—¡Arrodíllate! —ordenó Braco.
El judío no se movió.
—¡Arrodíllate! —gritó Baciato.
Los dos entrenadores que estaban con él tomaron al judío y lo forzaron a arrodillarse ante los romanos, y Braco exclamó triunfalmente mientras le señalaba la espalda:
—¡Miren aquí!... ¡Aquí! No son las marcas del látigo. Miren cómo está cortada la piel; como si la uña de una dama lo hubiera rasguñado. Allí fue donde lo tocó el cuchillo del tracio cuando lanzó todo su cuerpo contra él.
Avis jacienda ad mortem! Déjelo, lanista
—dijo Braco a Baciato—. No más látigo. Déjalo estar y sacarás una fortuna de él. Yo mismo me encargaré de darlo a conocer. ¡A tu salud, gladiador! —gritó Braco.
Pero el judío permaneció impasible, la cabeza inclinada.
—Llorarán las piedras —dijo el negro—, y las arenas sobre las que caminamos sollozarán y gemirán de dolor, pero nosotros no lloraremos.
—Nosotros somos gladiadores —respondió Espartaco.
—¿Tienes corazón de piedra?
—Yo soy esclavo. Me imagino que un esclavo debería tener corazón de piedra o no tenerlo. Tú tienes buenas cosas de qué acordarte, pero yo soy
koruu
, y nada tengo que recordar que merezca la pena.
—¿Por ese motivo puedes contemplar esto sin emocionarte?
—De nada me valdrá emocionarme —respondió Espartaco sin entusiasmo.
—No te conozco, Espartaco. Tú eres blanco y yo soy negro. Somos diferentes. En mi tierra, cuando el corazón de un hombre se llena de pena, el hombre llora. Pero en ti, tracio, las lágrimas se han secado. Mírame. ¿Qué es lo que ves?
—Veo a un hombre llorando —dijo Espartaco.
—¿Y soy menos hombre por eso? Óyeme, Espartaco, no pelearé contra ti. ¡Condenados y malditos sean ellos, malditos para siempre! No pelearé contra ti, Espartaco, como lo oyes.
—Si no peleamos, moriremos los dos —respondió en voz baja Espartaco.
—Entonces, mátame, amigo mío. Estoy cansado de vivir. Estoy enfermo de vivir.
—¡Quietos ahí!
Los soldados golpearon la pared del cobertizo, pero el negro se volvió y dio un puñetazo contra la pared, que hizo temblar todo el cobertizo. Después se contuvo repentinamente y se sentó en el banco y apoyó la cabeza entre las manos. Espartaco se acercó a él, le levantó la cabeza y tiernamente limpió las gotas de sudor de su frente.
—Gladiador, no hagas amistad con gladiadores.
—¿Espartaco, para qué ha nacido el hombre? —susurró dolorosamente el negro.
—Para vivir.
—¿Es ésa la respuesta completa?
—La única respuesta.
—No comprendo tu respuesta, tracio.
—¿Por qué, por qué, amigo mío? —preguntó Espartaco, casi implorante—. El niño conoce la respuesta en el momento mismo en que sale del seno de la madre. Tan sencilla es la respuesta.
—No es respuesta para mí —dijo el negro. Y mi corazón se parte por aquellos que me amaron.
—Y otros te amarán.
—Nunca más—dijo el negro—, nunca más.
En los años siguientes, Cayo no recordaría aquella mañana de las dos parejas de Capua con gran claridad. Había muchas sensaciones en su vida, sensaciones que había comprado y por las que había pagado y Espartaco era tan sólo un nombre tracio. Los romanos sostenían que todos los nombres tracios sonaban igual: Gannico, Espartaco, Menico, Floraco, Leaco. Cayo pudo haber dicho, al relatar la historia, que el judío también era tracio, ya que en la terminología circense y en la adictiva atracción que todo el pueblo sentía por la arena se le daban dos significados a la palabra «tracio». Por una parte, tracio era el nombre que distinguía a cualquier individuo que perteneciera a los cientos de tribus que habitaban en la región sur de los Balcanes. Sin embargo, los romanos utilizaban este gentilicio de manera aún más amplia, refiriéndose con él a cualquier pueblo bárbaro que viviera al este de los Balcanes, a través de las estepas que llegan al mar Negro. Los más cercanos a Macedonia hablaban griego, pero el griego no era en modo alguno el idioma de todos aquellos a los que se llamaba tracios, como tampoco el cuchillo curvo era el arma común de todas esas tribus.
Por otra parte, en el lenguaje deportivo de la ciudad de Roma y en el argot corriente del circo, se identificaba como tracio a cualquiera que luchara con la
sica.
En consecuencia, el judío era tracio, porque Cayo no sabía, ni le importaba saber, que aquél provenía de la facción de los celotas, integrada por campesinos indómitos, de vigorosa nuca, de las colinas de Judea, que enarbolaban la bandera de la rebelión y del odio incesante contra los opresores, ya desde los viejos tiempos de los macabeos y de la primera guerra agraria. Cayo conocía poco de Judea y le interesaba menos; el judío, para él, era un tracio circunciso. Había visto la lucha de una pareja y la segunda vendría a continuación. Esta segunda pareja resultaba menos corriente, pero en sus recuerdos de lo que había ocurrido con el negro había olvidado la suerte corrida por su oponente. Recordaba con claridad, sin embargo, su entrada en la pista, avanzando ambos desde su jaula y desde la sombra hacia la arena amarilla, salpicada de manchas y bañada por el implacable sol. Los pájaros volaron, los pájaros carnívoros,
avis sanguinaria
, esos pequeños y delicados pajaritos con manchas amarillas que con tanta voracidad picoteaban la arena manchada llenando sus buches. Al igual que la arena, tenían manchas amarillas, y cuando emprendieron el vuelo fue como si montoncitos de arena hubieran saltado por los aires. Los dos hombres se detuvieron entonces en el lugar apropiado. Allí, a rendir homenaje a quienes habían comprado su sangre y su carne; he aquí el momento en que la vida carece de valor, cuando la dignidad y la vergüenza alteran el sentido de la vida. A esto es a lo que se ha llegado; la señora del mundo se divierte con la sangre.
Cayo recordaba cuan pequeño parecía el tracio comparado con el gigantesco negro africano, porque aquello era un recuerdo grabado sobre el fondo bañado por el sol de la arena amarilla y de los tableros de madera sin pintar del anfiteatro; pero no recordaba lo que había dicho Braco. Aquellas eran insignificantes palabras, sin importancia, habían desvanecido con el fluir del tiempo. Los pequeños caprichos de tales hombres nunca son causas, sólo aparentan serlo. Ni siquiera Espartaco era una causa, sino el resultado de lo que para Cayo era normal. Y el capricho que había llevado a Braco a planear aquella orgía microcósmica de muerte y sufrimiento para distracción de sus insignificantes y vacíos compañeros, no parecía ser un capricho para Cayo, sino más bien algo pleno de originalidad y emoción.
De manera que la pareja rindió su homenaje a los romanos que bebían vino y saboreaban confituras. Entonces entró en la arena el portador de las armas. Para Espartaco, el cuchillo. Para el africano, el largo y pesado tridente y la red de pescar. Ambos eran payasos en su degradación vergonzosa y sangrienta. El mundo entero había sido esclavizado para que los romanos pudieran sentarse allí a la sombra confortable de su palco y paladear confituras y beber vino.
La pareja tomó las armas. Y entonces, tal como lo vio Cayo, el negro se volvió loco. Locura era lo único que Cayo podía atribuir al hecho. Ni él, ni Braco, ni Lucio podrían haberse remontado a la vida anterior del hombre negro, y únicamente si lo hubieran hecho podrían haber sabido que el negro no había enloquecido. Ni mentalmente podrían haberse imaginado la casa que tenía a orillas del río y los niños que su mujer le había dado y la tierra que trabajaba y los frutos de esa tierra, antes de que llegaran los soldados y con ellos los tratantes de esclavos, a cosechar la cosecha de vidas humanas que en forma tan mágica se transformaba en oro.
Así que ellos solamente vieron que el africano había enloquecido. Lo vieron arrojar la red a un costado y lanzar un salvaje alarido de guerra. Y entonces lo vieron correr hacia el palco. Un entrenador con la espada desenvainada trató de detenerlo y al instante se vio retorcido entre las púas del tridente, como un pez ensartado, y luego el negro lo levantó por los aires y lo hizo girar una y otra vez, en medio de alaridos, antes de sacudirlo contra el suelo. En ese momento, una empalizada de poco menos de dos metros obstruía el camino del gigantesco africano, pero éste arrancó las tablas que la formaban como si fueran de papel. En su fortaleza estaba transfigurado; su fuerza lo había transformado en un arma lanzada contra el palco donde estaba el grupo de romanos. Pero de todos los costados de la pista llegaban soldados. Los primeros lo rodearon, las piernas abiertas sobre la arena, y lanzaron sus lanzas, las grandes lanzas de madera con punta de hierro a las que nada en el mundo podía resistir, que habían arrasado a los ejércitos de cien naciones. Pero no arrasaron al negro. Una lanza le alcanzó por la espalda; la punta de hierro le atravesó el cuerpo y salió por el pecho, pero no consiguió detenerlo. Sí, ni eso pudo detenerlo, y aun con aquella monstruosa vara de madera clavada en su espalda, avanzó hacia los romanos. Una segunda lanza le penetró por el costado, pero siguió avanzando. Una tercera lanza se incrustó en la espalda y una cuarta se clavó en su nuca. Ahora, por fin, habían terminado con él, y sin embargo aun así el tridente empuñado en su apretada mano alcanzó a tocar la baranda del palco detrás de la cual los romanos se habían ocultado aterrorizados. Y entonces cayó, la sangre manándole a borbotones, y murió.
Hay que advertir que durante todo ese tiempo Espartaco no se había movido. Si se hubiera movido, habría muerto. Dejó caer el cuchillo sobre la arena y permaneció inmóvil. La vida es la respuesta a la vida.
Que concierne a Tulio Marco Cicerón y su interés
por el origen de la gran rebelión de los esclavos
Que en Villa Salaria, donde un grupo de damas y caballeros romanos de buena familia se encontraron y compartieron una noche de la atenta hospitalidad de un terrateniente y caballero romano, hubiera excesiva preocupación por Espartaco y la gran rebelión que había encabezado, era algo que no podía menos que esperarse. Todos ellos habían llegado a la residencia de campo andando por la vía Apia, la mayoría por el sur, desde Roma, y Cicerón desde el norte, en dirección a Roma en su viaje desde Sicilia, donde, en su calidad de
quaestor
, ocupaba un importante puesto gubernativo. Así pues, en el trayecto se vio obligado a contemplar durante horas los símbolos de castigo, la severa e inflexible
signa poenae
que proclamaba al mundo entero que la ley romana era tan despiadada como justa.
Con todo, el menos sensible de los seres humanos no podría haber pasado por la importante ruta sin reflexionar acerca de las encarnizadas batallas que se libraron entre esclavos y hombres libres y que habían sacudido a la República hasta sus cimientos, que realmente habían estremecido al mundo entero que la República dominaba. No había esclavo en la casa de campo que no se agitara inquieto en su lecho al pensar en cuántos de su condición pendían de las innumerables cruces. Aquellas crucifixiones en particular fueron fuente de indescriptible padecimiento, y el dolor de los seis mil hombres que murieron lentamente y con tanta crueldad conmovió a toda la población de la campiña. No podía esperarse otra cosa, y era de esperar que un joven tan lúcido como Marco Tulio Cicerón se viera afectado.
Respecto a Cicerón, vale la pena hacer notar que un hombre como Antonio Cayo le acompañó hasta el camino en expresión de cortesía, que estaba mucho más allá de la debida a sus treinta y dos años de edad.
No era cuestión de linaje, de normal importancia familiar y ni siquiera de encanto personal o de cualidades que le conquistaran el favor de los otros, ya que ni sus propios amigos consideraban a Cicerón como especialmente simpático. Inteligente era, pero otros eran tan inteligentes como él. Específicamente, era uno de esos jóvenes —presentes en toda época— capaces de desprenderse de todo escrúpulo, de toda ética, de cualquier confusión sobre la moralidad en vigor, de cualquier impulso de tranquilizar la conciencia o pecado, de cualquier impulso a la piedad y a la justicia que pudiera constituir un obstáculo en el camino hacia el éxito. Esto no significa que no se interesara en la justicia, la moralidad o la piedad; estaba interesado, pero únicamente en la medida en que tuvieran algo que ver con su propio ascenso social. Cicerón no era solamente ambicioso, ya que la simple y pura ambición puede estar acompañada de ciertos elementos de emoción; Cicerón estaba fría y astutamente preocupado por el éxito, y si a veces sus cálculos se habían vuelto contra él, eso tampoco era raro en hombres de su clase.
Por aquel entonces aún no se habían vuelto contra él. Era el muchacho maravilloso que había ejercido el derecho a los dieciocho años, que había luchado en una gran campaña —exclusivamente por razones de prestigio y sin correr riesgo físico alguno— a los veinte y que, doblando los treinta, había entrado a ocupar un importante puesto gubernamental. Sus ensayos —sobre filosofía y política— y sus discursos eran leídos y admirados y si la débil sustancia que contenían la había tomado prestada, la mayoría de la gente era demasiado ignorante para saber de dónde la había robado. Conocía a la gente que le convenía y se formaba una opinión acerca de ella cuidadosamente. En ese tiempo mucha gente andaba en Roma en busca de conexiones influyentes; la virtud primigenia de Cicerón consistía en que no permitía que nada interfiriera en sus conexiones con la gente que le convenía.
Hacía mucho tiempo que Cicerón había descubierto la profunda diferencia que existía entre justicia y moralidad. La justicia era el instrumento del fuerte, concebida para ser usada a voluntad del fuerte; la moralidad, como los dioses, era la ilusión de los débiles. La esclavitud era justa; tan sólo los necios —según Cicerón— argüían que era moral. Viajando hacia el norte por la carretera, pudo apreciar los terribles sufrimientos que ocasionaban las interminables crucifixiones, pero no se dejó conmover. En ese tiempo estaba trabajando —siempre estaba escribiendo algo— en una breve monografía sobre la serie de rebeliones de esclavos que habían sacudido al mundo entero, y estaba profundamente interesado en los diversos tipos de esclavos ejecutados a lo largo de la vía Apia. Había puesto en juego su interés sin tomar partido, y estaba en condiciones de estudiar los diversos tipos —los galos, los africanos, los tracios, los judíos, los germanos y los griegos—que formaban la multitud de crucificados, sin experimentar ni náuseas ni piedad. Se le ocurrió que en aquel profundo interés había un reflejo de alguna nueva y poderosa corriente que había aparecido en el mundo, corriente con ramificaciones que se prolongarían hasta épocas aun desconocidas; pero también se le ocurrió que, en su época en especial, una persona que pudiera observar fríamente y analizar e interpretar aquella nueva manifestación de las revueltas de esclavos, estaría en posesión de un poder único. Cicerón sólo sentía desprecio por aquellos que odiaban sin entender las necesidades subjetivas de los objetos de sus odios.