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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (43 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Los musulmanes de los regimientos estacionados en las zonas destinadas a pertenecer al Pakistán, ofrecieron fiestas análogas a sus camaradas sikhs e hindúes que se iban a la India. En Rawalpindi, el II de Caballería organizó un enorme
barakana
, «un banquete de buena suerte», en honor de los que se marchaban. Todos los oficiales hindúes y sikhs pronunciaron discursos, algunos con lágrimas en los ojos, para saludar al coronel musulmán Mohammed Idriss, que los había mandado en algunos de los más encarnizados combates de la Segunda Guerra Mundial.

—Adondequiera que vayáis —exclamó a su vez, Idriss—, siempre continuaremos siendo hermanos, porque hemos vertido juntos nuestra sangre.

El coronel musulmán hizo caso omiso de la orden que había recibido del Cuartel General del futuro Ejército paquistaní mandando que todas las tropas hindúes y sikhs entregaran sus armas antes de su marcha. «Estos hombres son soldados —declaró—. Vinieron aquí con sus armas. Se marcharán con ellas».

Al día siguiente por la mañana, los sikhs y los hindúes del II de Caballería deberían la vida a la caballeresca actitud de su antiguo coronel musulmán. Una hora después de haber salido de Rawalpindi, su tren cayó en una emboscada musulmana. Sin sus fusiles, habrían muerto todos.

La más conmovedora fiesta de despedida se celebró en el césped y en la sala de baile de una institución que había sido uno de los santuarios de los dueños británicos de la India: el
Imperial Delhi Gymkhana Club
. Las invitaciones fueron enviadas en cartulinas impresas a nombre de los «Oficiales de las Fuerzas Armadas del Dominio de la India», para «una recepción de despedida en honor de sus viejos camaradas, los Oficiales de las Fuerzas Armadas del Dominio del Pakistán».

Un aire de «tristeza e irrealidad» impregnaba la velada, recuerda un oficial indio. Con sus bigotes cuidadosamente recortados, sus uniformes a la inglesa y los pasadores de condecoraciones ganadas al servicio de la Gran Bretaña, los hombres que se mezclaban bajo los faroles parecían salidos todos del mismo molde: el de sus colonizadores. Acompañados de sus mujeres, vestidas con saris multicolores, charlaban sobre los céspedes centelleantes de guirnaldas o danzaban un último foxtrot en la iluminada sala de baile.

Tomaron asiento en el bar para beber juntos y contarse por última vez los viejos relatos del pasado, relatos de guarnición, de polo, de desiertos de África, de junglas birmanas, de incursiones contra sus compatriotas de la frontera afgana, todas esas anécdotas que jalonan una carrera de peligros y de aventuras vividos en la camaradería de la sangre derramada.

Ninguno de estos hombres podía imaginar, en el transcurso de esa nostálgica velada, la trágica suerte que les esperaba. Abrazándose, dándose amistosas palmadas en la espalda, se decían alegremente unos a otros: «¡Volveremos en setiembre para la caza del jabalí!» O «¡No te olvides del polo en Lahore!» O «¡Recuerda que tenemos una cuenta que saldar con un íbice de Cachemira!»

Cuando llegó el momento de separarse, el general Cariappa, un hindú del VII Rajput, subió a un pequeño estrado y rogó silencio.

—Estamos aquí para decirnos hasta la vista, y sólo hasta la vista, pues no tardaremos en volver a encontrarnos en el mismo espíritu fraternal que siempre nos ha reunido —declaró—. Hemos compartido durante tanto tiempo el mismo destino, que nuestra historia es indivisible.

Evocó su experiencia común y concluyó:

—Hemos sido hermanos. Seguiremos siendo siempre hermanos. Y nunca olvidaremos los grandes años que hemos vivido juntos.

Cuando terminó, el general hindú se volvió para coger un pesado trofeo de plata cubierto por una funda. Se lo ofreció al general Aga Raza, el oficial musulmán de más alta graduación, como regalo de despedida de los oficiales hindúes a sus camaradas de armas musulmanes. Raza descubrió el objeto y lo levantó en alto para mostrarlo a los concurrentes. Labrada por un orfebre de la Vieja Delhi, representaba dos cipayos, un hindú y un musulmán, de pie, al lado uno de otro, con el fusil junto a la mejilla apuntando contra un enemigo común.

Cuando Raza hubo dado las gracias en nombre de todos los musulmanes presentes, la orquesta atacó el canto de despedida. Espontáneamente, todas las manos se tendieron unas hacia otras. En pocos segundos se formó un círculo de hindúes y de musulmanes mezclados, cadena fraternal, vibrante de amistad, de la que ascendía el canto de esperanza del himno escocés.

Un largo silencio siguió a la última estrofa. Luego, los oficiales indios se dirigieron hacia la puerta de la sala de baile, con su copa en la mano, y se alinearon sobre los escalones que conducían a la salida. Uno a uno, los oficiales paquistaníes pasaron ante esta fila de honor y se hundieron en la noche. Al paso de cada uno de ellos, los indios levantaban sus copas para un último y silencioso brindis.

Volverían a verse, en efecto, como se habían prometido, pero mucho antes y en circunstancias muy distintas de las que habían imaginado. Los antiguos miembros del Ejército de la India no volverían a encontrarse en los terrenos de polo de Lahore, sino en los campos de batalla de Cachemira. Allí, los fusiles de los dos cipayos del trofeo no estarían apuntando sobre un enemigo común, sino vuelto uno contra otro.

XI

HACIA LA MEDIANOCHE, CUANDO LOS HOMBRES DUERMAN

Octava estación del viacrucis de Gandhi:
«¡Gandhi, eres un traidor!»

T
reinta y seis horas antes de la Independencia, al comenzar la tarde del miércoles 13 de agosto, Gandhi abandonó su refugio del ashram de Sodepur, en medio de los cocoteros, para lanzarse a la conquista del «milagro».

Su punto de destino estaba muy cerca. Era Calcuta, esa metrópoli de dos millones y medio de habitantes que, durante generaciones, había sido la gran capital de la India, el centro de las Letras y de las Artes, de las Ciencia y de la Filosofía. Pero, en aquel agitado verano, Calcuta era también un lugar que podía parecer la manifestación del infierno sobre la tierra, un arrabal maldito de
La ciudad, de las noches de horror
, de Rudyard Kipling.

Allí, en la indigencia y la abominación de la ciudad que se había revelado como la más violenta del mundo, la dulce voz del arcángel de la no violencia esperaba conseguir el prodigio que ni el Ejército ni la Policía del virrey podían realizar. Una vez más, el artesano de la independencia de la India se disponía a ofrecer su vida a sus compatriotas para liberarlos, no ya de los ingleses, sino del odio que envenenaba sus corazones.

Calcuta veneraba la brutalidad sanguinaria hasta en sus leyendas y en la elección de los dioses que adoraba. Su santa patrona era Kali, la diosa hindú de la destrucción, feroz bebedora de sangre cuyas estatuas eran adornadas con guirnaldas de serpientes y de cráneos humanos. Todos los días millares de personas se postraban ante sus altares. En el pasado se habían inmolado niños en su honor, y sus adeptos le continuaban sacrificando animales para luego derramar su sangre sobre la cabeza y la frente.

La triste realidad se afirmaba más allá de una apariencia de prosperidad: la ciudad era el tugurio más inhumano del mundo. Desde generaciones, atraía a sus
basti
—barrios de chabolas— a las famélicas poblaciones de las marismas de Bengala y de las resecas llanuras de Bihar. Los bellos céspedes del parque Maidan, las elegantes mansiones de estilo georgiano y los ricos edificios de las grandes sociedades comerciales de la avenida Chowringhee eran una fachada tan artificial como un decorado de cine. Inmediatamente detrás, a lo largo de kilómetros, se extendía un gigantesco vertedero donde la concentración de seres humanos era la más densa del Globo. Dos millones de desgraciados vivían allí en un estado de subalimentación tal, que su probabilidad de vida no llegaba a los treinta años. La mayoría de ellos no disponía ni siquiera de la ración alimenticia que los nazis consentían a sus víctimas a las puertas de las cámaras de gas. Esta población contaba con más de cuatrocientos mil mendigos y parados, así como cuarenta mil leprosos. Todos estos desventurados se amontonaban en ruinosas cabañas, chozas de barro seco, fétidas madrigueras. Sórdidas callejas servían de paso; las cloacas a cielo abierto rebosaban de excrementos e inmundicias, y constituían terreno privilegiado de hordas de ratas y de una hormigueante multitud de parásitos. Raras fuentes dejaban correr un agua siempre contaminada. Una vez a la semana aparecían en las callejas los implacables
malik
para reclamar los alquileres del infierno.

Hambres espantosas señalaban las grandes fechas de la historia de Calcuta. La más reciente databa de cuatro años. Con las epidemias que la siguieron, sólo en Bengala causó más de cuatro millones de muertos. Centenares de miles de habitantes se habían arrastrado hasta los cubos de la basura de los ricos y hasta los vertederos para buscar allí con qué sobrevivir. Alucinadas por el hambre, familias enteras se habían desintegrado: las madres, matado a los hijos que no podían alimentar; los hombres, comido perros, y los perros, devorado a ancianos moribundos.

En el instante mismo en que la India se disponía a celebrar su libertad, hombres, mujeres y niños seguían muriendo de hambre en las calle de Calcuta. El cólera, la tuberculosis y la disentería segaban cada año más vidas que las que la India había perdido en su lucha contra la colonización británica.

Los barrios miserables de Calcuta siempre segregaron todas las formas de la violencia, por las matanzas de agosto de 1946 habían dado a esta violencia una nueva dimensión, al nutrirla esta vez con el odio religioso. Desde entonces, hindúes y musulmanes se observaban con una desconfianza y un terror constantes. No pasaba un solo día sin aportar su siniestra cosecha de cadáveres. Armados con cuchillos, revólveres, metralletas, botellas incendiarias o ganchos de acero bautizados con el nombre de «dientes de tigre», que permitían arrancarle los ojos a un adversario, las bandas de las dos comunidades se disponían a sumir la ciudad en un nuevo baño de sangre.

Poco después de las 3 de la tarde del 13 de agosto, llegó, en un viejo «Chevrolet», el hombre que quería intentar impedir esa carnicería. El automóvil pasó ante una larga sucesión de desconchadas fachadas y se detuvo ante una verja de Beliaghata Road, que llevaba el número 151. Allí, en medio de una especia de solar transformado en cloaca por el monzón, se elevaba una gran construcción que amenazaba ruina, destartalada casa surgida de un decorado de Tennessee Williams.

Con la terraza bordeada de balaustres y sus pilastras dóricas, «Hysari Mansion» encarnó en otro tiempo el sueño paladino de algún comerciante inglés trasplantado a los trópicos. Su actual propietario, un rico musulmán, la había abandonado hacía tiempo a las ratas, a las serpientes y las cucarachas. Se habían barrido apresuradamente las inmundicias que manchaban todas las habitaciones y reparado la comodidad que de esta casa llamó la atención del Mahatma: los retretes, algo sumamente raro en los barrios populares de Calcuta. Desde esta vivienda rodeada de fetidez, de parásitos y de fango, Gandhi se iba a esforzar por realizar un prodigio.

Aquellos de quienes dependía este milagro estaban ya allí, esperando desde hacía horas la llegada del ilustre visitante. Todos eran hindúes, y a muchos de ellos, los musulmanes les habían matado al padre o a la madre, o les habían violado a la hija o a la esposa durante los disturbios del verano anterior. Al aproximarse el coche, empezaron a gritar el nombre de Gandhi. Mas, por primera vez en la India, no aclamaban este nombre. Lo vilipendiaban. Con rostros deformados por el furor y el odio, aullaban: «¡Gandhi, eres un traidor! ¡Ve a salvar a nuestros hermanos hindúes de Noakhali! ¡Protege a los hindúes, no a los musulmanes!» Al mismo tiempo una lluvia de piedras caía sobre el coche de quien la mitad del mundo consideraba un santo.

Se abrió una de las portezuelas, y apareció la familiar silueta. Con sus gafas en la punta de la nariz, sujetando con un mano el vuelo de su
dhoti
y la otra levantada en señal de paz, el frágil anciano de setenta y siete años avanzó sólo hacia la hostil muchedumbre.

—Estáis enojados conmigo, y yo vengo a vosotros —declaró.

Al oír estas palabras, los manifestantes se inmovilizaron. Entonces, la aguda vocecilla que había hablado en favor de la India ante soberanos y virreyes, comenzó a predicar la razón a sus hermanos de raza.

—He venido aquí para defender a los hindúes lo mismo que a los musulmanes. Voy a ponerme bajo vuestra protección. Tenéis perfecto derecho de volveros contra mí, si queréis. Casi he llegado ya al final del viaje de mi vida. No me queda mucho camino que recorrer. Pero prefiero morir inmediatamente antes que veros caer en la locura.

Explicó luego que, con su presencia en Calcuta, salvaba a los hindúes de Noakhali. Los jefes musulmanes, culpables de la matanza de tantos hindúes, le habían dado su palabra: ni un solo hindú estaría allí en peligro el 15 de agosto. Sabían que ayunaría hasta la muerte si traicionaban su promesa.

Fiado en esta garantía, aceptó ir a Calcuta. Del mismo modo que había confiado a los jefes musulmanes de Noakhali la responsabilidad moral de la seguridad de los hindúes que vivían entre ellos, iba ahora a intentar persuadir a los hindúes de Calcuta para que protegiesen a sus conciudadanos musulmanes. Si se negaban a oír su llamamiento, si desencadenaban la matanza que vaticinó, habían de saber que sería al precio de la vida de Gandhi.

Ésta era la esencia de su estrategia de no violencia: un contrato entre los adversarios, y su vida ofrecida en garantía del respeto a sus compromisos. Con su amenaza de dejarse morir de hambre, Gandhi había introducido en la palestra política la vieja sabiduría de los rishi: «Si haces eso, soy yo quien muere».

—¿Cómo podría yo, que soy hindú por nacimiento, el hindú de los hindúes por mi forma de vivir, ser enemigo de los hindúes? —preguntó a la encolerizada multitud.

El razonamiento de Gandhi, la extrema sencillez de su punto de vista, parecieron azorar a los manifestantes. Tras haber prometido entrevistarse con sus representantes, Gandhi y sus discípulos entraron en su nueva morada.

La tregua fue breve. La llegada de Sayyid Suhrawardy, el musulmán más aborrecido por las masas hindúes, provocó una nueva explosión de furor. Los revoltosos bombardearon la casa con proyectiles. Una piedra pulverizó uno de los escasos cristales, sembrando de fragmentos de vidrio la habitación en que se encontraba Gandhi. Sentado en cuclillas en el suelo, imperturbable, el Mahatma continuó redactando su correspondencia. Sin embargo, un giro dramático acababa de producirse en su existencia. En aquella tórrida tarde de agosto, por primera vez desde su regreso de Africa en 1915, y sólo a pocas horas del fin de la larga marcha de la India hacia la libertad, una multitud de su país se había levantado contra él.

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