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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (54 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Cuando la frágil silueta de Gandhi apareció sobre la pequeña plataforma, una corriente mística pareció galvanizar a la concurrencia. «Ahora que la marea de buena voluntad cubre de nuevo a Calcuta —declaró el Mahatma—, es preciso que cada uno contribuya a que dure esta recuperada amistad». Y Gandhi fustigó a los que habían creído dar pruebas de patriotismo atacando dos días antes la villa del administrador francés del vecino establecimiento de Chandernagor. «Francia es un gran pueblo apasionado por la libertad —exclamó—, y la India debe proteger las posesiones que aquélla tiene en su suelo».

Contemplando la multitud vibrante de alegría y de entusiasmo que le escuchaba, el viejo profeta se sintió súbitamente dominado por la duda. Era demasiado bello para ser verdad. «¡Que el milagro de Calcuta no sea un ardor pasajero!», imploró.

Lo que un hombre solo y sin armas llevaba a cabo en Calcuta, no lograban realizarlo en el Penjab cincuenta mil soldados. La poderosa fuerza especial de intervención creada por Mountbatten estaba desbordada por los acontecimientos. No era sorprendente. Doce distritos estaban siendo pasados a sangre y fuego. Algunos tenían una extensión más grande que Palestina, en la que más de cien mil soldados británicos tampoco conseguían aquel otoño garantizar la seguridad. Los caminos de tierra apisonada y los pequeños diques que cuadriculaban la región eran difícilmente practicables para los vehículos pesados; Sólo unidades montadas habrían podido ofrecer la movilidad deseada, pero la caballería no existía ya en este ejército, cuya gloria había sido durante mucho tiempo el caballo.

El derrumbamiento total de las estructuras administrativas del país complicaba singularmente las operaciones de mantenimiento del orden. El telégrafo, el correo, el teléfono, no funcionaban. A falta de instalaciones más adecuadas, los indios se veían obligados a gobernar su mitad del Penjab desde una modesta casa particular equipada con una sola línea telefónica y con una emisora de radio instalada en los lavabos.

La situación del lado paquistaní era más trágica aún. El nuevo Estado se hallaba al borde del caos. Si bien Jinnah recuperó el juego de croquet que faltaba en el inventario de su palacio, no había recuperado gran cosa más. Robados, perdidos o extraviados, centenares de vagones qüe contenían la parte de la herencia que correspondía al Pakistán habían desaparecido. No disponiendo de sillas ni de mesas, los funcionarios de Karachi debían mecanografiar en la acera los primeros documentos de la más grande nación musulmana del mundo. No pudiendo ofrecerles sillones ni canapés, los ministros re.cibían en pie a los primeros embajadores llegados de los cuatro puntos cardinales.

Separadas una de otra por más de dos mil kilómetros de territorio indio, las dos mitades del Pakistán no estaban unidas por ningún medio de comunicación. La economía nacional se hallaba en plena anarquía. Los almacenes paquistaníes rebosaban de algodón, de yute, de pieles, pero no había talleres, ni fábricas, ni curtidurías capaces de tratarlas. El país producía la cuarta parte del tabaco de la península, pero no poseía una sola fábrica de cerillas. Súbitamente privados de sus cuatro dirigentes y de sus empleados hindúes, el comercio y todo el sistema bancario se hallaban paralizados. Fue preciso importar, a precio de oro, carbón de África del Sur para hacer funcionar las centrales eléctricas, ya que la India rehusaba vendérselo a su vecino.

Pero en el envío de lo que le correspondía del antiguo Ejército de la India, el Pakistán encontró en los gobernantes indios una mala voluntad que semejaba un deliberado acto de sabotear su supervivencia. De las ciento setenta mil toneladas de equipo y material que se le debían, el Pakistán recibió solamente seis mil. Se habían previsto trescientos trenes especiales para transportar esta gigantesca mudanza. Sólo llegaron tres. Los oficiales paquistaníes encontraron en ellos cinco mil pares de zapatos, cinco mil fusiles inservibles, un lote de batas de enfermera y capas llenas de ladrillos y de… preservativos.

Este proceder suscitó un vivo rencor entre los musulmanes, y la profunda convicción de que la India intentaba estrangular en la cuna a su país. El ex comandante en jefe del Ejército de la India compartía su temor. El mariscal Sir Claude Auchinleck, que había sido encargado de supervisar el reparto, escribía a finales de agosto al Gobierno británico: «No dudo en afirmar que el actual Gobierno indio se halla implacablemente decidido a hacer todo lo que esté en su mano para impedir el desarrollo del Pakistán».

No eran, sin embargo, las oscuras maquinaciones de la India lo que más pesadamente gravitaba sobre el futuro del Pakistán. El nuevo Estado se hallaba a punto de quedar engullido, como su vecino indio, por la más grande migración de todos los tiempos. De un extremo a otro del Penjab, un pueblo aterrorizado por el huracán de la violencia, emprendió la huida a pie, en
tonga
, en charabanes, en tren, en bicicleta, llevándose lo que podía, una vaca, un
charpoy
, un saco de trigo, un lío de ropa, unos cuantos utensilios. El interminable torrente iba a provocar un cambio de poblaciones de inimaginable amplitud. A finales de setiembre, fecha en que se convertiría en una verdadera marejada, más de cinco millones de fugitivos se hallarían atascados en las carreteras y caminos del Penjab. Más de diez millones de personas —lo suficiente como para formar una cadena que fuese desde Calcuta hasta Nueva York— cambiarían de domicilio en menos de tres meses.

Este éxodo sin precedentes ocasionaría diez veces más refugiados que la creación del Estado de Israel, y cuatro veces más «personas desplazadas» que la Segunda Guerra Mundial.

Para los musulmanes de la pequeña ciudad india de Karnal, al norte de Nueva Delhi, la salida fue dada por el guarda rural que recorría una a una las calles tocando el tambor y anunciando que «para la salvaguardia de la población musulmana, han llegado trenes para transportarla al Pakistán». Veinte mil habitantes abandonaron inmediatamente sus casas para ir a la estación.

Otro guardia rural informó a los dos mil habitantes de Kasauli que tenían veinticuatro horas para salir de la ciudad. Reunidos al amanecer del día siguiente en el campo de maniobras, se vieron despojados de todos sus bienes, a excepción de una manta por persona.

Madanlal Pahwa, el antiguo marinero hindú que se refugió en la casa de su tía pensando «parecemos corderos que van al sacrificio», salió en un autobús perteneciente a su primo. Se habían amontonado en él los muebles, la vajilla, los vestidos, la ropa blanca, el cofre que guardaba los ahorros y las joyas, los recuerdos y los retratos de familia, las imágenes de Siva. Pero el padre de Madanlal se negó a subir. Su astrólogo le había asegurado que el 20 de agosto no era un día favorable para el viaje. Ni siquiera la amenaza de un inminente ataque por parte de los musulmanes le disuadiría. Como buen hindú respetuoso de las leyes celestes, no se iría hasta el día que le recomendaban los astros: el 23 de agosto, a las nueve y media de la mañana.

El curtidor hindú Jee Chaudry decidió huir a causa de una pesadilla. Soñó que se encontraba en la estación, en la que millares de personas tomaban al asalto todos los vagones del tren al que él intentaba desesperadamente subir. Despertó cubierto de sudor cuando el tren de su sueño hubo partido sin él. Se levantó en el acto, metió en un maletín unos cuantos efectos personales, corrió hasta la estación y saltó al primer tren que salía con destino a la India.

Nadie escapó a la maldición del éxodo. Los tuberculosos musulmanes del sanatorio de Kasauli fueron expulsados por los médicos hindúes que les atendían. Algunos no tenían más que un pulmón; otros acababan de salir del quirófano. Todos fueron conducidos hasta la verja del establecimiento con orden de dirigirse a pie a su nueva patria. Los veinticinco
sadhu
del
ashram
de Baba Lal, en el lado paquistaní, fueron expulsados de los edificios en que habían consagrado su vida a la oración, a la meditación, al yoga y al estudio de las escrituras védicas. Envueltos en su toga anaranjada, con su santo maestro Swami Sundar a la cabeza en el caballo blanco del
ashram
, al que se atribuían milagros, se pusieron en marcha cantando
mantras
mientras los musulmanes incendiaban los lugares que acababan de abandonar.

La mayor preocupación en el momento de la partida era salvar algunos bienes. B. R. Adalkha, próspero comerciante hindú de Montgomery, escondió cuarenta mil rupias en un cinturón que se enrolló en el cuerpo «para comprar a los musulmanes que encontremos a lo largo del camino, a fin de que no nos maten». Eran muchos los que habían convertido sus ahorros en joyas, sobre todo entre los hindúes ricos. Un granjero de los alrededores de Lahore envolvió cuidadosamente las de su mujer y las suyas en pequeños paquetes que arrojó al fondo de un pozo, prometiéndose regresar algún día para recuperarlas. Mati Das, un hindú de Rawalpindi, comerciante en cereales, encerró en una caja el fruto de toda una vida de esfuerzos: treinta mil rupias y cuarenta
tola
de oro. Para tener la seguridad de no perderla, se la ató a la muñeca con una cadenita. Vana precaución. Pocos días más tarde, un musulmán le desposeería de ella de la manera más sencilla: cortándole la muñeca.

El bien más preciado que poseía Renu Branbhai, esposa de un campesino hindú del distrito de Mianwalli, era intransportable: su vaca. Le profesaba una veneración particular. Convencida de que «los musulmanes iban a matarla para comérsela», decidió darle la libertad. Luego, conmovida por el infeliz aspecto del animal, tomó polvo de bermellón y le puso sobre la frente un
tilak
para que la protegiera y le diera suerte.

Alia Hyder, rica muchacha musulmana de Lucknow, logró huir en avión con su madre y su hermana. Se marchaban para siempre, pero, como simples turistas, no tenían derecho más que a veinte kilos de equipaje. Jamás olvidaría la mañana que pasaron en la cocina seleccionando por su peso los objetos que les eran más queridos. Su hermana eligió el sari rojo de su boda tejido con hilos de oro. Su madre tomó su alfombra de oración de terciopelo azul, y ella se decidió por un ejemplar del Corán cuya portada de madera de palisandro llevaba incrustada una guirnalda de perlas.

Un deseo inverso animó al gran terrateniente de Mianwallah, Baldev Raj, y a sus cinco hermanos. Persuadidos de que serían despojados durante su huida, llevaron el contenido de la caja fuerte de la familia a la terraza de la casa. Los musulmanes tal vez les quitaran las tierras, pensaba Baldev Raj, pero «nuestro dinero no caería jamás en manos de esos gandules». Hizo un montón con los fajos de rupias acumuladas en toda una vida de trabajo y de ahorro y, luego, rompiendo en sollozos, le prendió fuego.

Algunos se marcharon decididos a volver. Ahmed Abbas, periodista musulmán oriundo de Panipat, ciudad histórica situada al norte de Nueva Delhi, había sido siempre hostil a la idea del Pakistán. No se fue hacia la tierra prometida de Jinnah, sino hacia la capital india. Al marcharse, su madre fijó un cartel en la puerta de su casa. «Esta vivienda pertenece a la familia Abbas, que ha decidido no ir al Pakistán —decía—. Esta familia va solamente a pasar unos días en Nueva Delhi y volverá pronto».

Para Vickie Noon, la encantadora esposa inglesa de Sir Feroz Khan Noon, personalidad paquistaní de Lahore, el éxodo comenzó con la llegada de un mensajero a la puerta de su villa de vacaciones de Kulu, al pie del Himalaya. «Van a atacar su casa esta noche», le anunció. Poblada por una mayoría de hindúes, la región se encontraba ahora en territorio indio. La mujer, para defenderse, poseía las dos escopetas de caza y el revólver de su marido. Confíó las escopetas a dos de sus más fieles servidores y conservó el revólver, aunque jamás había manejado un arma de fuego.

Cuando cayó la noche vio llamas en el valle. Eran las casas de otros musulmanes que ardían. Hacia las once, un violento chaparrón apagó los incendios y el fervor de los asaltantes. La bella Vickie Noon se había salvado por esta noche. Al amanecer del día siguiente logró refugiarse en el palacio de su viejo amigo, el rajá de Mandi. Su respiro debía ser de corta duración. Comenzaba una picaresca aventura para la joven inglesa de tez clara y ojos azules.

En mitad del miedo, la aversión, el odio, el rencor, en el pánico de la precipitación o el orden de una salida meticulosamente preparada, se pusieron en marcha. A millares. A cientos de millares. Por millones. La llegada de estos hormigueros humanos planteó trágicos problemas a los dos Estados, que ya luchaban por su supervivencia, forzándoles a acogerles y teniendo ante sí el espectro del hambre y de gigantescas epidemias. Estos millones de refugiados propagaban a su paso el virus de la gran histeria que barría el Penjab. Los relatos de atrocidades alimentaban el cielo infernal y arrojaban a los caminos nuevas columnas de miseria. Esta demencial migración iba a alterar para siempre el semblante y el carácter de esta tierra cargada de historia. No se encontraría un solo musulmán en numerosos y memorables lugares en los que el genio de los mogoles adornó la India con tantas maravillas.

De los trescientos mil sikhs e hindúes que habían habitado Lahore, no quedarían más de un millar. A finales del mes de agosto, mientras se intensificaba la violencia, un desconocido realizó antes de huir un gesto que constituía el epitafio del sueño perdido de la ciudad de las Mil y Una Noches, una amarga reflexión sobre lo que podía significar la Independencia para tantos penjabíes. Una mano anónima depositó en el corazón de la ciudad una corona de flores al pie de la estatua de la emperatriz Victoria.

Esta vez le estaban esperando quinientos mil. El «milagro de Calcuta» duraba todavía. Quinientos mil hindúes y musulmanes mezclados en un océano fraterno cubrían la inmensa explanada del parque Maidan de Calcuta, cuyos céspedes habían sido antaño terreno exclusivo de los poneys de polo y de los partidos de cricket de los dueños británicos. El propio Gandhi, en el impulso de su alma caritativa, jamás habría imaginado espectáculo semejante. Este día de agosto era el de la gran fiesta musulmana llamada Id-ud-Fitr, que señala el fin del ajamo del Ramadán, y multitudes de dimensiones sin precedentes habían acudido a su lugar de oración.

Desde el amanecer, millares de hindúes y de musulmanes habían desfilado bajo las ventanas de la ruinosa casa en que residía el viejo dirigente, acudiendo a buscar su bendición, llevándole flores y golosinas. Como era lunes, su día de silencio, Gandhi pasó gran parte del día garrapateando para sus visitantes mensajes de buenos deseos y de gratitud en el dorso de los sobres viejos que le servían de papel de escribir. Durante este tiempo, otros hindúes y otros musulmanes desfilaban juntos por las calles en que se habían dado muerte mutuamente un año antes. Coreaban eslóganes de unidad y de fraternidad, intercambiaban cigarrillos, pasteles, bombones, se rociaban con agua de rosas. Cuando Gandhi llegó a la pequeña tribuna construida para él, un loco entusiasmo sacudió a los presentes. A las siete en punto de la tarde, visiblemente conmovido por esta fabulosa manifestación de amor, el Mahatma se levantó y ofreció a la multitud el saludo de sus manos, juntas según la tradición india. Luego, el viejo jefe hindú rompió su voto de silencio para asociarse en urdu a la fiesta de los musulmanes:
«Id Mubarak!
(¡Feliz Id!)»

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