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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (46 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Mientras ascendía en la noche el sortilegio, los hombres y la mujer que se iban a convertir en ministros de la India independiente, desfilaban uno a uno ante el Fuego sagrado. Otro brahmán les rociaba cada vez con unas cuantas gotas de agua. Los fieles se presentaban luego ante una joven, la cual sostenía en sus manos una copa de cobre que contenía polvo de cinabrio. La mujer introducía en la copa el pulgar de su mano derecha y depositaba respetuosamente en la frente de cada ministro una mancha roja, ese «tercer ojo» que ve la realidad más allá de las apariencias. Por último, prestos para desempeñar la misión que les esperaba, aquellos hombres y aquella mujer del primer Gobierno libre de la India, penetraron en el empavesado recinto del Parlamento, donde, a los pocos instantes, iban a asumir la responsabilidad de regir los destinos de más de trescientos millones de indios.

Firmados los últimos documentos, enviados los últimos despachos, no quedaba más que embalar las estampillas, los sellos y todos los accesorios de lo que había sido el Imperio británico de la India. A solas en su despacho, Lord Mountbatten se sentía soñador: «Soy todavía uno de los hombres más poderosos del mundo —pensó—. Desde este despacho controlo durante los últimos minutos de su existencia una máquina que tiene derecho de vida y muerte sobre una quinta parte de la Humanidad». Al pensar esto, recordó un cuento de H. G. Wells titulado
El hombre que podía hacer milagros
. Era la historia de un hombre que, durante un día, tuvo el poder de lograr cualquier cosa.

«Estoy viviendo los últimos momentos de este prodigioso cargo que da a los virreyes de la India el poder de hacer milagros —se dijo—. Es preciso que haga uno. Pero, ¿cuál?»

Se le ocurrió una idea. «¡Ya está —exclamó en voz alta—, ¡Lo he encontrado! Voy a nombrar Alteza a la begún de Palampur». Entusiasmado por esta perspectiva, mandó llamar en el acto a sus colaboradores.

Mountbatten y el nabab de Palampur habían entablado una íntima amistad en 1921, con ocasión del viaje del príncipe de Gales a la India. En 1945, durante una estancia en casa de su amigo el nabab, Mountbatten recibió la visita del residente británico local. Desde luego, la mujer del nabab era australiana, explicó éste, pero se había convertido al Islam; había adoptado el uso del sari, así como todos los demás vestidos regionales, y realizaba una admirable obra social. Pero el nabab estaba desesperado: el virrey se negaba obstinadamente a conceder a su esposa el título de Alteza, con el pretexto de que no era india. A su regreso a Nueva Delhi, Mountbatten había intervenido personalmente ante el virrey Lord Wavell. En vano, Londres se oponía a un favor susceptible de incitar a numerosos maharajás a casarse con extranjeras.

Cuando sus colaboradores se hubieron reunido en su despacho, Mountbatten explicó sus intenciones.

—Pero —protestó alguno—, ¡usted no puede hacer eso!

—¿Quién se atreve a sostener que no puedo? —replicó Mountbatten riendo—, ¿Soy el virrey de la India, o no?

Mandó inmediatamente buscar un rollo de pergamino e hizo inscribir las solemnes frases que elevaban, «por la gracia de Dios», a la esposa australiana del nabab de Palampur, a la dignidad de Alteza.

A las 11,58 horas de la noche del 14 de agosto de 1947, Louis Mountbatten estampaba su rúbrica al pie del documento. Pocos minutos después, su emblema personal de virrey, la bandera británica adornada con el blasón de la Estrella de la India, descendía por última vez del asta del palacio de los virreyes de la India en Nueva Delhi
[32]
.

Desde la noche de los tiempos, mucho antes de que el hombre grabara en la piedra la magia de sus leyendas, el gemido de las caracolas había saludado el nacimiento de la aurora en las costas de la India. De pie en el recinto del Parlamento, un indio envuelto en un
khadi
se disponía hoy a anunciar a centenares de millones de hombres el nacimiento de una nueva aurora. Llevaba en el hueco del brazo una larga concha de nácar irisada de rosa y púrpura. Aquel hombre era el heraldo de las masas indias que se habían echado a la calle para reclamar la libertad.

Por debajo de él, en la tribuna, estaba Jawaharlal Nehru. En la botonadura de su chaleco de algodón había prendido, como cada día —excepto durante sus nueve años de encarcelamiento en las prisiones británicas—, una rosa, la flor que había convertido en su emblema. En las paredes del hemiciclo, los retratos oficiales de los virreyes de la India habían sido descolgados y sustituidos por estandartes con los colores amarillo, blanco y verde.

En los abarrotados bancos se apiñaban —vestidos con sari, velos de
khadi
, brocados principescos, con esmoquin y vestidos de noche— los notables de la nación que iba a nacer aquella noche. Las poblaciones que representaban constituían un conglomerado de razas y religiones, de lenguas y culturas cuya diversidad no tenía igual en toda la superficie del Globo. Eran las emanaciones de un país en el que las más altas conquistas espirituales se mezclaban con la más aterradora miseria material; un país cuyas mayores riquezas eran sus paradojas, donde los hombres eran más fértiles que sus campos; un país fanático de Dios y abrumado por calamidades naturales de dimensiones y crueldad sin par; un país cargado de un rico pasado, de un presente incierto, y cuyo futuro se veía comprometido por más problemas de los que jamás había afrontado ninguna otra nación del mundo. Sin embargo, a pesar de todos estos obstáculos, de todos estos males, su India era también uno de los símbolos más vivos y duraderos de la capacidad de los hombres para sobrevivir.

Los hombres y las mujeres reunidos en el hemiciclo eran los delegados de una nación de trescientos treinta millones de habitantes. Además de doscientos setenta y cinco millones de hindúes repartidos en tres mil castas y subcastas —entre ellos, unos setenta millones de intocables y de tribus primitivas—, contaba treinta y tres millones de musulmanes, siete millones de cristianos, seis millones de sikhs, cien mil parsis y veinticuatro mil judíos, cuyos antepasados se exiliaron a Babilonia tras la destrucción del templo de Salomón.

En esta asamblea eran pocos los que podían comunicarse entre sí en su lengua natal. El único idioma común era el inglés de los colonizadores. La India iba a tener quince idiomas oficiales y 845 dialectos. El urdu de los diputados musulmanes del Penjab se escribía de derecha a izquierda; el hindi de sus vecinos de las Provincias Unidas, de izquierda a derecha; el tamul de los habitantes de Madrás se leía, a veces, de arriba abajo, mientras que otras escrituras se descifraban como jeroglíficos. Incluso el significado de los gestos cotidianos era diferente. Cuando un habitante de Madrás, con la piel oscura propia de las gentes del Sur, movía la cabeza de arriba abajo, quería decir «sí». Cuando un habitante del Norte, de piel clara, hacía el mismo movimiento era para decir «no».

La India tenía casi tantos leprosos como habitantes contaba Suiza; tantos brahmanes como belgas había en Bélgica, tal número de mendigos como para poblar toda Holanda; once millones de
sadhu
, veinte millones de aborígenes, algunos de los cuales —como los naga— habían sido cazadores de cabezas hasta época reciente; nueve millones de niños, menores de quince años, casados o viudos. Más de diez millones de indios llevaban una vida seminómada. Iban de aldea en aldea, ejerciendo de padre a hijo los oficios de su casta: encantadores de serpientes, echadores de la buenaventura, cíngaros, titiriteros, poceros, magos, funámbulos, vendedores de hierbas medicinales. Todos los días nacían 38.000 niños, de los cuales la cuarta parte estaban condenados a morir antes de cumplir los cinco años. Casi diez millones de indios perecían cada año, muchos de ellos de malnutrición o de enfermedades como la viruela y el cólera, prácticamente desaparecidas a la sazón en los demás países.

La península era una de las regiones más intensamente espirituales del Globo: la tierra natal del budismo, madre del hinduismo, uno de los grandes santuarios del Islam, un territorio en el que los dioses se manifestaban bajo la apariencia de una inimaginable colección de formas y de símbolos, donde las prácticas religiosas iban desde la más elevada especulación metafísica hasta sacrificios de animales y también hasta orgías sexuales practicadas por ciertas sectas o con motivo de fiestas rituales en ciertos campos. El panteón hindú comprendía trescientos treinta millones de divinidades, pues nunca se conoce a Dios, solamente se conocen sus manifestaciones y se manifiesta en todas las cosas, en cada instante de la vida. Había dioses y diosas de la danza, de la destrucción y de las enfermedades; diosas —como Markhai Devi— a cuyos pies se sacrificaban cabras para detener las epidemias de cólera, y dioses —como Deva Indra— a quienes sus fieles pedían el poder de emular las proezas sexuales de los personajes esculpidos en los frisos eróticos de los templos. Dios se encarnaba en árboles como los banianos; en los 136 millones de vacas sagradas; en sus serpientes, especialmente las cobras, cuyo veneno mataba todos los años a veinte mil de sus adoradores. Entre las tres mil sectas de la India se encontraban los zoroastrianos, descendientes de los adoradores del fuego de la Persia antigua, y los jainitas, rama reformada del hinduismo cuyos adeptos consideraban sagrada toda existencia, hasta el punto de que se movían siempre con una máscara antigás en la boca, por temor a tragar y matar inadvertidamente un insecto.

La nación a la que representaban los diputados congregados esta noche en Nueva Delhi comprendía algunos de los hombres más ricos del mundo y trescientos millones de campesinos que apenas si conseguían sobrevivir. Sus tierras, que habrían podido ser las más prósperas del Globo, eran las más miserables. El 83 por ciento de la población era analfabeta. La renta media por persona no superaba los cincuenta céntimos diarios. La cuarta parte de los habitantes de dos grandes ciudades indias, Calcuta y Bombay, dormía, hacía sus necesidades, se reproducía y moría en la calle. La India recibía anualmente una media de 1.140 mm de lluvia, más que las llanuras de Beauce y los jardines de Turena, pero este maná estaba repartido de forma tan desigual, según los meses del año y las regiones del país, que a menudo resultaba ineficaz. Un tercio de los torrenciales aguaceros del monzón iban a perderse, sin provecho, en el mar. Trescientos mil kilómetros cuadrados, una superficie tan extensa como Alemania, no recibía más de 200 mm de agua al año, mientras que otras regiones quedaban inundadas bajo un diluvio que devastaba todos los años el campo y amenazaba con ahogar a millones de hombres.

La India contaba con tres de los más grandes nombres de la industria mundial, los Birla, los Tata y los Dalmia, pero su economía, esencialmente feudal, sólo beneficiaba a un puñado de poderosos terratenientes y capitalistas. Sus colonizadores apenas habían realizado ningún esfuerzo por industrializar al país. Las exportaciones se limitaban casi exclusivamente a cultivos industriales: yute, té, algodón, tabaco. La mayor parte de las máquinas tenían que ser importadas. El consumo de electricidad por habitante era insignificante: cincuenta veces inferior al de los franceses. Mientras que el subsuelo encerraba casi la cuarta parte de las reservas mundiales de hierro, la producción siderúrgica apenas alcanzaba un millón de toneladas al año. La India poseía 6.083 km de costas, pero las técnicas de pesca seguían siendo tan primitivas, que ni siquiera podían dar a cada indio una libra de pescado al año.

De hecho, la única herencia de los colonizadores británicos parecía ser una abrumadora colección de problemas y de maldiciones. Sin embargo, nadie en el recinto del Parlamento indio parecía alimentar esta noche la más mínima animosidad hacia ellos, todos parecían pensar que la marcha de los dueños de la India bastaría para aliviar el peso de los terribles males que anegaban el país.

El hombre que iba a llevar la abrumadora responsabilidad de salvar a la India de su infortunio se puso en pie para hablar. Después de su dolorosa conversación telefónica con Lahore, Jawaharlal Nehru no había tenido ni el tiempo ni la fuerza de preparar un discurso para celebrar la independencia. Improvisó su alocución, dejando que hablara su corazón.

—Hace muchos años —declaró— concertamos una cita con el destino, y ha llegado el momento de cumplir nuestra promesa… Hacia la medianoche, cuando los hombres duerman, la India despertará a la vida y a la libertad.

Las frases surgían elocuentes, vibrantes. Mas, para Nehru, esta hora triunfal había quedado irremediablemente estropeada. «Apenas me daba cuenta de lo que decía —confesará más tarde—. Las palabras acudían espontáneamente, pero mi espíritu no podía separarse de la visión de Lahore en llamas».

—Ha llegado el momento —continuó Nehru—, un momento raramente ofrecido por la Historia, en que un pueblo sale del pasado para entrar en el futuro; en que finaliza una época; en que el alma de una nación, largo tiempo sofocada, vuelve a encontrar su expresión… En el alba de la Historia, la India comenzó una búsqueda sin fin; desde la noche de los tiempos, su pasado es testigo de sus esfuerzos, de la amplitud de sus éxitos y de sus fracasos. A través de sus buenas como de sus malas fortunas, nunca perdió de vista su objetivo, ni olvidó el ideal del que extrae su fuerza. Hoy ponemos fin a una época de desventura. Por fin la India ha vuelto a encontrarse a sí misma… No es momento para críticas mezquinas y destructivas —concluyó—, ni para el rencor o las censuras. Debemos construir la noble morada de la India libre, acogedora para todos sus hijos.

Nehru propuso a la asamblea que, a la duodécima campanada de medianoche, se pusiera en pie para prestar el juramento de servir a la India y a su pueblo. Afuera, el fragor del trueno desgarró súbitamente el cielo e hizo derramarse las cataratas del monzón sobre los millares de hombres y mujeres que se habían agrupado en torno al edificio. Empapado hasta los huesos, el pueblo de Nueva Delhi esperaba estoicamente el instante fatídico.

En el hemiciclo, las dos agujas del viejo reloj británico que coronaba la tribuna se aproximaron a la cifra romana de las doce. Los delegados del pueblo indio, que, dentro de unos segundos, iba a convertirse en la segunda nación del mundo, esperaban también en meditativo silencio.

Mientras se extinguía el eco de las doce campanadas, retumbó a través de la sala el sonido, atávico llamamiento surgido de esa noche de los siglos de que había hablado Nehru. El largo y monocorde gemido de la caracola anunciaba a los representantes de la milenaria India el nacimiento de su nación, y al mundo, el fin de una época colonial.

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