—A mí no me parece rebelde querer hablar sobre la política del consumo —le dijo a Tim—. ¿A ti sí?
Mientras Tim trataba de encontrar una respuesta, ella se volvió hacia Patrick y le dijo:
—Tostadas al estilo francés. O torrijas, como las llamábamos nosotros, los de las clases bajas. —¿Por qué no se limitaba a pincharlo con el tenedor?
—Mi padre trabajó toda su vida para el Ayuntamiento de Dublín —respondió Patrick con tono cordial—. No me parece que eso nos convirtiera en miembros de los estratos más altos de la sociedad.
Era un irlandés, sus armas eran las palabras, mientras que Louise era por naturaleza más proclive a las refriegas callejeras, y durante un breve pero satisfactorio instante consideró tirarle a la cara sus preciosas tostadas al estilo francés. Patrick la miró con una sonrisa absolutamente radiante. Ella le sonrió a su vez. Así era el matrimonio: amor implacable.
—Oh, yo no opino lo mismo, Paddy —intervino Bridget, la otra mitad del «nos», con voz chillona—. Papá no era precisamente el basurero, sino un topógrafo. Los Brennan nunca han sido lo que se dice de clase baja.
—Hurra por la burguesía —exclamó Louise—. Uy, ¿he dicho eso en voz alta? No era mi intención.
—Louise —dijo Patrick con suavidad, apoyándole una mano en el brazo.
—¿Louise qué? —le espetó ella apartando el brazo.
—A la porra la dieta —exclamó Bridget llevándose el tenedor a la boca, dispuesta a ignorarlos a todos.
Louise tuvo ganas de decir «Me parece que se fue a la porra hace mucho», pero se las apañó para mantener la boca cerrada.
—Come algo, Louise —la animó Patrick.
Ya estaba otra vez, papá sabe qué te conviene. El amor es paciente, el amor es generoso, se recordó. Pero ¿de verdad tenía que seguir el consejo conyugal de un romano misógino de veinte siglos atrás?
—Tostadas al estilo francés, torrijas… Llámalas como quieras, pero deberías comer —insistió él.
—Qué pena lo de anoche —comentó Bridget.
—¿Que el accidente de tren nos estropeara la cena? —ironizó ella—. Sí, qué pena.
—Gracias a Dios que decidimos venir en coche —soltó Tim.
Louise estuvo a punto de verterle café en la cabeza casi calva.
—Tengo entendido que fue un desastre terrible —prosiguió la remilgada Bridget—. El pobre Paddy se ha pasado la noche operando.
Louise no contaba, por supuesto. Patrick era un santo. Él salvaba vidas, según Bridget.
—Normalmente lo que salva son sus caderas —puntualizó Louise, provocándole a Patrick una carcajada.
En el quirófano todo era pulcro y limpio, apenas había un poquito de sangre, con el paciente tranquilo y portándose bien. No era como estar en una sucia vía de tren, con la lluvia calándote hasta los huesos, buscando miembros cercenados y oyendo gritar a la gente, o peor incluso, no gritar en absoluto. Había estrechado la mano de un hombre mientras un médico le amputaba la pierna in situ. Todavía llevaba puesto el anillo del brillante, y sus facetas lanzaban destellos bajo las luces de emergencia. No hacía falta que fuera, pero era policía, y eso era lo que hacía la policía.
—¿Se está ocupando la policía de tráfico de la investigación? —quiso saber Tim, todo pompa pero nada de circunstancia, como si tuviera alguna idea de los trámites que había que seguir en caso de accidente.
—Van a recurrir al OMI, como está estipulado —respondió Louise sin esforzarse en explicarlo.
—Al Oficial Mayor de Investigación —tradujo Patrick al ver que Tim parecía perdido. O más perdido de lo habitual.
—Pero ¿no hay ahora un…, cómo se llama…, un Departamento de Investigación de Accidentes Ferroviarios?
—Una división. —Louise exhaló un suspiro—. Se llama División de Investigación de Accidentes Ferroviarios. La policía de tráfico escocesa no es lo bastante grande para ocuparse de esta investigación.
—Y la pérdida repentina de vidas supone la inmediata intervención del fiscal —añadió Patrick.
—Pero ¿por qué…?
Por los clavos de Cristo. ¿Hasta qué punto podía resultar aburrido alguien?
A Louise no le importaba qué clase de mierda le pusieran por delante, cualquier cosa sería mejor que la compañía de Bridget y Tim. Ese día, Patrick iba a llevarlos a Saint Andrews.
—Espero que ninguno de los dos esté pensando en jugar al golf —dijo Bridget con irritación.
—Oh, nunca se sabe, a lo mejor nos apuntamos a un recorrido —contestó Patrick entre risas.
Con su hermana siempre estaba de buen humor, sin excepción; absolutamente radiante, de hecho. De ese modo parecía conseguir aplacarla, y Louise se preguntó si ella sería capaz de mostrarse radiante. Le pareció muy difícil.
Patrick le acarició el dorso de la mano con las yemas de los dedos con dulzura, como si fuera una enferma, posiblemente terminal.
—Estamos pensando en ir mañana en coche hasta Glamis. Nos gustaría que vinieses con nosotros. —Y añadió—: A mí me gustaría. Sé que mañana no trabajas.
—De hecho ha surgido algo. Sí trabajo.
—Conduce con cuidado —dijo Louise cuando consiguió escapar por fin de la mesa del desayuno.
—Siempre lo hago.
—Hay gente que no.
Podría haber ido andando a la casa de los Hunter, pero no lo hizo, fue en coche.
Si tuviese un buen brazo, Louise probablemente podría plantarse en el techo de su edificio y arrojar una piedra para que cayera en el sendero de entrada de los Hunter. Ayer, Joanna Hunter; hoy, Neil Hunter. Dos visitas completamente distintas con objetivos completamente diferentes, pero parecía una coincidencia muy rara tener que ir a hablar con el marido y la mujer en el espacio de dos días. «Una coincidencia no es más que una explicación en ciernes», le había dicho una vez Jackson Brodie, pero no importaba cómo lo mirase una, no había ninguna relación entre la puesta en libertad de Andrew Decker y los problemas actuales de Neil Hunter. Y que Jackson Brodie dijese algo no significaba que siempre fuera verdad. No era lo que se dice el oráculo de la resolución de crímenes.
La casa de los Hunter estaba en silencio y con los postigos cerrados. Aparcó junto al Range Rover negro del señor Hunter; una bestia fanfarrona y una amenaza mayor para el planeta que las frambuesas mexicanas.
Llamó al timbre y, cuando Neil Hunter abrió la puerta, le enseñó la placa y lo saludó con su sonrisa matutina más radiante.
—Buenos días, señor Hunter.
Neil Hunter parecía un tipo rudo, pero no dejaba de tener cierto atractivo demacrado. Comprendió por qué le gustaba a alguien como Joanna Hunter. Era todo lo que ella no era.
Llevaba unos Levi's y una vieja camiseta de los Red Sox, un lobo con ropa de lobo. Aún podía percibir el whisky de la noche anterior manando de sus poros. Se lo veía lo bastante arrugado, tanto de cara como de ropa, para que acabara de levantarse de la cama, solo que olía a café y se veían carpetas de plástico y papeles desparramados en la mesa de la cocina, como si hubiera pasado toda la noche despierto haciendo cuentas. Quizá había estado averiguando si el dinero del seguro del incendio en el salón recreativo cubriría sus impuestos.
La mesa era de esas grandes y anticuadas en las que casi se esperaría ver amasando a una cocinera victoriana. El regalo de boda que les habían hecho Bridget y Tim, que sacaron con esfuerzo del maletero del coche, era una máquina de hacer pan. «Una de las buenas —dijo Bridget—, no de las baratas.» Louise se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar para llevarla a una tienda de beneficencia. No había muchas cosas en la vida de las que estuviera segura, pero habría apostado la casa a que se iría a la tumba sin haber hecho jamás una sola barra de pan.
Neil Hunter le echó un vistazo a su placa.
—Inspectora jefe —dijo, arqueando una sardónica ceja, como si hubiese algo divertido en su rango.
Tenía una voz grave, con acento de Glasgow, y que sonaba como si hubiese desayunado a base de cigarrillos. Veinte años atrás, también ella habría encontrado atractivo su mal talante. Ahora solo le daba ganas de pegarle un puñetazo. También era verdad que en ese momento parecía tener ganas de pegarle a todo el mundo.
—¿Le importa si entro un momento? —preguntó; nada de bajones en su garbosa persona.
Cruzó el umbral antes de que él pudiese protestar. Los policías no eran como los vampiros: no tenían que esperar que los invitaran a entrar.
—Me gustaría hablar con usted sobre el incendio en el salón de juegos recreativos.
—¿Ha llegado ya el informe de la investigación? —quiso saber Hunter.
Parecía aliviado, como si hubiese esperado que le hablara de otra cosa.
—Sí. Me temo que el fuego fue intencionado.
No hizo aspavientos, horrorizado y presa de la impresión. Si algo expresó fue resignación. O quizá indiferencia. La casa estaba sumida en un sorprendente silencio. No había rastro de la doctora Hunter ni del bebé. O de la chica. Lo bueno que había tenido el accidente de tren, si podía decirse algo así, que en realidad no se podía, era que se había interpuesto en el camino de cualquier historia escabrosa sobre la liberación de Andrew Decker o el paradero actual de Joanna Mason. La perra entró en la cocina, le olisqueó los zapatos y luego se echó en el suelo.
—¿Le importa si le pregunto dónde está la doctora Hunter? —le dijo a Neil Hunter.
—¿Le importa si le pregunto por qué?
Su interés pareció ponerlo nervioso. No se había alterado al hablarle del incendio, pero parecía haberle entrado el tembleque al oírla mencionar a su esposa. Interesante. Con un suspiro de impaciencia, Hunter explicó:
—Se ha ido a Yorkshire; una tía suya ha caído enferma. ¿Qué tiene que ver Jo con todo esto?
—Nada. Ayer estuve aquí, ¿no se lo dijo? Vine a hablarle de la puesta en libertad de Andrew Decker.
—Vaya —dijo él con una mueca—. ¿Lo han soltado?
—Sí, vaya. Eso me temo. ¿No se lo contó?
¿No era para eso para lo que servía el matrimonio? ¿Para compartir tus secretos más profundos y oscuros? Quizá tenía más en común con Joanna Hunter de lo que había creído en un principio.
—Alguien ha filtrado a la prensa la noticia de su liberación, y quise advertir a la doctora Hunter que estaban a punto de sacar a relucir otra vez el pasado. ¿De verdad no le dijo nada?
—Tenía prisa por marcharse. Una feliz coincidencia, supongo; si está en Yorkshire, a lo mejor consigue evitar todo el escándalo.
—No me parece que Yorkshire sea una zona prohibida para la prensa —replicó—. Pero supongo que puede hacer que le pierdan la pista. —A menos que fueran en busca de la tía, por supuesto—. ¿Se trata de una tía política o carnal? ¿Por parte de madre o de padre?
—¿Es eso relevante en algún sentido?
Louise se encogió de hombros.
—Mera curiosidad.
—Es la hermana de su padre, Agnes Barker. ¿Contenta?
—Gracias —contestó ella. Le sonrió. Llevaba «mentiroso» escrito bajo la piel; si uno hurgaba un poco, lo encontraría enseguida, como en uno de esos palos de caramelo con el nombre de una ciudad dentro—. Comentó algo sobre lo de irse una temporadita.
Neil Hunter de pronto pareció cansado y le indicó con un ademán que se sentara a la mesa.
—¿Un café? —preguntó, mientras vertía granos en la tolva de una cara cafetera exprés que llevaba a cabo todo el proceso, desde moler el grano hasta calentar la leche, y que tenía pinta de poder cultivar también las semillas si se lo pedías bien.
El olor era demasiado bueno para resistirse; Louise habría prescindido antes de un brazo que del café de las mañanas. Fue una ocurrencia desafortunada. La asaltó una imagen de la noche anterior, cuando recogió un brazo de la vía y buscó desesperadamente a su propietario. Un brazo pequeño.
—¿En qué sitio de Yorkshire?
—Hawes.
—¿Cómo dice?
—H-a-w-e-s. En la zona de los valles.
Joanna no había mencionado a ninguna tía cuando Louise la conoció la semana anterior (aunque ¿por qué debería hacerlo?). Quizá el marido tenía razón y la enfermedad de la tía había tenido lugar en el momento adecuado para que ella huyera. Una tía de lo más conveniente.
—Bueno… —dijo alegremente—, ¿se le ocurre alguien que quisiera incendiar su propiedad, alguien que quisiera ajustarle las cuentas, quizá?
—En mi vida he cabreado a bastante gente —respondió Neil Hunter.
—¿Quizá podría hacernos una lista?
—¿Está de broma?
—No. Vamos a necesitar también todas sus cuentas, de negocios y personales. Y todas sus pólizas de seguros.
—Creen que la quemé yo por el dinero del seguro —dijo con tono cansino; fue una afirmación, más que una pregunta.
—¿Lo hizo?
—¿Cree que de ser así se lo diría?
—Vendrá alguien un poco más tarde con una orden judicial para exigirle esa documentación —dijo Louise—. La documentación no va a suponerle ningún problema, ¿verdad?
Le gustaba que los tipos como Neil Hunter se pusieran bordes con ella, porque, al fin y al cabo, era policía y ellos no. Corazones, tréboles, diamantes, picas, orden judicial. Triunfos.
—No —contestó Hunter—. Ningún problema, encanto.
Cómo eran aquellos tipos de Glasgow, siempre ridiculizándose a sí mismos.
Sonó el teléfono, y Neil Hunter lo miró fijamente, como si nunca hubiese visto uno.
—¿Algún problema, encanto? —preguntó Louise.
Él descolgó justo cuando iba a saltar el contestador.
—¿Le importa si contesto? —preguntó.
Sin esperar respuesta, salió de la habitación con el teléfono. Antes de que cerrara la puerta, Louise vislumbró brevemente la sala de estar a través del vestíbulo. Vio la madreselva de invierno y la sarcococa todavía en el jarrón azul y blanco. Desde allí parecían muertas.
Se llevó el café hasta el tablón de anuncios de Joanna Hunter y lo miró detenidamente. Lo había observado la última vez que estuvo allí. Luego fue a Office World, en Hermiston Gate, y compró uno para su propia cocina, pero no se le ocurrió nada que le apeteciese poner en él.
En el tablón de Joanna Hunter había un montón de fotos del bebé y del perro, pero solo una de Neil Hunter, tomada junto con ella en unas vacaciones. Ambos se veían mucho más jóvenes y más libres de preocupaciones que ahora. Había una de Joanna Hunter (entonces Mason) de adolescente, con ropa de atletismo, rompiendo una cinta de llegada con el pecho, y otra participando en la maratón de Londres, con pinta de estar más entera de lo que Louise podría estarlo nunca en semejantes circunstancias. Había también una fotografía de Joanna Hunter, estudiante de medicina en Edimburgo, sosteniendo en alto un trofeo con una sonrisa triunfal, rodeada por otros con el mismo atuendo. Todos llevaban sudaderas deportivas con las siglas CRUE, unas letras que a Louise le resultaron familiares pero no consiguió recordar qué significaban. Algo de la Universidad de Edimburgo. Ella se había licenciado en literatura inglesa en Edimburgo cuatro años antes que Joanna Hunter. Promoción del 85. Hacía toda una vida. Varias vidas.