El tablón parecía una forma muy pública de dejar constancia de tu vida. Quizá fuera su manera de contrarrestar los centenares de imágenes de ella y su familia que, durante un breve período, habían inundado los medios de comunicación. Esta es mi vida, proclamaba; esta soy yo. Ya no soy una víctima. ¿Estaba su yo secreto en el piso de arriba, oculto en un cajón? Tres niños y una madre en blanco y negro.
Por supuesto. «CRUE.» Club de Rifle del la Universidad de Edimburgo. Cuando estaba en la universidad, Louise había tenido una cita (un término refinado para lo que había ocurrido) con un chico que era miembro de ese club. Quién habría sospechado que Joanna Hunter hubiese sido una vez la Annie Oakley de los estudiantes de medicina. Sabía correr, sabía disparar. Estaba bien preparada para la próxima vez.
Cuando Neil Hunter volvió a entrar en la cocina parecía muy alterado. Su piel había adquirido un tono enfermizo y Louise se preguntó si sería alcohólico.
—¿Otro café? —le ofreció con expresión resignada, pero entonces, en un repentino e inesperado intento de cordialidad, añadió—: ¿O le apetece un traguito?
Así eran los de Glasgow, taciturnos un instante y demasiado simpáticos al siguiente. Pero su alegría era evidentemente falsa, pues se lo veía pálido hasta el punto del desmayo. No pudo evitar preguntarse cómo una llamada telefónica podía tener ese efecto en alguien.
—Son las nueve y media de la mañana —protestó cuando Neil Hunter sacó dos vasos y una botella de Laphroaig de un armario.
—Pues ahí lo tiene, aún es casi la noche pasada —respondió él sirviéndose dos generosos dedos de whisky. Sostuvo en alto la botella y le dirigió una mirada interrogativa—. Venga, acompañe a un tipo solitario a pasar la resaca bebiendo.
De camino a casa, Reggie se detuvo en la tienda del señor Hussain, en la esquina de su calle. Todo el mundo la llamaba «la tienda paqui», en una muestra de racismo tan informal que sonaba afectuosa. El señor Hussain explicaba pacientemente a todos aquellos dispuestos a escucharlo (que no eran muchos) que de hecho no era paquistaní, sino de Bangladesh.
—Un país sumido en el caos —le dijo una vez a Reggie con tono sombrío.
—Este también lo está —respondió ella.
Pensó en el joven y guapo policía asiático y se preguntó si sería también de Bangladesh. Tenía una piel preciosa, impecable, como la de un niño, como la del bebé de la doctora Hunter. La doctora debería habérsela llevado a ella consigo. Podría haberse ocupado del bebé mientras ella cuidaba de la supuesta tía.
—¿Cómo se llama? —le había preguntado al señor Hunter.
—¿Cómo se llama quién? —contestó él con irritación.
—La tía —puntualizó.
El señor Hunter pareció titubear solo un instante antes de responder:
—Agnes.
—¿Tiíta Agnes?
—Sí.
—¿O tía Agnes?
—¿Importa acaso? —espetó él.
—A la tía puede importarle.
Compró un periódico de la zona y una barrita de Mars. El señor Hussain dio unos golpecitos con el dedo sobre la primera plana mientras marcaba el precio en la caja registradora.
—Terrible —dijo.
El
Evening News
sacaba el máximo provecho del accidente de tren. El titular «¡carnicería!» sobre una imagen a todo color de un vagón de tren casi partido en dos. Carnicería, del latín
caro
,
carnis
, «carne». La misma raíz que
carnaval
, «quitar la carne». En realidad, no podía haber dos palabras más distintas que carnaval y carnicería. En todas partes (bueno, quizá no en todas, en Bangladesh no, por ejemplo, pero sí en un montón de sitios) tenían alguna clase de carnaval antes de la Cuaresma, pero en Gran Bretaña solo se hacían tortitas. Durante los días oscuros entre la muerte de mamá y el empleo con la doctora Hunter había sido Martes de Carnaval. Reggie había hecho las tortitas; se sentó a ver la serie
Rebus
y se las comió todas ella sola. Luego vomitó.
La fotografía de la primera plana del periódico no conseguía transmitir cómo había sido la noche anterior, en la oscuridad y bajo la lluvia. O cómo era tener las manos pegajosas de la sangre de otro, o sentir que la vida de un hombre podía pesar como el mundo entero sobre los frágiles hombros de una persona.
—Terrible —le confirmó al señor Hussain.
Cuando por fin llegaron los camilleros a relevar a Reggie de su carga, uno de ellos le puso una máscara y una vía al hombre mientras el otro le rasgaba la camisa y le plantaba unos desfibriladores en el pecho. El hombre se retorció y dio sacudidas y volvió a la vida. Se parecía tanto a un episodio de
Urgencias
que dio la sensación de no ser real.
—Has hecho bien —le dijo uno de los enfermeros.
—¿Se recuperará?
—Le has dado una oportunidad.
Entonces se lo llevaron y lo metieron en un helicóptero. Y ahí acabó todo. Reggie lo había perdido.
Exhaló un suspiro y cogió el periódico y la barrita de Mars.
—Bueno, he de irme, tengo cosas que hacer, señor H.
—¿No olvidas algo?
El señor Hussain siempre le daba pastillas de menta gratis. A ella no le gustaban especialmente las pastillas de menta, pero a caballo regalado, etcétera. El tendero agitó una cajita en el aire antes de lanzárselas por debajo del brazo.
—Gracias —contestó Reggie pillándolas al vuelo con una mano.
—Formamos un buen equipo —comentó el señor Hussain.
—Ya lo creo que sí.
La semana anterior, el señor Hussain le había enseñado un ejemplar del periódico inmobiliario de Edimburgo, donde se decía que la zona tenía un futuro prometedor.
—Ahora es un sitio jugoso —dijo con pesimismo.
El bloque de pisos de Reggie no mostraba indicios de ser prometedor ni jugoso. Siempre olía mal y ella era la única que alguna vez limpiaba la escalera. Estaba en un callejón sin salida al fondo del cual había un inquietante almacén abandonado, con las ventanas tan sucias tras los barrotes negros como si estuviera sacado de Dickens.
El señor Hussain decía que corría el rumor de que los supermercados Tesco iban a echar abajo el almacén y levantar un nuevo Tesco Metro, pero él y Reggie estaban de acuerdo en que lo creerían cuando lo vieran, y el señor Hussain no pensaba empezar a preocuparse aún por la competencia.
La puerta del piso de Reggie no era bonita. La doctora Hunter decía que las puertas más bonitas del mundo estaban en Florencia, en «el Battistero», que era baptisterio en italiano. La doctora Hunter había pasado seis meses en Roma en un intercambio de la escuela cuando tenía dieciséis años («Ah, bella Roma») y había estado de visita «en todas partes»: Verona, Firenze, Bologna, Milano. La doctora pronunciaba las palabras italianas en italiano, ya fueran «Leonardo da Vinci» o «pizza napolitana» (la doctora Hunter había llevado a Reggie a cenar por su cumpleaños, y Reggie eligió ir al Pizza Express de Stockbridge). No se le ocurría nada mejor que vivir en Florencia seis meses. O en París, Venecia, Viena, Granada. O en San Petersburgo. En cualquier parte.
En la puerta de Reggie había unas cuantas pintadas; nada artístico, solo algún niño que había subido y bajado por la escalera una noche dejando tras de sí una estela vacilante de pintura roja. La puerta también tenía arañazos, como si un gato gigantesco hubiese tratado de abrirse paso a través de ella con las uñas (no tenía ni idea de cómo había pasado) y unas marcas como si alguien hubiese tratado de entrar una noche con un hacha (y lo habían hecho, en busca de Billy, naturalmente). Ninguna de esas cosas era nueva. Lo que sí era nuevo era una nota, pegada con chicle, en la que se leía: «Reggie Chase, no puedes escondierte de nosotros». Con una «i» de más. Invirtió algún tiempo en leer el mensaje y luego invirtió un poco más en preguntarse por qué su puerta no estaba cerrada con llave. Quizá el gato gigantesco había vuelto. La puerta se abrió en cuanto la tocó.
¿Había estado allí el descuidado y exasperante Billy? Vivía en un piso en Inch, pero utilizaba con frecuencia la dirección de Gorgie para confundir a la gente y acudía de vez en cuando a comprobar si tenía algún correo de interés. A veces le daba dinero en efectivo, pero Reggie prefería no preguntarle de dónde lo había sacado. Una cosa era segura: no lo había ganado, bajo ninguna definición de la palabra. Reggie siempre metía el dinero en su cuenta vivienda y confiaba en que quedándose allí quietecito se volviese limpio y se librara de algún modo de la mácula de Billy.
Permaneció en pie en el umbral de la sala de estar, mirando. Su cerebro tardó un rato en procesar lo que veían sus ojos. La habitación estaba completamente revuelta. Habían sacado los cajones del aparador y los habían vaciado en el suelo, habían rajado el sofá de piel, todos los objetos decorativos de mamá estaban tirados por todas partes y rotos, los dedales y teteras en miniatura desparramados por la alfombra. Habían sacado de sus carpetas y archivadores todos sus trabajos y apuntes y los libros formaban un gigantesco montón en el centro de la alfombra de la salita, como una hoguera esperando ser prendida. Del montón emanaba un olor raro, como a pipí de gato.
En el dormitorio de su madre también habían volcado los cajones, y la ropa de mamá estaba esparcida por el suelo; se habían ensañado con ella con un cuchillo o unas tijeras. Las sábanas rosas de encaje estaban manchadas de algo que parecía chocolate; Reggie estaba casi segura de que no era chocolate. Desde luego, no olía a chocolate.
Aún guardaba la ropa en su antiguo dormitorio, y allí era la misma la historia: todas sus cosas tiradas por el suelo. Ahí también olía a algo asqueroso, y no consiguió hacer acopio de valor para examinar la ropa de cerca.
En la cocina lo habían sacado todo de los armarios, la nevera estaba abierta de par en par y la comida desparramada por todas partes. Había cubiertos por doquier y platos y tazas rotos. Habían vertido leche en el suelo y arrojado un frasco de salsa de tomate contra la pared, dejando en ella una gran salpicadura arterial y roja.
En la ducha, que no era más que un pequeño armario que se había alicatado y acondicionado con las instalaciones necesarias, las paredes estaban pintarrajeadas, con bastante ineptitud, con las palabras «Tas muerto». Reggie sintió que una oleada de bilis le subía a la garganta, produciéndole arcadas. «No puedes escondierte de nosotros.» ¿Quiénes eran «nosotros»? ¿Quién era esa gente que no sabía escribir «esconderte» como era debido? Debían de andar buscando a Billy. Billy conocía a un montón de gente con poca idea de gramática.
Soltó un leve grito, como un animalito herido. Aquella era su casa, era la casa de mamá, y estaba hecha un desastre. La habían profanado. No había en ella gran cosa, pero era cuanto Reggie tenía.
Entonces una mano le dio un tremendo empujón y cayó despatarrada en la ducha, arrancando la cortina al hacerlo. Una serie de desafortunadas imágenes de
Psicosis
parpadearon en su mente. Se dio un golpe en la frente al caer y tuvo ganas de llorar.
Dos hombres. Jóvenes, con pinta de matones. Uno pelirrojo, el otro teñido de rubio, con la cara como piel de naranja de viejas cicatrices de acné. No los había visto nunca. El rubio blandía un cuchillo de sierra que parecía capaz de abrir en canal a un tiburón. Vio que tenía un trocito de la colcha de encaje rosa de su madre pegado a uno de los dientes. Sintió un nudo en las entrañas. Tuvo miedo de orinarse encima, o algo peor. «No soy ninguna niña», les había dicho a los policías la noche anterior, pero no era verdad.
Pensó en su madre muerta al lado de la piscina, con su poco favorecedor bañador de licra naranja. Ella no quería que la encontraran muerta en aquella indigna postura, despatarrada en la ducha, con la espantosa ropa de la señorita MacDonald. Ni siquiera llevaba ropa interior. Sintió una vena latirle de forma inquietante en el cuello. ¿Iban a matarla? ¿A violarla? ¿Ambas cosas? ¿Algo peor? Se le ocurrían cosas peores, cosas con el cuchillo y tiempo de por medio. Tenía que hacer algo, que decir algo. Había leído que era importante que le hablaras a un atacante, que lo hicieras que te considerase una persona, no solo un objeto. Tenía la boca seca, como si hubiese comido papel de lija, y formar palabras le supuso un verdadero esfuerzo. Quería decir: «No me matéis, aún no he vivido», pero en cambio susurró:
—Billy no está aquí. Hace siglos que no lo veo, de verdad.
Los dos hombres intercambiaron una mirada perpleja.
—¿Quién es Billy? —quiso saber el pelirrojo—. Andamos buscando a un tío llamado Reggie.
—Nunca he oído hablar de él, os lo juro por Dios.
Por increíble que fuera, los dos tipos hicieron ademán de marcharse.
—Volveremos —amenazó el rubio.
—Tenemos un regalo para ti —añadió el pelirrojo, y se sacó un libro del bolsillo, un clásico Loeb, inconfundible, y se lo arrojó como una granada.
Reggie ni siquiera intentó cogerlo; lo imaginó explotándole en las manos, sin poder creer que solo contuviera algo tan inofensivo como palabras. Oyó mentalmente la voz de la señorita MacDonald diciéndole: «Las palabras son las armas más poderosas que tenemos». Costaba de creer. Las palabras no podían salvarte de un inmenso tren expreso que se abalanzaba sobre ti a toda velocidad. («¡Socorro!») No podían salvarte de unos quinquis que te traían regalos. («No, gracias.»)
—Hasta la vista,
baby
—dijo el pelirrojo, y los dos se fueron.
Eran unos idiotas. Unos idiotas con clásicos de Loeb.
Reggie recogió el Loeb, uno verde, que había caído abierto y boca abajo en el plato de ducha, como un pájaro abatido. Era el primer volumen de la
Ilíada
. ¿Qué clase de mensaje era aquel? Levantó el libro y leyó la desvaída inscripción a lápiz en la guarda: «Moira MacDonald, Universidad de Girton, 1971». Se hacía extraño pensar en la señorita MacDonald de joven. Y extraño pensar que estuviese muerta. Y aún resultaba más extraño pensar que uno de sus Loeb desaparecidos estuviera en manos de los enemigos de Billy.
Los caballos troyanos tenían interiores sorprendentes, y lo mismo le pasaba a la
Ilíada
de la señorita MacDonald. Cuando lo abrió, se encontró con que había sido objeto de una intensa cirugía: le habían cortado y arrancado el corazón en forma de un cuadrado perfecto. Un cofre para algo. Un cofre y una tumba. Un escondrijo perfecto. ¿Para qué?
Pensaba que se habían ido, pero entonces el rubio asomó de pronto la cabeza por la puerta. Reggie soltó un grito.