Espejismos (30 page)

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Authors: Alyson Noel

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Espejismos
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Sin embargo, incluso después de decirle que lo quiero… incluso después de tumbarme a su lado, estrecharlo entre mis brazos y presionar su cuerpo contra el mío… incluso después de quedarme allí durante horas, tendida a su lado mientras duerme… incluso después de cerrar los ojos y mezclar mi energía con la suya con la esperanza de sanarlo con mi amor, mi esencia y mi propio ser, con la esperanza de conservar una pequeña parte de mí en él… Incluso después de todo eso, en el instante en que me alejo, Damen vuelve a decirlo.

Pronuncia una acusación desde su estado de ensoñación que va dirigida solo a mí.

—Me abandonaste.

Y no es hasta que le digo mi último adiós y cierro la puerta cuando me doy cuenta de que no se refiere a nuestro pasado.

Está profetizando nuestro futuro.

Capítulo cuarenta y tres

V
oy por el pasillo hasta la cocina. Siento un peso en el corazón, las piernas entumecidas… y a cada paso que me alejo de Damen la cosa se vuelve peor.

—¿Estás bien? —pregunta Ava, que está de pie junto al horno, preparando un poco de té.

Como si las últimas horas no hubieran pasado.

Sacudo la cabeza y me apoyo contra la pared sin saber muy bien qué responder, incapaz de hablar. Porque lo cierto es que si hay algo que no me siento es «bien». Vacía, hueca, desamparada, horrible, deprimida… eso sí. Pero ¿bien? No.

Lo cual se debe a que soy una canalla. Una traidora. La peor clase de persona que uno se puede encontrar. A pesar de todas las veces que he tratado de imaginarme esa escena, de imaginar cómo sería mi último momento con Damen, jamás creí que acabaría así.

Jamás creí que me acusaría. Aunque está claro que lo merezco.

—No tienes mucho tiempo. —Ava mira el reloj de la pared y luego a mí—. ¿Quieres tomar un poco de té antes de marcharte?

Sacudo la cabeza. Todavía tengo que decirle algunas cosas, y debo hacer unas cuantas paradas más antes de marcharme para siempre.

—¿Sabes lo que tienes que hacer? —le pregunto. Observo cómo asiente antes de llevarse la taza de té a los labios—. Porque te estoy confiando todo lo que me importa. Si esto no sale de la manera que pienso, si la única que vuelve al pasado soy yo, tú serás mi única esperanza. —Clavo la mirada en sus ojos. Necesito que entienda lo importante que es todo esto—. Tienes que cuidar de Damen, él… él no se merece nada de esto y… —Se me rompe la voz, así que aprieto los labios y aparto la mirada. Sé que tengo que continuar, que todavía hay muchas cosas que debo decirle, pero necesito un momento antes de hacerlo—. Y vigila a Roman. Parece guapo y encantador, pero eso no es más que una fachada. Por dentro es malvado. Intentó matar a Damen y es el responsable de que haya acabado así.

—No te preocupes. —Se acerca a mí—. No te preocupes por nada. He sacado las cosas del maletero; el antídoto está en la alacena, el líquido rojo está… fermentando, y añadiré la hierba el tercer día, como me dijiste. Aunque quizá ni siquiera lo necesitemos, ya que estoy segura de que todo saldrá según lo planeado.

Cuando la miro y veo la sinceridad de sus ojos, me alivia saber que puedo dejar las cosas en sus manos.

—Así que vuelve a Summerland y deja que yo me encargue del resto —me dice al tiempo que me rodea con los brazos para estrecharme con fuerza—. Además, ¿quién sabe? Quizá algún día regreses a Laguna Beach y volvamos a encontrarnos.

Se echa a reír después de decirlo. Me gustaría hacer lo mismo, pero no puedo. Lo extraño de las despedidas es que nunca resultan fáciles.

Me aparto y asiento en lugar de decir algo, porque sé que si pronuncio una palabra más me vendré abajo. Apenas consigo mascullar triste «Gracias» antes de dirigirme a la puerta.

—No tienes que agradecerme nada —replica Ava mientras me sigue los pasos—. Pero ¿estás segura de que no quieres ver a Damen una última vez?

Me doy la vuelta con la mano en el picaporte; lo pienso un momento antes de respirar hondo y sacudir la cabeza. Sé que no tiene sentido prolongar lo inevitable, y me da muchísimo miedo ver la acusación en su rostro.

—Ya nos hemos despedido —le digo antes de salir al porche para encaminarme hacia el coche—. Además, no tengo mucho tiempo. Aún necesito hacer una última parada.

Capítulo cuarenta y cuatro

D
oblo por la calle de Roman, aparco frente al camino de entrada y corro hacia la puerta principal para echarla abajo de una patada. Observo cómo se astilla la madera antes de que la puerta quede colgando de las bisagras y se abra ante mí. Albergo la esperanza de pillarlo desprevenido para poder golpear todos sus chacras y acabar con él de una vez por todas.

Avanzo despacio sin dejar de mirar a mi alrededor. Me fijo en las paredes, pintadas del color de la cascara del huevo, en los jarrones llenos de flores de seda, en las láminas tamaño póster con la firma de los «sospechosos habituales»:
Noche estrellada
, de Van Gogh;
El beso
, de Gustav Klimt; y también una enorme reproducción de
El nacimiento de Venus
, de Botticelli, protegida por un marco dorado y situada encima de la repisa de la chimenea.

Por extraño que parezca, todo me resulta bastante normal, así que no puedo evitar preguntarme si me habré equivocado de casa. Esperaba algo extravagante, escabroso, un conjunto postapocalíptico con sofás de cuero negro, mesas cromadas, muchísimos espejos y obras de arte desconcertantes… Algo más moderno, más siniestro. Cualquier cosa menos este tranquilo palacio de cretona en el que no logro encajar a alguien como Roman.

Recorro la casa y compruebo todas las habitaciones, todos los armarios; incluso miro debajo de la cama. Cuando queda claro que no está aquí, vuelvo a la cocina, busco sus reservas de elixir y las arrojo al fregadero. Sé que es algo pueril, un sinsentido que no supondrá la más mínima diferencia, ya que todo volverá atrás en cuanto me vaya. Pero, aunque solo suponga una leve inconveniencia, por lo menos sé que esa inconveniencia la habré causado yo.

Luego rebusco en los cajones en busca de un trozo de papel y un bolígrafo, porque necesito hacer una lista de las cosas que no se me pueden olvidar. Un sencillo grupo de instrucciones que no resultarán demasiado confusas para alguien que probablemente no recordará lo que significan, y que sin embargo serán lo bastante claras y concisas como para evitar que repita los mismos y terribles errores de nuevo.

Escribo:

1. ¡No vuelvas a por la sudadera!

2. ¡No confíes en Drina!

3. ¡No vuelvas a por la sudadera bajo ningún concepto!

Y luego, para no olvidarlo por completo y con la esperanza de que active algún resorte en mi memoria, añado:

4. Damen

Y después de repasarlo otra vez (y una vez más) para asegurarme de que está todo y de que no he pasado nada por alto, doblo el papel en un cuadradito, me lo guardo en el bolsillo y me acerco a la ventana. Cuando miro hacia arriba, veo que el cielo ha adquirido un tono azul oscuro sin rastro de sol y que la luna llena flota a un lado. Luego respiro hondo y me dirijo hacia el horrible sofá de cretona. Sé que ha llegado el momento.

Cierro los ojos y estiro los brazos hacia la luz, impaciente por experimentar esa gloria resplandeciente una última vez. Aterrizo sobre las suaves briznas de hierba de ese campo vasto y fragante. Gracias a su suavidad y su exuberancia, corro, brinco y doy vueltas por el prado; hago piruetas, saltos mortales hacia atrás y hacia delante. Acaricio con los dedos las maravillosas flores de pétalos palpitantes e inhalo su deliciosa esencia mientras paseo entre los árboles vibrantes que flanquean el arroyo lleno de colores. Tengo la intención de verlo todo, de memorizar hasta el último detalle. Desearía que hubiera una forma de guardar este maravilloso sentimiento y conservarlo para siempre.

Luego, como tengo poco tiempo y necesito verlo una última vez, estar con él como antes, cierro los ojos para hacer aparecer a Damen.

Lo visualizo tal y como apareció por primera vez ante mí en el aparcamiento del instituto. Comienzo por su brillante cabello oscuro, que se ondula alrededor de sus pómulos y llega justo hasta sus hombros; sigo con sus oscuros y profundos ojos almendrados, que ya por entonces me resultaban extrañamente familiares. ¡Y los labios! Esos labios carnosos e incitantes con la forma perfecta del arco de Cupido. Y ese cuerpo grande y musculoso… El recuerdo es tan intenso, tan tangible, que cada matiz, cada poro de su piel está presente.

Y cuando abro los ojos lo descubro inclinándose ante mí, ofreciéndome su mano para poder disfrutar de nuestro último baile. Así pues, coloco mi mano sobre la suya mientras él me rodea la cintura con el brazo y me guía a través de ese espléndido prado en una serie de grandes círculos. Nuestros cuerpos se balancean, nuestros pies parecen flotar al compás de una melodía que solo nosotros escuchamos. Y cada vez que él empieza a desvanecerse, cierro los ojos y lo hago aparecer de nuevo para seguir el baile donde lo dejamos. Como el conde Fersen y María Antonieta, como Alberto y Victoria, como Marco Antonio y Cleopatra… Somos los amantes más famosos del mundo, todas las parejas que hemos sido alguna vez. Y hundo la cara en el hueco cálido y dulce de su cuello, negándome a permitir que nuestra canción llegue a su fin.

Sin embargo, aunque en Summerland no existe el tiempo, sí que existe allí donde voy. Así que deslizo los dedos por su rostro para memorizar la suavidad de su piel, su mandíbula y la textura de sus labios cuando se aprietan contra los míos.

Quiero convencerme de que es él… de que realmente es él… incluso mucho después de que se haya desvanecido.

En el momento en que salgo del prado, me encuentro a Romy y a Rayne, que me esperan justo en la linde. Y, por la expresión de sus rostros, sé que han estado observándome.

—Te estás quedando sin tiempo —dice Rayne, que me mira con esos ojos enormes que siempre consiguen sacarme de quicio.

Sin embargo, sacudo la cabeza y sigo mi camino; me molesta saber que han estado espiándome y estoy harta de que sigan entrometiéndose.

—Lo tengo todo pensado —explico por encima del hombro—. Así que sois libres de… —Me quedo callada, ya que no tengo la menor idea de a qué se dedican cuando no están importunando. Así que me encojo de hombros. Sé que, tramen lo que tramen, ya no me atañe.

Caminan a mi lado sin dejar de mirarse, comunicándose en ese lenguaje íntimo de las gemelas antes de decir:

—Algo no va bien. —Clavan la mirada en mí, instándome a escuchar—. Algo va terriblemente mal. —Sus voces se mezclan en perfecta armonía.

Sin embargo, yo me limito a hacer un gesto de indiferencia, porque no tengo el menor interés en descifrar sus códigos.

Cuando veo los escalones de mármol ante mí, corro hacia delante. Veo por el rabillo del ojo las estructuras más hermosas del mundo antes de entrar en tromba en el edificio. Las voces de las gemelas quedan silenciadas por las puertas que se cierran a mi espalda. Permanezco de pie en el enorme vestíbulo de mármol y cierro los ojos con fuerza, esperando que no desaparezca como la última vez, esperando poder regresar a tiempo.

Pienso: «Estoy preparada. Estoy preparada, de verdad. Así que, por favor, permite que regrese. Permite que regrese a Eugene, Oregón. Con mi madre, mi padre, Riley y Buttercup. Por favor, déjame volver… y todo volverá a estar bien…».

Y justo después aparece un pasillo corto con una habitación al fondo… Una habitación vacía, salvo por una mesa y un taburete. Pero no se trata de una vieja mesa cualquiera. Es una de esas enormes mesas de metal, parecida a las que teníamos en el laboratorio de química de mi antiguo instituto. Y, cuando me siento en el taburete, una gigantesca esfera de cristal levita delante de mí. Empieza a parpadear y a emitir destellos hasta que aparezco en la imagen, sentada delante de esta misma mesa de metal, atareada con un examen de ciencias. Y, aunque es la última escena que habría elegido repetir, sé que es mi única oportunidad para regresar.

De modo que respiro hondo, presiono el dedo contra la pantalla… y ahogo una exclamación cuando todo lo que me rodea se vuelve negro.

Capítulo cuarenta y cinco

—M
adre mía… lo he hecho fatal —se queja Rachel al tiempo que se aparta el cabello castaño ondulado del hombro y pone los ojos en blanco—. Apenas pude estudiar anoche. En serio. Y encima me quedé hasta tarde enviándole mensajes de texto a… —Me mira con los ojos abiertos de par en par y sacude la cabeza—. Da igual. Lo único que debes saber es que mi vida, tal y como es ahora, se ha acabado. Así que mírame bien, porque tan pronto como salgan las notas y las vean mis padres… me encerrarán de por vida. Y eso significa que esta es la última vez que me ves.

—Venga ya… —Pongo los ojos en blanco—. Ambas sabemos que si hay alguien que lo ha hecho fatal, he sido yo. ¡Llevo todo un año en esta clase y no he conseguido enterarme de nada! Aunque la verdad es que no pienso ser científica ni nada por el estilo. Toda esta información no me servirá nunca para nada. —Me detengo justo al lado de su taquilla y observo cómo la abre para arrojar un montón de libros al interior.

—Me alegro de que se haya acabado y de que las notas no salgan hasta la semana que viene. Porque eso significa que debo disfrutar la vida mientras pueda. Y hablando de disfrutar… ¿a qué hora puedo pasarme por tu casa esta noche? —pregunta, y arquea tanto las cejas que desaparecen bajo su flequillo.

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