolor. Tenía la cara y el hombro cubiertos de sangre.
—¿Jennifer?
Kenner le agarró la mano a Evans y se la apartó con delicadeza. Movió la cabeza en un gesto de negación.
—Han sido los del jeep —explicó—. Estaba bien hasta ese momento.
Evans, atónito, sintió un mareo. La miró.
—¿Jennifer?
Ella tenía los ojos cerrados y apenas respiraba.
—No la mires —dijo Kenner—. Puede que sobreviva, puede que no.
Venía la siguiente ola.
No tenían adónde ir. Habían llegado al final del camino. Los rodeaba la selva. Se limitaron a esperar y observaron el impetuoso ascenso del agua como un atronador muro. La ola ya había roto. El agua ya solo ascendía por la inercia de la embestida; aun así, era un muro de más de tres metros de alto.
Sarah pensó que iba a llevárselos, pero la ola perdió fuerza a unos metros de ellos, reduciéndose y aminorando la velocidad, y retrocedió después hacia el mar.
Kenner consultó su reloj.
—Tenemos unos minutos —dijo—. Hagamos lo que podamos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sarah.
—Debemos subir tanto como sea posible.
—¿Hay otra ola?
—Como mínimo.
—¿Mayor?
—Sí.
Transcurrieron cinco minutos. Treparon ladera arriba otros veinte metros. Kenner llevaba en brazos el cuerpo ensangrentado de Jennifer. Pero ella había perdido el conocimiento. Evans y Sarah ayudaban a Morton, que se movía con gran dificultad. Finalmente Evans se cargó a Morton a la espalda.
—Me alegro de que hayas perdido un poco de peso —comentó. Morton, sin hablar, se limitó a darle una palmada en el hombro. Evans ascendió por la pendiente con paso vacilante.
Se acercó la siguiente ola.
Cuando retrocedió, los jeeps habían desaparecido. El lugar donde antes estaban aparcados se hallaba ahora cubierto de troncos de árbol arrancados. Muy cansados, se quedaron mirando. Discutieron si era la cuarta o la quinta ola. Nadie lo recordaba. Decidieron que debía de ser la cuarta.
—¿Qué hacemos? —preguntó Sarah a Kenner.
—Subir.
Ocho minutos después llegó la siguiente ola. Era más pequeña que la anterior. Evans, extenuado, no pudo hacer nada más que mirarla. Kenner intentaba restañar la hemorragia de Jennifer, pero ella presentaba un inquietante color gris y tenía los labios azules. En la playa no se veía el menor indicio de actividad humana. Las tiendas y los generadores habían desaparecido. No había nada más que restos apilados, ramas, trozos de madera, algas, espuma.
—¿Qué es eso? —preguntó Sarah.
—¿Qué?
—Alguien ha gritado.
Miraron hacia el lado opuesto de la bahía. Alguien les hacía señas.
—Es Sanjong —dijo Kenner—. El muy hijo de puta… —Sonrió—. Espero que tenga inteligencia suficiente para quedarse donde está. Tardaría un par de horas en cruzar la playa con todos esos restos. Veamos si nuestro helicóptero sigue en su sitio o se lo ha llevado el agua. Luego pasaremos a recoger a Sanjong.
Tres mil kilómetros al este, era plena noche en Golden, Colorado, cuando los ordenadores del Centro Nacional de Información de Terremotos registraron una perturbación sísmica atípica con origen en la cuenca del Pacífico, justo al norte de las islas Salomón, con una magnitud de seis coma tres en la escala de Richter. Era un temblor fuerte, pero no anormalmente fuerte. Debido a las peculiares características de la perturbación, el ordenador lo clasificó como «fenómeno anómalo», una designación bastante corriente para los fenómenos sísmicos de esa parte del mundo, donde tres placas tectónicas confluían superponiéndose de forma extraña.