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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (17 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Mountbatten comenzó su revolución con un toque de pincel. Ante el horrorizado estupor de sus colaboradores, ordenó que los oscuros y preciosos artesonados de su despacho, en el que tantas negociaciones habían fracasado, fueran inmediatamente recubiertos por una luminosa capa de pintura verde. Esta medida tendía a situar a sus futuros interlocutores en el más jovial de los humores. Luego, sacudió la rutina del palacio para hacer de él un cuartel general casi militar hirviente de actividad. Una conferencia de trabajo, rápidamente denominada «la oración de la mañana», comenzó cada día.

Mountbatten sorprendía a los que le rodeaban por la vivacidad de su razonamiento, su facultad de ir instantáneamente a la raíz de un problema y, sobre todo, su extraordinaria capacidad de trabajo. No teniendo la menor intención de perder el tiempo abriendo y cerrando cerraduras, suprimió las tradicionales idas y venidas de los
chaprassis
que llevaban los legajos de documentos de Estado en cofres de cuero cerrados con llave. Como se negaba igualmente a anotar dossiers en la soledad de su despacho, instaló un diálogo permanente con sus colaboradores. «Cuando al margen de un documento que debía leer Mountbatten escribía alguien: "¿Puedo hablarle de esto?” —cuenta uno de ellos—, se podía tener la seguridad de que sería efectivamente citado, y convenía estar preparado en todo instante para decir lo que uno tenía que decir, pues muy bien podía llamarle a las dos de la madrugada».

Pero el cambio esencial era la imagen pública que de sí mismo y de su función quería ofrecer a la India. Desde hacía más de un siglo, el virrey, prisionero de los esplendores protocolarios de su cargo, se había convertido en uno de los dioses más inaccesibles del panteón asiático. Dos tentativas de asesinato le habían encerrado en un capullo policíaco que le aislaba de todo contacto con las masas indígenas sobre las que reinaba. Cada vez que su tren blanco y oro atravesaba las inmensidades indias, eran apostados centinelas cada cien metros a lo largo del itinerario. Centenares de guardias de corps, de policías, de inspectores, protegían cada uno de sus actos y gestos. Si jugaba al golf, el terreno era evacuado y un enjambre de policías se emboscaba tras los árboles del recorrido. Si paseaba a caballo, un escuadrón de su guardia se lanzaba tras los cascos de su montura.

Mountbatten estaba decidido a hacer volar en pedazos esta pantalla protectora. Si se envolvía en la grandeza imperial, era solamente para acercarse mejor a las masas. Anunció, pues, que su mujer, sus hijos y él darían en lo sucesivo su paseo matinal a caballo sin escolta. Esta decisión sembró el pánico en los servicios de seguridad. Pero él se mantuvo firme, y los campesinos indios pasaron a ser testigos de un espectáculo tan increíble que les parecía un espejismo: el virrey y la virreina de la India pasando al trote ante ellos y saludándoles graciosamente, solos y sin protección.

Los Mountbatten realizaron un gesto más espectacular todavía. Hicieron lo que ningún representante del rey-emperador se había dignado jamás hacer en cien años: visitar a un indio que no pertenecía a la pequeña casta privilegiada de los maharajás y de los nababs. Para asombro del país entero, Louis Mountbatten y su esposa aparecieron una noche entre los invitados que recibía Jawaharlal Nehru en su modesta residencia de Nueva Delhi. Ante las miradas estupefactas, el inglés tomó amistosamente del brazo a su anfitrión y se paseó así entre la concurrencia, conversando familiarmente con todos, estrechando las manos de unos y otros. Este gesto tuvo una resonancia enorme. «Alabado sea el Señor —suspiró Nehru—: por fin tenemos como virrey a un ser humano y no un uniforme relleno».

Deseoso igualmente de testimoniar al pueblo la nueva estima que le profesaba, Mountbatten hizo conceder a los militares indios —unos dos millones de los cuales habían servido bajo sus órdenes en la guerra del Sudeste asiático— un honor que les era debido desde hacía mucho tiempo. Asoció a su persona tres ayudantes de campo indios. Luego abrió las puertas mismas de su palacio a aquellos a quienes Inglaterra había gobernado desde lo alto de un pedestal. Decretó que no podría darse ninguna recepción en su palacio sin la presencia de invitados indios. No sólo unos cuantos comparsas, precisó. En lo sucesivo, la mitad, por lo menos, de las personas invitadas bajo su techo deberían ser indias.

Su esposa llevó a cabo una revolución más radical todavía. Por respeto a las tradiciones alimenticias de sus invitados indios, hizo preparar comidas conforme a las normas de la vegetariana cocina india que un siglo de hospitalidad imperial no había tolerado jamás. Se ocupó de que estas viandas fueran servidas, según la costumbre, en bandejas individuales y de que se mantuviera detrás de cada invitado un criado con una palangana, un jarro y una toalla. En lo sucesivo, se podía comer con los dedos en la mesa del virrey y enjuagarse las manos con los chapoteos rituales.

Este desbordamiento de atenciones, pequeñas y grandes, el sincero afecto que los Mountbatten profesaban al país que había conocido la consagración de su propia novela de amor, la convicción de que el nuevo virrey había llegado en son de liberador y no de conquistador, el respeto que le profesaban los hombres que habían servido a sus órdenes durante la guerra, todos estos factores iban a conjugarse para conferir un prestigio excepcional a Louis y Edwina Mountbatten.

Poco tiempo después de su llegada, el
New York Times
escribía que «en toda la Historia, ningún virrey había conquistado tan completamente los corazones, ganado la confianza y el respeto del pueblo indio». La operación «Seducción» había de conocer un éxito tal que, a las pocas semanas, el propio Nehru podría declararle casi en serio al nuevo virrey que le iba a ser cada vez más difícil negociar con él, pues «atraía a multitudes más numerosas que ningún indio viviente».

Las noticias que llegaban a Mountbatten eran tan aterradoras que, al principio, dudó de su veracidad. El dramático cuadro de la situación india que le había esbozado Clement Attlee tres meses antes en Londres, le pareció, en comparación, la pintura de un paisaje bucólico. Y, sin embargo, el hombre a quien escuchaba en la intimidad de su despacho era uno de los más altos funcionarios del país, un inglés cuyo conocimiento de la India estaba considerado sin igual en Nueva Delhi. George Abell servía desde hacía treinta y cinco años en las filas del famoso
Indian Civil Service
; había sido el colaborador más próximo del anterior virrey.

La India, declaraba Abell, estaba a punto de hundirse en la guerra civil. Sólo una fulminante solución de sus problemas podía salvar al país. La gran pirámide administrativa que la hacía funcionar estaba a punto de derrumbarse. La penuria de administradores británicos, cuyo reclutamiento había detenido la guerra, el creciente antagonismo que enfrentaba a las organizaciones musulmanas e hindúes, conducían en línea recta al caos. Había pasado la era de las tergiversaciones.

Viniendo de un hombre del prestigio de Abell, esta advertencia no podía por menos de alarmar al nuevo virrey. Sin embargo, no constituía sino el preludio de la oleada de informaciones que habían de inundarle en los diez primeros días de su misión en la India. La persona que había elegido como director de su gabinete, el general Lord Ismay, ex jefe del Estado Mayor particular de Churchill entre 1940 y 1945, ex oficial del Ejército de la India y secretario de un virrey anterior, concluía su análisis con estas palabras: «La India es un navío que arde en pleno océano con las bodegas abarrotadas de municiones».

La única cuestión era saber si se podía o no extinguir el incendio antes de que llegara hasta las municiones.

El primer informe que Mountbatten recibió del gobernador británico del Penjab confirmaba la inseguridad que reinaba ya en toda la provincia. Un párrafo adjunto al despacho ilustraba trágicamente esta afirmación. Narraba el drama que acababa de desarrollarse en un distrito rural próximo a Rawalpindi. Habiéndose extraviado su búfalo en el campo de un vecino sikh, un campesino musulmán quiso ir a buscarlo. Se produjo una pelea y, luego, una batalla en toda regla. Dos horas después, cien personas yacían en el campo, muertas a golpes de hoces y sables.

Al día siguiente de la investidura del nuevo virrey, incidentes entre hindúes y musulmanes causaban 99 muertos en las calles de Calcuta. Dos días más tarde, en las calles de Bombay se encontraron 41 cuerpos horriblemente mutilados.

Ante estos brutales estallidos de violencia, Mountbatten mandó llamar al jefe de Policía y le preguntó si sus fuerzas estaban en condiciones de garantizar el mantenimiento del orden.

—No, Su Excelencia —respondió francamente el policía—, son incapaces de ello.

Mountbatten formuló la misma pregunta al comandante en jefe del Ejército de la India, el mariscal Sir Claude Auchinleck. Obtuvo la misma respuesta.

La guerra fratricida de la que estos disturbios eran simple manifestación no había puesto jamás en peligro vidas inglesas. Pero la tragedia que anunciaban era tal que Mountbatten se vio obligado a tomar, diez días después de su llegada, la decisión quizá más importante de su mandato. La fecha de junio de 1948, fijada en Londres para la concesión de la independencia, era singularmente optimista. Cualquiera que fuese el modo en que se pusiera fin al reinado de la Gran Bretaña en la India, había que lograrlo en las semanas próximas, y no al cabo de varios meses.

«La situación aquí —escribió el 2 de abril de 1947 en su primer informe a Clement Attlee— no puede ser más inquietante… No vislumbro más que una débil probabilidad de obtener una solución negociada sobre la que edificar el futuro de la India».

Tras haber descrito el estado de extrema inestabilidad en que había encontrado al país, Mountbatten lanzó un grito de alarma al Gobierno que le había enviado a la India. «Si no actúo rápidamente, me va a venir encima una guerra civil».

En la India, y en 1921, el joven teniente de navío Louis Mountbatten se enamoró apasionadamente de una encantadora inglesa: Edwina Ashley. La ceremonia de su boda en Westminster fue el acontecimiento mundano del año 1922 (a la izquierda de la novia, el príncipe de Gales, futuro Eduardo VIII y duque de Windsor).

Veinticinco años después de su boda, Louis y Edwina llegaron, en calesa, al pie de su nueva morada: el palacio de los virreyes de la India.

El 24 de marzo de 1947, Louis Mountbatten, bisnieto de la reina Victoria, convertíase —junto con su esposa Edwina— en el último virrey de la India. Prestigioso jefe militar durante la Segunda Guerra Mundial, primo del rey de Inglaterra, liberal, el joven almirante recibió del Gobierno Attlee la dolorosa misión de negociar la retirada de Inglaterra de la más gloriosa de sus posesiones. Cinco meses después de su llegada a Nueva Delhi, la India y el Pakistán alcanzaban su independencia.

Lord Mountbatten con el hindú Jawaharlal Nehru.

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