Esta noche, la libertad (15 page)

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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

BOOK: Esta noche, la libertad
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Treinta años de ascesis, de oración y de meditación desembocaron, una noche de 1936, en un fracaso: a los sesenta y siete años, Gandhi despertó en estado de erección tras un sueño. Aquélla fue, había de confesar, «mi hora más sombría». Estaba tan turbado por «esta horrible experiencia» que hizo voto de guardar silencio absoluto durante seis semanas.

Durante meses buscó las causas de su debilidad, preguntándose si no habría llegado para él el momento de retirarse del mundo y de conquistar en la soledad lo que no había podido alcanzar viviendo en medio de los suyos. Llegó a la conclusión de que aquella pesadilla era un desafío de las potencias del mal a su fuerza espiritual. Decidió aceptarlo y perseverar en sus esfuerzos para extirpar todo vestigio de sexualidad de las últimas fibras de su ser.

Mientras recuperaba la confianza en el dominio de sus sentidos, multiplicó los contactos físicos con las mujeres. Diariamente se hacía dar masaje por una muchacha. Con frecuencia recibía a sus visitantes o discutía con los jefes del partido del Congreso durante una de estas sesiones. Llevaba poca ropa y recomendaba a sus discípulos que hicieran otro tanto: las ropas, decía, «estimulan únicamente una falsa idea del pudor». La única vez en que se dirigió directamente a Winston Churchill fue para responder a su famoso insulto de «faquir medio desnudo». Su desnudez, declaró, representaba la verdadera inocencia que él intentaba conquistar. Estaba orgulloso de ella. Decretó que nada se oponía a que hombres y mujeres fieles a su voto de castidad durmiesen en la misma habitación si la caída de la noche les había sorprendido en el ejercicio de sus tareas.

La decisión de pedir a su sobrina-nieta Manu que compartiera con él su lecho, a fin de moldear más perfectamente su plenitud espiritual, era la consecuencia natural de su razonamiento.

La muchacha le acompañó, pues, por el camino de Noakhali. De pueblo en pueblo, dormía junto a él en los humildes refugios que le ofrecían los campesinos. Ella le daba masaje, preparaba cataplasmas de arcilla, lo cuidaba cuando padecía diarrea. Se acostaba y se levantaba al mismo tiempo que él, rezaba con él, comía en su escudilla de mendigo. Una gélida noche de febrero encontró al anciano tiritando de frío a su lado. Le friccionó y le cubrió con todas las ropas que pudo reunir. Gandhi acabó adormeciéndose, y, diría ella más tarde, «hemos dormido cada uno al calor del otro hasta la hora de la oración».

El Mahatma tenía la conciencia tranquila: nada podía enturbiar la pureza de sus relaciones con Manu. De hecho, parece inconcebible que el menor deseo carnal hubiera podido atravesar el espíritu de estos dos seres. En el crepúsculo de su vida, Gandhi era un hombre solitario. Había perdido a la que fuera su fiel compañera. Algunos de sus más próximos discípulos estaban a punto de abandonarlo, y corría el riesgo de ver desvanecerse el sueño que había perseguido durante decenios de encarnizada lucha. La gran frustración de su vida había sido, sin duda, su fracaso en su papel de padre. Su hijo mayor, sintiéndose privado de su parte de afecto paternal en beneficio de todos a los que Gandhi mostraba su solicitud, se había convertido en un alcohólico incurable; llegó a la cabecera de su madre moribunda tambaleándose por efecto de una borrachera. De sus otros dos hijos, que vivían en África del Sur, Gandhi no tenía nunca noticias. La presencia de Manu venía a colmar este vacío.

Los rumores sobre su extraña intimidad comenzaron a extenderse en el exterior. Propagada por los activistas de la Liga musulmana, hostiles a la cruzada de Gandhi en su territorio, una campaña de calumnias vino a agravar los más malévolos rumores. Sus ecos llegaron hasta Nueva Delhi, provocando consternación entre los jefes del Congreso que se disponían a entablar cruciales negociaciones con el nuevo virrey.

Una tarde, en el transcurso de una oración pública, Gandhi decidió responder abiertamente a todas estas acusaciones. Estigmatizando «las murmuraciones de las malas lenguas», expuso los verdaderos motivos por los que su sobrina-nieta Manu pasaba las noches a su lado. Sus palabras calmaron a sus seguidores, pero no al resto del país. La crisis llegó a su paroxismo en Haimchar, la última localidad inscrita en el programa de la peregrinación. El Mahatma anunció en ella su intención de ir a llevar su mensaje de amor a la provincia de Bihar para pacificar esta vez a los hindúes que habían efectuado matanzas entre las minorías musulmanas que vivían entre ellos.

Esta noticia alarmó a los dirigentes del Congreso. Temían el efecto que las relaciones de Gandhi con Manu pudiera ejercer sobre las poblaciones hindúes de Bihar, particularmente ortodoxas. Le enviaron una serie de emisarios para suplicarle que abandonase su experiencia. Gandhi se negó.

Fue Manu quien sugirió finalmente al viejo Mahatma que modificasen sus costumbres. Continuaba por completo de acuerdo con él, aseguró. No deseaba renunciar a nada de lo que intentaban realizar. La solución que proponía era temporal, una concesión provisional ofrecida a los espíritus mezquinos que les rodeaban, incapaces de comprender su propósito. No le acompañaría en su nueva misión a Bihar.

Con el alma llena de congoja, Gandhi aceptó.

«Con su gran uniforme blanco de almirante, parece un artista de cine», pensaba el joven capitán de granaderos de la guardia que acababa de ser nombrado su ayudante de campo. Con expresión radiante y serena, acompañado de su sonriente esposa, Louis Mountbatten llegaba en el dorado landó, construido en otro tiempo para el desfile triunfal del rey-emperador Jorge V a través de Delhi, y se disponía a tomar posesión de su palacio. En el momento en que su escolta de turbantes dorados y túnicas escarlatas llegaba a la monumental escalinata cubierta de alfombras rojas, las cornamusas del
Royal Scott Fusiliers
atacaron, en honor del nuevo virrey de la India, una chirriante pero marcial marcha de bienvenida.

Con semblante grave y sombrío, Lord Wavell, el virrey destronado, esperaba en lo alto de la escalinata. La presencia de estos dos hombres en Nueva Delhi constituía una quiebra de la tradición. La costumbre, en efecto, establecía que el navío que llevaba al antiguo virrey abandonara la rada de Bombay en el instante mismo en que atracaba el que traía a su sucesor. Esta contradanza evitaba a los indios la perplejidad de la presencia simultánea de dos «dioses» en el suelo. Mountbatten había pedido que se hiciera una excepción a la regla, con el fin de poder entrevistarse con aquel ante quien ahora se inclinaba.

Durante breves instantes, bajo los flashes de los fotógrafos, los dos virreyes permanecieron charlando uno al lado de otro, ofreciendo un vivo contraste: Mountbatten, el soberbio héroe de la guerra, resplandeciente de confianza y de vitalidad, y Wavell, el viejo soldado tuerto, súbitamente destituido, adorado por sus subordinados, cuyo «desventurado destino —había anotado pocas horas antes en su Diario— fue organizar retiradas y endulzar derrotas».

Wavell condujo a Mountbatten hacia la pesada puerta de teca del palacio para presentarle su nueva morada y familiarizarle con la espinosa situación que le dejaba.

—Siento de veras que haya sido usted designado para remplazarme —se lamentó.

—¿Por qué? —exclamó Mountbatten, sorprendido—. ¿Cree usted que no estoy a la altura del cargo?

—No se trata de eso —replicó Wavell—. Ya sabe que siento una gran simpatía hacia usted, pero la misión que se le ha confiado es imposible. Yo lo he intentado todo para tratar de resolver este problema y no veo el menor resplandor de esperanza. Es un verdadero callejón sin salida.

Pacientemente, Wavell recordó los esfuerzos que había desplegado para resolver la crisis. Luego, se levantó y abrió una caja fuerte. En su interior se encontraban los dos objetos que legaba a su sucesor. El primero centelleaba sobre el terciopelo oscuro de un estuchito de madera. Era la placa incrustada de diamantes de gran maestre de la orden de la Estrella de la India, el emblema de su nueva función que Mountbatten colgaría de su cuello 48 horas después, para la ceremonia de su entronización.

El otro objeto era un dossier titulado «Operación Casa de Locos». Contenía la única solución que este eminente soldado podía proponer para liberar a Inglaterra del dilema indio. Wavell lo depositó sobre la mesa con un suspiro.

—Este documento ha sido bautizado así porque se trata realmente de un problema de locos —explicó—. Desgraciadamente, no veo otra forma de salir del paso.

El documento preveía la evacuación británica de la India provincia por provincia, las mujeres y los niños primero, luego los civiles y, por último, el Ejército, es decir, una retirada total de los ingleses que, según todas las probabilidades, dejaría al país sumido en el caos.

—Es una solución trágica —concluyó Wavell—, pero es la única que vislumbro.

Cogió el dossier y se lo tendió a Mountbatten, que lo miraba estupefacto.

—Estoy profundamente afligido en verdad; es todo lo que tengo que dejarle.

Durante esta lúgubre introducción en sus funciones de nuevo virrey, en el piso de abajo, su esposa inauguraba la suya de una manera más cómica. Habiendo pedido al llegar a sus aposentos algunos restos de comida para
Mizzen
y
Jib
, sus dos terriers traídos de Inglaterra, vio con sorpresa a dos criados tocados con turbante entrar en su habitación con paso solemne. Cada uno de ellos llevaba en una bandeja de plata un plato de porcelana conteniendo pechuga de pollo recién cortada. Maravillada, la virreina contempló este apetitoso alimento. En la Inglaterra agobiada de austeridad, semejantes vituallas eran un raro lujo. Su mirada se posó sobre los perros que ladraban de alegría y, luego, volvió hacia los platos de pollo. El rigor de su conciencia le prohibía conceder semejante festín a los animales.

—Dadme eso —pidió.

Tomó los dos platos y se encerró en el cuarto de baño. Allí, sentada en el borde de la bañera, la que, en su imperial calidad de virreina de la India, iba a ofrecer una grandiosa hospitalidad a más de cuarenta millones de comensales, empezó a devorar ansiosamente el pollo destinado a sus perros.

Estaba a punto de comenzar el último capítulo de una gran historia. Aquella mañana del 24 de marzo de 1947, Louis Mountbatten iba a subir a su trono de oro y púrpura. Sería el vigésimo y último representante de una prestigiosa estirpe de administradores y conquistadores.

Su consagración oficial tendría lugar en la gran sala del trono de un palacio cuyas dimensiones solamente pueden compararse a las del castillo de Versalles o al Kremlin de los zares. Colosal, majestuosa la mansión del virrey de la India era el último monumento que el mundo constituiría para uso de un solo hombre. Únicamente la India de las multitudes famélicas podía edificar y mantener, en pleno siglo XX, semejante palacio.

Sus fachadas estaban recubiertas de piedras rojas y blancas que habían servido para construir los edificios mogoles a los que sucedía. Mármoles blancos, amarillos, verdes y negros, extraídos de las mismas canteras que las que habían proporcionado los resplandecientes mosaicos del Taj Mahal, adornaban sus suelos y sus paredes. Los pasillos eran tan largos que los criados utilizaban bicicletas para desplazarse por los sótanos.

Centenares de sirvientes daban aquella mañana todo su brillo a los mármoles, a los artesonados, a los cobres de los 37 salones y de las 340 habitaciones. Afuera, en el refinado escenario de los jardines mogoles, 418 jardineros, más de los que Luis XIV empleara nunca en Versalles, se afanaban por dar el último toque de refinamiento a la admirable ordenación de macizos de flores, de cenadores y de estanques. Cincuenta de ellos tenían como única función la de ahuyentar a los pájaros. Con los flecos de sus turbantes escarlata y oro flotando al viento, vestidos con túnicas blancas adornadas ya con el blasón del vizconde Mountbatten de Birmania, los mensajeros se apresuraban por los pasillos. Jardineros, chambelanes, cocineros, caballerizos, guardias, toda la servidumbre de esta fortaleza feudal extraviada en los tiempos modernos preparaba febrilmente la entronización del último virrey de la India.

En un apartamento privado del primer piso, un criado contemplaba el gran uniforme de almirante que su amo iba a llevar ese día. Charles Smith no era originario del Penjab o del Rajastán, sino hijo de granjero de un pequeño pueblo del sur de Inglaterra.

Con el meticuloso cuidado por el detalle que había adquirido en 25 años de servicio a Mountbatten, Smith colocó transversalmente sobre la guerrera la banda de seda azul de la hermandad más cerrada del mundo, la Muy Noble Orden de la Jarretera. Luego, introdujo en la presilla de la hombrera derecha los cordoncillos de oro que revelaban que el portador de aquel uniforme gozaba del insigne privilegio de ser ayudante de campo personal del rey Jorge VI. Por último, Charles Smith sacó los broches de medallas de su amo y las cuatro prestigiosas estrellas. Las hizo brillar con respetuosos frotes y se maravilló del fulgor de las medallas de la Orden de la Jarretera, de Gran Maestre de la Orden de la Estrella de la India, Gran Maestre de la Orden del Imperio de la India y de la gran cruz de la Orden de Victoria.

Estas condecoraciones señalaban las grandes etapas de la carrera de Louis Mountbatten tanto como jalonaban la de Charles Smith. Desde que, a los dieciocho años, se convirtiera en su tercer ayuda de cámara, Smith había sido la sombra del hombre a quien servía. En las aristocráticas mansiones de Inglaterra, en las bases navales del Imperio, en las capitales de Europa, las alegrías de su amo habían sido las suyas, al igual que había compartido sus victorias y sus desventuras. Durante los locos años 20, era él quien había preparado siempre sus calzones y sus mazos de polo y los trajes de gala que vestía para acompañar a su joven esposa en las fiestas de la alta sociedad. Él había cepillado los trajes oscuros que se ponía para entrar y salir discretamente del palacio de Buckingham durante la crisis de la abdicación de EduardoVIII. Durante la guerra tuvo, incluso, ocasión de reunirse con él en el Sudeste asiático. Allí, en el Ayuntamiento de Singapur, había visto, con los ojos brillantes de orgullo, cómo el joven almirante borraba la peor humillación que jamás hubiera sufrido la Gran Bretaña y recibía la capitulación de cerca de 750.000 japoneses.

Smith dio un paso atrás para apreciar su obra. Nadie en todo el mundo era más exigente que Mountbatten respecto al orden de sus uniformes, y no era aquél el día más adecuado precisamente para cometer un error. Para cerciorarse de que no había olvidado nada, colocó delicadamente la guerrera sobre sus propios hombres y se volvió hacia el espejo para una última comprobación.

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