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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (20 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Habiendo terminado con este modesto ágape los preliminares de su segunda entrevista, el virrey se metió por fin en el engranaje que había necesitado en sus predecesores una dosis poco común de paciencia y de valor; negociar con Gandhi.

El Mahatma se reveló siempre como un interlocutor difícil. Según él, la verdad tenía dos aspectos: uno, absoluto, trascendente al mundo y del que el hombre sólo podía tener fugitivas intuiciones; el otro, relativo. Esta verdad relativa era la que se tenía que manejar en la vida diaria. Para explicar esta diferencia, Gandhi se servía de una parábola. «Sumergid —decía— la mano izquierda en una palangana de agua tibia, el agua tibia os parecerá caliente. Sumergid luego la mano derecha en una palangana de agua caliente y, después, en la que contiene el agua tibia. El agua tibia os parecerá fría. Sin embargo, su temperatura no ha cambiado. La verdad absoluta era la temperatura constante del agua, pero la verdad relativa, la percibida por la mano del hombre, variaba». Esta parábola indicaba claramente que la verdad relativa de Gandhi no era un valor rígido. Podía evolucionar a medida que se modificaba su comprensión de un problema, y esta gimnasia moral había desconcertado con frecuencia a sus interlocutores británicos, haciéndole parecer un astuto asiático de dos caras. Incluso sus discípulos se exasperaban a veces.

—Bapuji
(Padre), no os comprendo —se asombró un día uno de ellos—. ¿Cómo habéis podido decir esto la semana pasada y afirmar hoy lo contrario?

—Ah —replicó Gandhi—, es que he aprendido mucho desde la semana pasada.

El nuevo virrey iniciaba, pues, las negociaciones serias con una cierta aprensión. No estaba tan seguro de que el hombrecillo «susurrante como un pájaro» que tenía a su lado pudiera ayudarle a encontrar una solución al problema indio. Sabía, por el contrario, que era muy capaz de frustrar todos sus esfuerzos para lograrlo. Las tentativas de muchos otros mediadores habían sido hechas fracasar frecuentemente por su imprevisible personalidad. Era Gandhi quien hizo volverse a Londres, con las manos vacías, al emisario de Churchill en 1942. Él también, quien en nombre de sus principios, redujo a la nada los esfuerzos del precedente virrey para resolver la crisis india. El día anterior, en el transcurso de su oración pública, había reafirmado una vez más que su país no podría ser dividido más que sobre su cadáver. «Mientras viva —había añadido—, no aceptaré jamás la partición de la India».

De entrada Mountbatten declaró a Gandhi que la política de Inglaterra había sido siempre no capitular nunca ante la fuerza. Pero, como su cruzada no violenta había terminado por prevalecer, Inglaterra estaba ahora decidida a abandonar la India, ocurriera lo que ocurriese.

—Solamente importa una cosa —recalcó Gandhi—, No repartan la India, niéguense a dividirla, aunque esta negativa haga correr ríos de sangre.

Mountbatten aseguró que la partición no era la última solución que querría adoptar. Pero, ¿qué otra posibilidad tenía?

—En lugar de dividirla, dé la India entera a los musulmanes —sugirió Gandhi—. Coloque a los trescientos millones de hindúes bajo la dominación musulmana, encargue a Jinnah y sus acólitos formar un Gobierno, transmítale la soberanía de Inglaterra.

Mountbatten quedó espantado ante la proposición del apóstol de la no violencia. Aunque estaba dispuesto a agarrarse a cualquier tabla para escapar a la partición, esta solución tenía todo el aspecto de un sueño de
Alicia en el País de las Maravillas
. Era cierto que otras muchas ideas de Gandhi, tan insólitas, habían tenido éxito.

—¿Qué es lo que le hace creer que su propio partido aceptaría esta sugerencia? —se inquietó el almirante.

—El Congreso quiere por encima de todo evitar la partición. Hará todo por impedirlo.

—¿Y cuál será la reacción de Jinnah?

—Si le dice que soy yo el autor de este plan —replicó el Mahatma con maliciosa sonrisa—, le responderá: «¡Ah, ese tunante de Gandhi!».

Mountbatten guardó un largo silencio. La proposición le parecía totalmente utópica, y no tenía la menor intención de arriesgar su prestigio personal para imponerla. No obstante, no podía pasar por alto la más mínima posibilidad de salvar la unidad de la India. Declaró por fin:

—Si puede usted darme la seguridad oficial de que el Congreso está dispuesto a ratificar este plan y a colaborar sinceramente en su realización, entonces acepto ponerlo en práctica.

Gandhi saltó literalmente de su sillón.

—Soy completamente sincero —afirmó—, y si toma usted esta decisión, estoy dispuesto a recorrer la India de cabo a rabo para hacerla acatar por el pueblo.

Pocas horas después, un periodista indio pudo entrevistarse con Gandhi cuando se dirigía a su oración pública. El Mahatma parecía «rebosante de felicidad». Al llegar al lugar de la reunión, el anciano se volvió hacia el periodista. Con beatífica sonrisa, murmuró: «Creo que he hecho volver las aguas a su cauce».

Para aquél al que el mundo llamaba «el hombre de la rosa», y al que el fotógrafo sorprendió un día en la posición «del pino»
(*)
, este momento era la coronación de una larga cruzada. Nehru había pasado nueve años en las cárceles inglesas meditando sobre la nueva India. Idealista, soñaba en conciliar en el suelo indio la democracia parlamentaria de Gran Bretaña y el socialismo económico de Karl Marx. Quería una India centralizada, libre de su miseria y sus supersticiones; una India a la que las chimeneas de las fábricas harían entrar en el siglo XX.
(Foto Camera Press-Holmès-Lebel)
[
(*)
La que en el pie de foto es llamada «posición del pino» es la postura de yoga llamada «Sirshasana» (Nota adicional)]

Cuarta estación del viacrucis de Gandhi:
los discípulos se alejan del Padre

Una única bombilla ennegrecida de insectos carbonizados iluminaba el miserable cuchitril. Desnudo hasta la cintura, Gandhi estaba sentado en cuclillas sobre una estera, en medio de sus compañeros, que discutían animadamente. Afuera, brillantes los ojos con una mezcla de temor y curiosidad, los hijos de los barrenderos de la Banghi Colony —el barrio de chabolas superpoblado de intocables que limpiaban las calles y letrinas de Nueva Delhi—, se agolpaban ante las ventanas para contemplar al Mahatma y a los jefes de su partido del Congreso.

Gandhi los había convocado en este barrio infame apestado por el olor a excrementos que ascendía de los canales descubiertos que hacían las veces de cloacas. Durante su estancia en la capital, había decidido vivir allí, en medio de una de las poblaciones más miserables del mundo, entre aquellos patéticos rostros cubiertos de llagas. El combate en favor de los oprimidos de la sociedad hindú, los intocables a los que él llamaba los
Harijans
—los Hijos de Dios—, había ocupado siempre en su corazón un puesto igual al otro, el librado por la liberación de la India.

Los intocables constituían más de la sexta parte de la población. Eran hindúes, cierto, pero las faltas cometidas en sus vidas anteriores les excluían de toda casta. Eran fácilmente reconocibles por el color más oscuro de su piel, por la sumisión de su comportamiento, por la gran indigencia de su atuendo. Su designación de intocables expresaba el temor de los demás hindúes a contaminarse con su contacto, lo que habría exigido una purificación ritual. Se decía que la misma huella de sus pasos profanaba las calles habitadas por ciertos brahmanes. Un intocable debía apartarse cada vez que un hindú de casta se cruzaba con él, a fin de no mancillarle con su sombra. Ningún hindú de casta podía comer en presencia de un intocable, beber el agua que él había extraído, utilizar un utensilio que él había rozado. La entrada en numerosos templos les estaba prohibida a los intocables. Sus hijos no eran aceptados en las escuelas. No tenían acceso a las piras funerarias comunales. Y, como su pobreza les impedía, por regla general, adquirir madera suficiente para la cremación, sus restos, parcialmente calcinados, eran arrojados al río o enterrados. A menudo, también, eran devorados por los buitres.

En ciertas regiones de la India, los intocables solamente estaban autorizados a salir de sus chozas durante la noche. Se les llamaba entonces los «invisibles». Además, eran vendidos como siervos con la tierra que trabajaban; un joven intocable valía, por término medio, lo mismo que un buey. Realizaban los trabajos más humildes y más sucios: vaciar las letrinas, barrer las calles, recoger las basuras, tareas impuras que les hacían precisamente «intocables». En este siglo de progreso social, el hinduismo sólo les concedía un privilegio. No siendo vegetarianos, podían comer las vacas sagradas muertas a consecuencia de las epidemias o de enfermedad, cuyos cadáveres pertenecían por derecho a los poceros de los pueblos.

Desde su regreso de África del Sur, la causa de estos parias se había convertido en la de Gandhi. Su primer ashram indio había estado a punto de hundirse porque los había acogido en él. Cuidaba sus llagas, friccionaba sus miembros doloridos. Más aún, para condenar de manera espectacular la intocabilidad, no vaciló en realizar la tarea considerada como la más degradante para un hindú de su casta. Limpió, ante los ojos de todos, el cubo de excrementos de un intocable.

En 1932, había dado casi su vida por ellos al hacer una huelga de hambre destinada a impedir una reforma política que institucionalizaba su segregación del resto de la sociedad india. Con su obstinación en viajar solamente en vagones de tercera clase y alojarse en sus poblados de chabolas, quería sensibilizar a la India entera acerca de la desgracia de su condición
[10]
.

Al cabo de unos meses, de unas semanas incluso, los hombres reunidos aquella noche en torno a Gandhi serían los ministros del Gobierno de la India independiente. Ocuparían los amplios despachos desde donde los ingleses habían dirigido el Imperio, haciéndose conducir a ellos en lujosos automóviles. Si Gandhi había exigido que acabaran su peregrinación en el corazón de uno de los barrios más inmundos de la capital, era para que se vieran enfrentados a las realidades del país que muy pronto iban a gobernar.

Hacía un calor sofocante; para aliviar su opresión, Gandhi había recurrido a una climatización inventada por él: una toalla húmeda posada sobre su calva cabeza. Con gran tristeza por su parte, el estado de ánimo de sus compañeros parecía tan acalorado como la noche.

Al asegurar a Mountbatten pocos días antes que el partido del Congreso estaba dispuesto a todas las concesiones para evitar la partición, Gandhi se había equivocado. Su error era tan grande como el abismo que comenzaba a abrirse entre el viejo Mahatma y los que él había formado y colocado en los resortes del mando de su partido.

Estos militantes habían apoyado a Gandhi durante un cuarto de siglo. En nombre de su causa, habían prescindido de sus ropas occidentales para vestir su
khadi
, familiarizado sus torpes dedos con los ritmos de su rueca, marchado ante los
lathis
estruendosos de la Policía, franqueado las puertas de las cárceles británicas. Acallando sus vacilaciones y sus dudas, le habían seguido por los oscuros caminos de su cruzada a la conquista de una victoria que no esperaban y que hoy era real: el ideal gandhiano de la no violencia había arrancado la independencia a los ingleses.

Sus motivaciones eran diversas, pero todos sabían que, en el combate por la independencia, sólo su genio podía agrupar a las masas indias bajo una única bandera. La lucha común había impuesto silencio a sus diferencias. Esta noche, sin embargo, habían vuelto a surgir bruscamente con la singular sugerencia de su viejo jefe: colocar a Jinnah y a un Gobierno musulmán al frente de la India independiente. Si se negaban a apoyar su plan, alegó Gandhi, el nuevo virrey se vería obligado a la partición. Durante su larga marcha de penitente por Noakhali y, luego, Bihar, había podido apreciar, infinitamente mejor que los políticos de Delhi, la tragedia que arriesgaba engendrar una división del país. En las chozas y las marismas del delta del Ganges, habla visto estallar el odio racial y religioso. La partición sólo podía agravar estos desenfrenos, no calmarlos. Suplicó a sus compañeros que se adhiriesen a su idea, la última oportunidad, según él, de preservar la unidad de la India.

No logró conmover a Nehru ni a los demás responsables del Gobierno. Había un límite al precio que estaban dispuestos a pagar para salvar la integridad del país. Abandonar el poder en manos del adversario musulmán rebasaba este límite. Acongojado, el Mahatma iba a tener que informar al virrey de que no había podido convencer a sus militantes. Esto no era todavía la verdadera ruptura, pero ya sus discípulos tomaban caminos diferentes del suyo. La cruzada de Gandhi había comenzado en la soledad y las tinieblas de una estación de África del Sur. Estaba a punto de terminar como había empezado, en la soledad.

Si no hubiera habido aire acondicionado en el despacho del virrey aquella tarde de abril, el frío polar que emanaba de la austera y distante personalidad del líder musulmán habría podido bastar para refrescarlo. Desde el primer momento, Mountbatten había encontrado a Mohammed Ali Jinnah en «el más arrogante, glacial y desdeñoso estado de ánimo».

El hombre clave del trío indio, el que poseía en definitiva la solución del dilema, fue el último en acudir al palacio del virrey. Rememorando esta escena veinticinco años más tarde, Louis Mountbatten recalcaría: «Hasta que hablé con Mohammed Ali Jinnah, no me di cuenta de hasta qué punto era imposible mi tarea en la India».

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