Esperando noticias (25 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Esperando noticias
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Sadie
se sentó obedientemente en el suelo ante las grandes puertas de cristal del consultorio y Reggie entró y se dirigió hacia el mostrador de recepción, donde una mujer mantenía un silencioso tira y afloja con su ordenador. Sin mirarla siquiera, levantó la mano y le indicó con un gesto que esperase. Reggie se preguntó si iba a decirle «Siéntate» y «Quieta». Por fin, la recepcionista apartó los ojos de la pantalla y, mirándola con frialdad, preguntó:

—¿Sí?

A Reggie le dolió pensar que la doctora Hunter trabajara en un sitio donde había gente tan antipática.

—Ya sé que la doctora Hunter no está —empezó—. Solo quería preguntarle si sabe cuándo va a volver.

—Me temo que no puedo decírtelo.

—¿Porque es información confidencial?

—Porque no lo sé. ¿Querías pedir hora con ella?

—No.

—Porque puedo darte hora con otro doctor.

—No, no, gracias. No sabrá por qué se ha ido, ¿no? —preguntó Reggie con tono esperanzado.

—No, eso no puedo decírtelo.

—¿Porque es información confidencial?

—Sí.

—Solo una cosa más. ¿Llamó por teléfono ella misma, o fue el señor Hunter?

—¿Quién se supone que eres tú?

La pequeña señorita Nadie. Hermana de Billy el malhechor. Huérfana de la tormenta. No contestó nada de eso, por supuesto.

—Bueno, ya nos veremos —se limitó a decir, y confió en que no fuese verdad.

Cuando se dirigía hacia la salida, pasando ante un despliegue al parecer interminable de carteles que le recomendaban lavarse los dientes al menos dos veces al día, comer cinco piezas de fruta y andarse con cuidado con la clamidia, Reggie tropezó con una de las comadronas que trabajaban para el centro. Era Sheila, la amiga de la doctora Hunter.

Una tarde de finales de verano, la doctora había llegado a casa con ella.

—Sheila —le dijo—, esta es la famosa Reggie, mi equipo de constantes vitales.

Entonces Sheila y la doctora se sentaron en el jardín, con el bebé gateando a su alrededor sobre la hierba («¡Cómo ha crecido, Jo, no puedo creerlo!») y bebieron Pimm's, aunque la doctora dijo:

—Jesús, Sheila, estoy dando el pecho, esto es vergonzoso.

Pero las dos rieron y Sheila contestó:

—No pasa nada, Jo. Confía en mí, soy comadrona. —Y rieron aún más.

Invitaron a Reggie a acompañarlas, pero ella pensó que alguien debía seguir sobrio y vigilante, por si se emborrachaban con un bebé a su cargo, pero la doctora Hunter no era así, por supuesto, e hizo durar su copa hasta que la tarde dio paso al crepúsculo, momento en que el señor Hunter llegó a casa y preguntó:

—¿Aún estás aquí, Reggie?

Ambas mujeres parecieron desconcertadas al ver al señor Hunter recorrer el jardín a grandes zancadas, con una lata de cerveza en la mano, como alguien recién llegado de otro mundo.

—¿Aún puede unirse alguien a esta sesión? —quiso saber él.

—Llegas tarde a la fiesta —contestó la doctora, y añadió, aunque no fuera verdad—: Ya estamos borrachas como cubas.

—Sí, ya veo, vaya par de esponjas estáis hechas.

Los tres se echaron a reír, y Reggie salió para recoger al bebé de la hierba y meterlo en la cama con un biberón. La doctora Hunter tenía siempre una reserva de leche materna en el congelador. Ella había visto una vez al señor Hunter sacar la botella de Stoli que tenía en el congelador y fruncir el cejo al ver los pequeños envases de leche materna congelada.

—He ahí la diferencia entre hombres y mujeres —comentó riendo, al advertir que Reggie lo observaba—. Por el contenido de sus congeladores los conoceréis.

—Eres Reggie, ¿no? —dijo Sheila. Se señaló a sí misma y añadió—: Soy Sheila, la amiga de Jo. Sheila Hayes.

—Sí, lo sé, ya me acuerdo. Hola.

—¿Qué tal estás? ¿Andas buscando a Jo? Creo que hoy no ha venido, al menos yo no la he visto.

—Se ha ido a visitar a una tía enferma en Yorkshire.

—¿De verdad? Pues no dijo nada. Eso lo explica todo. Se suponía que anoche íbamos a ir a Jenners, a esa venta especial de cosas navideñas que hacen, y no apareció. Jo no suele hacer esas cosas.

—¿Y cuando trató de llamarla al móvil no le contestó? —aventuró Reggie.

—Ajá, y es raro, ¿verdad? El móvil es su…

—¿Tabla de salvación? —completó Reggie.

—Aun así —prosiguió Sheila—, si alguien en la familia está enfermo, eso lo explica todo. ¿Una tía, dices?

—Sí.

—Nunca ha mencionado una tía. ¿Va todo bien, Reggie?

—Sí, claro. Gracias.

«Lucy Locket su bolsa perdió, Kitty Fisher la encontró.» Del bolsillo de su chaqueta nueva, Reggie sacó el retal de la manta verde que
Sadie
había encontrado en el jardín de la doctora Hunter. Las prostitutas solían guardar su dinero en una bolsa, decía la doctora. «Las cancioncillas infantiles nunca son lo que parecen.» Eso podía decirse de muchas cosas, en opinión de Reggie. Cuando
Sadie
depositó el pedazo lleno de barro de la mantita del bebé a sus pies, se había quedado horrorizada. Su sitio estaba junto al bebé. El sitio del bebé estaba junto a la doctora Hunter. El sitio de la perra estaba junto a la doctora Hunter. El sitio de Reggie estaba junto a la doctora Hunter. Nada andaba bien. El mundo entero andaba mal. Corrían tiempos difíciles.

El progreso del peregrino

Estaba soñando. Caminaba por una carretera en medio de un paisaje desolado, siguiendo a una mujer. Era la mujer paseante de los valles de Yorkshire. Seguía paseando. Le gritó: «¡Eh!», y ella se volvió para mirarlo. No tenía rostro, solo un óvalo en blanco como un plato donde deberían haber estado sus facciones. Era aterradora. Despertó.

—¿Qué tal una taza de té? —le preguntó una enfermera.

Una enfermera (con rostro) estaba dejando una taza con su platillo en una bandeja delante de él. Y lo recordaba todo. El accidente de tren, no, ni siquiera haber estado en aquel tren; lo último que recordaba era haber encontrado la autopista perdida y esperado en la vía de acceso a que hubiese un hueco para meterse en el tráfico.

Pero sabía quién era; sabía su nombre, su historia, todo.

—Me llamo Jackson Brodie —le dijo a la enfermera—. Ahora me acuerdo.

—¿Jackson Brodie? ¿Está seguro?

—Sí, seguro.

—¿Dónde estoy? —le preguntó Jackson a una enfermera.

—En el hospital Royal Infirmary, en Edimburgo.

—¿Edimburgo? ¿Edimburgo, Escocia? —Parecía un turista norteamericano.

—Sí, Edimburgo, Escocia —confirmó ella.

¿Qué demonios hacía en Edimburgo? El escenario de algunas de sus mayores derrotas en la vida y el amor. ¿Por qué estaba en Edimburgo?

—Iba de camino a Londres —dijo.

—Pues se debió de equivocar —respondió la enfermera, y rió—. Mala suerte.

Quizá no supiera de dónde venía, pero sí adónde iba: se iba a casa.

Edimburgo. Louise estaba en Edimburgo. Un súbito espasmo de pánico se apoderó de él. Nadie había ido en su busca. ¿Significaba eso que no estaba solo en el tren, que quizá Tessa se había unido a él en Northallerton y no se acordaba? ¿Y que ahora ella estaba en alguna parte del hospital? ¿O algo peor?

Se incorporó de golpe hasta quedar sentado, y le agarró el brazo a la enfermera.

—Mi mujer —dijo—. ¿Dónde está mi mujer?

Una tía anciana

Louise no había acompañado a Neil Hunter en su whisky del desayuno por mucho que apreciara, más que la mayoría de gente, el sabor medicinal de un Laphroaig. Bebiendo, era capaz de tumbar a muchos hombres si tenía que hacerlo (y a veces tenía que hacerlo), pero respetaba sus normas. Ahora nunca bebía si tenía que conducir y nunca bebía si estaba de servicio; la habría mortificado que alguien del trabajo oliera el whisky en su aliento. Solo a los alcohólicos les apestaba el aliento a las nueve de la mañana. (A su madre. Siempre.) Había preferido tomarse un café exprés doble en un puesto en la calle y volver a la oficina, donde se sentó en solitaria reclusión y revisó, por enésima vez, la lista de sitios donde se había visto a David Needler.

Ese ya no era un caso candente; lo notaba enfriarse más y más cada día que pasaba, sentía que se desvanecía. Durante un tiempo había sido una gran noticia y ahora parecía que no hubiese ocurrido nunca, y empezaba a dar la sensación de que se convertiría en un limbo sin fin para todos los implicados, uno de esos casos que perturban durante décadas a los detectives. Louise cogió ese pensamiento extremadamente negativo y lo sostuvo bajo las olas hasta que se quedó inmóvil, y entonces abrió el oxidado cofre del fondo del mar y lo arrojó dentro.

Nadie había visto a David Needler en ningún sitio hasta que llevaron el caso al programa de televisión
Crimewatch
, después de lo cual hubo un verdadero aluvión de personas que llamaban asegurando haberlo visto en todas partes, desde Bangor a Bognor, pero ni una sola de ellas lo había comprobado. El hombre había desaparecido del radar. No había utilizado ninguna tarjeta de crédito, ni su pasaporte. Su coche apareció aparcado cerca del cabo de Flamborough, pero Louise pensaba que era obra de alguien que se creía más listo que la policía. La sorprendió que no hubiese pintado «Pista» en grandes letras negras en el costado del coche. No se sentía inclinada a pensar que Needler se hubiese suicidado; no era de los que hacían algo así, era demasiado engreído.

—Hitler se suicidó —le recordó Karen Warner—. Y podría decirse que era engreído.

Estaba de pie ante el escritorio de Louise, comiéndose un sándwich de gambas de Marks & Spencer que a ella le produjo náuseas.

—Napoleón, no —contestó—. Stalin tampoco, ni Pol Pot, Idi Amin, Gengis Kan, Alejandro, César. Reconozcámoslo, Hitler fue la excepción que confirma la regla.

—Vaya, estás de mal humor, ¿eh? —dijo Karen.

—No, no lo estoy.

—Sí lo estás.

Karen estaba inmensa. Louise no recordaba haberse puesto tan oronda con Archie; claro que él había sido minúsculo, casi prematuro. Se sentía culpable; había fumado los tres primeros meses porque no tenía ni idea de que estaba embarazada. Estaba segura de que en lo más profundo de su ser, acechando en el tenebroso laberinto de su corazón, había una persona increíblemente buena y obediente preguntándose si la dejarían salir alguna vez. Era probable que Patrick se preguntara lo mismo. El paciente Patrick, esperando a que se volviese buena. Una larga espera, encanto.

Karen tenía razón, ese día estaba especialmente cascarrabias. Todo aquel café la había engañado durante un rato, pero ahora sentía cernirse sobre ella un dolor de cabeza, como la niebla en el Forth.

—Solo he venido a informarte sobre la mujer que dijo haber visto a David Needler sentado en el malecón en Arbroath, «comiendo pescado frito con patatas», según ella.

—¿Y?

—La policía de Tayside no lo ve muy claro —explicó Karen con la boca llena—. Nadie más se acuerda de él, y cuando la mujer volvió a mirar la fotografía dijo que ya no estaba tan segura.

—Ha pasado a la clandestinidad —respondió Louise—. No es de los que andan comiendo patatas por Arbroath.

David Needler era un tío listo, astuto; además, era inglés, de forma que era probable que hubiese cruzado ya la frontera. Aún tenía un montón de colegas en el sur que podían haberlo ayudado; todos lo negaban de plano, cómo no, pero algunos de ellos andaban presumiendo de dinero, de modo que no le habría sido imposible marcharse al extranjero. Pero ella pensaba que aún estaba en algún lugar de Gran Bretaña, un tipo corriente vecino de alguien. Quizá estaba ya saliendo con otra mujer.

Cogió la foto de archivo que tenían de él y estudió el rostro inexpresivo que le devolvía la mirada. Alison Needler no había podido encontrar una fotografía de él de los últimos años (las fotografías eran recuerdos, quizá nadie había querido recordarlo), de manera que habían reproducido esa imagen para luego aumentarla. La fotografía original era de la familia entera, tomada en Disneylandia, en París: tres niños y una esposa a su alrededor, sonriendo como si se tratara de alguna especie de concurso de quién era más feliz («Fue un día terrible —comentó Alison en tono sombrío—. Él tenía uno de sus ataques de mal humor»). Louise pensó en la fotografía en blanco y negro de hacía treinta años atrás de Joanna Hunter, gente captada en un instante que jamás podría volver.

Marcus entró en su oficina, haciendo ondear un papel como una pequeña bandera. Vio la fotografía y dijo:

—¿Hay noticias de lord Lucan?

Todo el mundo recordaba el nombre de lord Lucan, pero casi nadie se acordaba de Sandra Rivett, la niñera a la que mató a golpes. La persona equivocada en el sitio equivocado en el momento equivocado. Como Gabrielle Mason y sus hijos, casi olvidados asimismo por la memoria colectiva. ¿Quién era capaz de nombrar una sola de las víctimas del destripador de Yorkshire? ¿O del matrimonio West? Los muertos olvidados. Las víctimas se desvanecían, los asesinos seguían viviendo en el recuerdo; solo la policía mantenía encendida la llama eterna, pasándosela a otros a medida que transcurrían los años.

—¿Cómo se llamaba la niñera a la que mató? —le preguntó a Marcus. Ahí empezaba el catecismo.

—No lo sé —admitió Marcus.

—Sandra Rivett —contestó Karen.

—Tiene memoria de elefante —le dijo Louise a Marcus.

—Y voy a dar a luz a un elefante —contestó ella—. Qué ganas tengo de que el pequeño cabrón salga de una vez.

—Cuando tengas al bebé tendrás que dejar de decir tacos —la advirtió Louise.

—¿Tú lo hiciste?

—No.

—Se supone que eres un modelo de conducta para mí.

—¿Yo? Pues lo tienes claro.

—¿Jefa? —intervino Marcus tendiéndole el papel al que seguía agarrado—. Nuestro señor Hunter no ha tenido mucha suerte últimamente. Resulta que un par de semanas antes del incendio, el director del salón recreativo de Bread Street fue atacado cuando hacía caja, y el sábado pasado reventaron una de las ventanas en otro de los salones de juegos. Además, a uno de sus chóferes lo sacaron a rastras del taxi delante del pub Foot of the Walk y le dieron una paliza, y a otro coche le rompieron las ventanillas cuando estaba recogiendo a un pasajero en Livingston…

—¿En Livingston? —se apresuró a repetir Louise.

—Tranquila, jefa…, no tiene nada que ver con nuestra señora.

No sabía cuándo o por qué Marcus había empezado a referirse a Alison Needler como «nuestra señora», pero siempre la impresionaba. Nuestra Señora de Livingston. Nuestra Señora de los Dolores.

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