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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (70 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Aquel día de enero, Godsé, Apté y Badgé no eran sus primeros visitantes. Por la mañana, había acudido el posadero Vishnu Karkaré acompañado de Madanlal Pahwa, el único miembro de un grupo que Savarkar no conocía aún. Dándole unos golpecitos en el desnudo brazo como para comprobar su fuerza, el «dictador» había examinado con glacial mirada al joven refugiado, petrificado por la emoción.

—¡Sigue haciendo un buen trabajo! —había murmurado, con un destello de crueldad en los ojos.

Godsé y Apté pasaron la primera noche de su camino a Nueva Delhi en el hotel «Sea Green», un confortable establecimiento de Bombay. Nada más llegar a su habitación, el incorregible seductor Apté no pudo por menos de pedir que le pusieran con un número de teléfono. Esta llamada era la última que hubiera podido esperarse por parte de un hombre que se disponía a participar en uno de los asesinatos más resonantes de la Historia. Se trataba, en efecto, del número de la centralita telefónica de la Policía de Bombay. Cuando se le respondió, pidió la extensión 305 y oyó al otro extremo del hilo la alegre voz de la joven amiga que iba a pasar con él la noche: la hija del cirujano-jefe de la Policía de Bombay.

El momento crítico temido por el médico de Gandhi llegó con imprevista rapidez. Al analizar su orina en la mañana del jueves, 15 de enero, Sushila Nayar descubrió en ella acetona y ácido acético. Había comenzado el proceso fatal. Gandhi había quemado todas sus reservas de hidratos de carbono. Su organismo empezaba a alimentarse de su propia sustancia, a intentar subsistir utilizando la materia vital de sus tejidos. Antes de que hubieran pasado cuarenta y ocho horas desde el principio de su ayuno, el agotado octogenario entraba en la zona peligrosa cuyo umbral solamente se cruza para morir.

El descubrimiento de estas toxinas no era el único signo alarmante para la joven. El detenido examen de la orina había revelado otro. Durante las últimas veinticuatro horas, Gandhi había ingerido 1.900 gramos de agua tibia adicionada de bicarbonato de sodio. Y Sushila Nayar acababa de calcular que solamente había eliminado 780 gramos. Los riñones de Gandhi, dañados por el ayuno de Calcuta, no funcionaban correctamente. Muy inquieta, Sushila intentó hacer comprender a su paciente la gravedad de su estado y por qué esta vez corría el riesgo de no reponerse de la prueba. Pero no quería entender nada.

—Si tengo acetona, es porque mi fe en Dios es imperfecta —murmuró.

—Dios no tiene nada que ver con eso —replicó ella.

Sin renunciar, le explicó detenidamente el proceso fisiológico desencadenado con la aparición de estos residuos. Cuando hubo terminado, Gandhi la miró a los ojos.

—¿Es que tu ciencia lo sabe verdaderamente todo? —preguntó—, ¿Has olvidado lo que dice Shri Khishna en el décimo capítulo del
Gita
: «Lo que yo te he revelado no es más que una partícula de mi gloria infinita»?

Mientras Mohandas Gandhi recordaba a su médico los límites de su ciencia, un joven sonriente y bien vestido se presentaba aquella mañana del 15 de enero en las oficinas de la Compañía «Air India» de Bombay. Narayan Apté pidió dos billetes con destino a Nueva Delhi a nombre de D. N. Karmarkar y S. Marathe para el vuelo de la tarde del sábado, 17 de enero. Cuando sacó un fajo de billetes de Banco y empezó a contar el importe de los pasajes —308 rupias—, el empleado le preguntó si deseaba hacer reserva para el regreso.

La pregunta hizo sonreír a Apté. No, respondió, su socio y él aún no tenían proyecto de regresar de Nueva Delhi. Deseaban solamente billetes de ida.

Pese a la agravación de su estado, Gandhi exigió se le aplicara el tratamiento que había formado parte regularmente de su código de higiene: una lavativa. Esta inyección de líquido limpia el cuerpo como la oración purifica el alma, afirmaba. La persona que se encargaba fielmente de esta delicada e íntima operación era su tímida sobrina-nieta Manu.

El cuidar a Gandhi era una tarea difícil, que exponía a Manu a una catarata de caprichos e impaciencias sorprendentes en un hombre cuya imagen aparente era la de la serenidad y la indiferencia. Un retraso de unos minutos en la llegada del agua caliente provocó en él una brusca crisis de exasperación. Arrepintiéndose al instante de su acceso de irritación, volvió a dejarse caer agotado sobre su lecho. «Sólo se hace uno verdaderamente consciente de sus imperfecciones —se excusó— atravesando una prueba como el ayuno».

La lavativa le debilitó hasta el extremo de dejarle lívido «como un rollo de algodón», observó Manu. Al verle encogerse entre estremecimientos, se asustó, imaginando próximo ya el fin. Se levantó para ir en busca de auxilio. Adivinando su gesto, Gandhi la retuvo con un imperceptible movimiento de la mano.

—No —le dijo—. Dios me mantendrá con vida si necesita mi presencia aquí.

Como muchos de los que rodeaban al Mahatma, Manu se preguntaba si Dios necesitaba aún esa presencia. Ante la indiferencia de la capital por el sacrificio del pobre hombre que agonizaba ante sus ojos, se sintió invadida de un sentimiento insoportable: el miedo de que, después de todo, tal vez quisiera Nueva Delhi «dejar morir a Gandhi».

El tercer día, sin embargo, se habían formado varias tímidas procesiones en las avenidas de la ciudad, exhortando a las comunidades a la fraternidad para salvar a Gandhi. Diez mil personas se reunieron en la explanada del Fuerte Rojo donde se había congregado medio millón de habitantes el día de la Independencia para oír a Nehru exclamar que «la muerte del Mahatma significaría para la India la pérdida de su alma». En señal de respeto a los sufrimientos de este hombre a quien admiraba, Louis Mountbatten anuló todas las recepciones y las cenas previstas en Government House.

Extrañamente, era en el Pakistán donde la emoción parecía más viva. Un telegrama de Lahore informó a Gandhi de que «todos quieren saber aquí cómo pueden contribuir a salvar la vida del Mahatma». A través de todo el país, los dirigentes de la Liga musulmana se dedicaron a transfigurar a su antiguo adversario en «arcángel de fraternidad». En todas partes, las mezquitas se llenaban de fieles que rezaban por él, y, en el secreto de sus gineceos, las mujeres del Islam recitaban los versículos del Corán para que viviera el viejo hindú que había tendido la mano a los musulmanes de la India.

Pero ninguna noticia procedente de Nueva Delhi podía suscitar tanta emoción en el Pakistán como la lanzada a todo lo largo y ancho del país por los teletipos de las agencias de Prensa en la tarde del jueves. Gandhi había obtenido su primera victoria. El terrible sacrificio a que sometía a su cuerpo había salvado de la bancarrota a la patria de Mohammed Ali Jinnah. En el deseo de restaurar la paz del subcontinente y, por encima de todo, «para poner fin a los sufrimientos físicos del alma de la nación», el Gobierno indio había anunciado su decisión de entregar inmediatamente al Pakistán los 550 millones de rupias.

Al aceptar una de las condiciones de Gandhi, los ministros de la India dieron el ejemplo que seguir. La vida del Mahatma estaba ahora en las manos del pueblo de Nueva Delhi. Nehru quiso hacer tomar conciencia de ello a las diez mil personas llegadas para escucharle en la explanada del Fuerte Rojo, en el mismo lugar donde se habían congregado medio millón de indios el día de la Independencia. Les declaró:

—La muerte del Mahatma significaría para la India la pérdida de su alma.

Como jugadores de dados, los conjurados se acuclillaron en el suelo de una antecámara del templo de Bombay donde habían ocultado su
tabla
lleno de armas. El falso
sadhu
abrió su tambor y, como un vendedor ambulante, comenzó a explicar a sus amigos el funcionamiento de su mercancía. Les mostró cómo cebar las granadas, introducir los detonadores en los artefactos explosivos, empalmar y prender las mechas.

La última arma era un revólver. Examinando el rudimentario instrumento, Narayan Apté concluyó que era «más capaz de estallarnos en las manos que de matar a Gandhi». En este país asolado por la violencia, resultaba más difícil procurarse la única arma adecuada para suprimir con plena garantía a un hombre que los explosivos y las bombas que podían hacer saltar por los aires toda una manzana de casas. Viendo a Badgé manipular con destreza las máquinas infernales, Apté comprendió que era indispensable la participación de este extraño personaje en quien ninguno de ellos tenía gran confianza. Le hizo seña de que le siguiera al patio. Allí, posándole amistosamente la mano sobre el hombro, le comunicó el secreto, revelándole que sus armas estaban destinadas a «liquidar» a Gandhi y Nehru. Él y Godsé habían sido encargados de esta tarea por Savarkar.

—Ven a Nueva Delhi con nosotros —le susurró, añadiendo el único argumento susceptible de seducir al falso
sadhu
: nosotros pagaremos todos tus gastos.

Con la inclusión de este especialista en explosivos, el equipo estaba ya completo. Apté anunció que, como medida de seguridad, viajarían por separado. El posadero Karkaré y Madanlal Pahwa tomarían esa misma tarde el
Frontier Mail
en la estación Victoria de Bombay, con las armas suministradas por Badgé ocultas en sus equipajes. El falso
sadhu
y Gopal Godsé, el joven hermano del director del
Hindu Rashtra
, les seguirían dos días después en trenes diferentes. En cuanto a los jefes de la expedición, Nathuram Godsé y Narayan Apté, su calidad de
peswa
, de «guías», les otorgaba el privilegio de no desplazarse con sus tropas. Partirían en avión con los billetes comprados esa misma mañana por Apté. El lugar de cita de los conjurados era la sede del partido nacionalista
Hindu Mahasabha
en Nueva Delhi. El edificio se encontraba justamente al lado del templo de Lakshmi-Narayan, un inmenso santuario de estilo neohindú que había sido regalado a la ciudad por la familia del industrial Birla, en cuya casa residía el hombre a quien iba a matar.

La tarde del jueves, 15 de enero, centenares de fieles se congregaron sobre el césped de Birla House, esperando que un milagro permitiese al «Alma de la India» celebrar su reunión de oración. Esta esperanza se vio defraudada. Gandhi no tenía ya fuerzas para caminar, ni siquiera para permanecer sentado. Ofreció todo lo que aún podía dar de sí mismo, unas cuantas palabras murmuradas ante un micrófono colocado junto a la cabecera de su cama y que transmitía un altavoz. La familiar voz que había galvanizado a las masas indias desde hacía treinta años, era tan débil que muchos tuvieron aquella tarde la impresión de que les hablaba desde el más allá.

—Ocupaos de la patria y de su necesidad de fraternidad —suplicó—. No os atormentéis por mí. El que ha nacido en este mundo no puede escapar a la muerte. La muerte es la amiga de todos nosotros. Debe merecer siempre nuestra gratitud, pues nos alivia para siempre de todas nuestras miserias.

Cuando terminó la oración, se elevó de los presentes un gran clamor para pedir un
darsan
, el privilegio de ver por lo menos al bienamado Mahatma. La multitud formó una larga fila a cuya cabeza iban las mujeres. Con las manos juntas en el gesto ritual del n
amaste
y en un estremecedor silencio, los fieles desfilaron uno a uno ante la veranda en que Gandhi se había dormido, extenuado por el esfuerzo de pronunciar unas palabras. Estaba recogido sobre sí mismo, como un niño pequeño, envuelto en un mantón blanco, con los ojos cerrados y el demacrado rostro iluminado por una luz extraña y sobrenatural. En su sueño, había conservado unidas las manos y respondía a la compasión de su pueblo con un inconsciente
namaste
.

Manu no daba crédito a lo que veían sus ojos. El imprevisible anciano que la tarde anterior no tuvo fuerzas ni siquiera para sentarse, se había puesto en pie nada más despertarse. Tras su oración del amanecer, se entregaba ahora a una actividad un tanto inesperada en una persona privada de alimento desde hacía cuatro días y acechada por la muerte. Gandhi se dedicaba a sus cotidianos ejercicios de escritura bengalí, lengua que había decidido dominar después de la peregrinación de penitente a través del distrito de Noakhali. Luego, con voz asombrosamente vigorosa, dictó el mensaje que quería que fuera leído en la oración de la tarde.

Esta resurrección no era, en realidad, más que una ilusión. Cuando intentaba ir solo hasta el cuarto de baño, un desvanecimiento le hizo tambalearse, y se desplomó sin conocimiento. Sushila Nayar se precipitó hacia él. Conocía la causa de esta indisposición. Hinchado por el agua que sus obstruidos riñones se negaban a eliminar, acababa de tener un fallo cardíaco. Al pesarle, había previsto esta nueva agravación. Hacía dos días que la aguja indicaba el mismo peso: 48 kilos. El diagnóstico quedó confirmado cuando le tomó la tensión. El electrocardiograma de un especialista llamado urgentemente aportó la certeza del deterioro del corazón del Mahatma. Podía preverse ya un fin rápido y brutal.

Sushila redactó el primer boletín médico del día anunciando el crítico estado de Mohandas Gandhi. Era un grito de alarma. Si no ponía fin inmediatamente a su huelga de hambre, quedarían irremediablemente afectados todos sus órganos vitales.

La extraordinaria corriente que siempre había unido a las masas de la India con su Gran alma acabó por franquear los muros de Birla House.

Instintivamente, antes incluso de la publicación del boletín de Sushila Nayar, la India había sentido aquella mañana del 16 de enero que la vida de Gandhi estaba en peligro. Como frecuentemente ocurriera en ocasión de ayunos anteriores, el estado de ánimo de la India cambió con desconcertante rapidez. Una nación de trescientos millones de habitantes, el segundo país del mundo, comenzó de pronto a vivir completamente pendiente de las noticias del combate que un anciano agotado libraba con su conciencia. Desde el recinto mismo de su casa, la radiodifusión india fue dando de hora en hora noticias de su agonía. Decenas de periodistas indios y extranjeros se concentraron ante la verja del jardín como para una velada fúnebre. Las plazas de todas las ciudades de la península se vieron súbitamente invadidas por multitudes que enarbolaban pancartas y gritaban los eslóganes de «Fraternidad», «Unidad», «¡Salvad a Gandhi!». Por todo el país se constituyeron «comités para la salvaguardia de la vida de Gandhi», que agrupaban a representantes de todas las comunidades y de todos los partidos políticos. En los sobres de los millones de cartas cursadas este día, los empleados de Correos escribieron: «Salvemos la vida de Gandhi, seamos todos hermanos en la paz». Cientos de millares de personas se reunieron y elevaron plegarias por su salvación. Los templos y las mezquitas organizaron ceremonias especiales. Los intocables de Bombay enviaron a Gandhi un telegrama afirmando: «Vuestra vida nos pertenece».

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