Nos condujeron fuera de la celda, bajando las escaleras que habíamos subido semanas atrás, y finalmente llegamos al mismo gran salón del trono al que Zanda, Jat Or y yo habíamos sido llevados la mañana de nuestra captura. ¡Pero qué diferente escena ofrecía ahora que me había liberado del sortilegio hipnótico que me dominaba en aquella ocasión!
La gran sala ya no estaba vacía, los tronos ya no estaban desocupados; todo lo contrario, la cámara de audiencia era una masa de luz, de color, de humanidad.
Hombres, mujeres y niños bordeaban el ancho pasillo por el que Umka y yo fuimos escoltados hacia la tarima donde se alzaban los dos tronos. Entre densas filas de guerreros resplandecientes en maravillosos atavíos, nuestra escolta marchó hacia un pequeño espacio ante el trono.
Congregados allí, con las manos atadas y bajo vigilancia, estaban Jat Or, Zanda, Ur Jan, otro hombre que supuse debía ser Gar Nal y mi amada princesa Dejah Thoris.
—¡Señor mío! —exclamó ella—. El destino ha sido amable conmigo al permitirme verte otra vez antes de que muramos.
—Todavía estamos vivos —le recordé yo, y ella sonrió al reconocer mi viejo desafío a todo peligro que me amenazase.
La expresión de Ur Jan reveló sorpresa cuando sus ojos cayeron sobre mí.
—¡Tú! —exclamó.
—Sí, Ur Jan.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Nuestros captores me van a privar de unos de los placeres del viaje.
—¿A qué te refieres?
—Al placer de matarte, Ur Jan.
Él asintió con una seca sonrisa.
Mi atención se vio entonces atraída por el hombre del trono. Estaba ordenando silencio.
Era un hombre muy gordo, de expresión arrogante, y noté en él aquellos signos de vejez, rara vez aparentes entre los hombres rojos de Barsoom. También había advertido similares señales de envejecimiento en algunos miembros de la multitud que abarrotaba la cámara de audiencia, un hecho que indicaba que aquellas gentes no disfrutaban de la casi perpetua juventud de los marcianos.
Ocupaba el trono anexo, una mujer joven y muy hermosa. Me estaba mirando soñadoramente a través de las espesas pestañas de sus párpados semicerrados. Sólo podía suponer que la atención de la joven estaba fija en mí porque mi piel difería en color de la de mis compañeros, puesto que, después de dejar Zodanga, me había lavado el pigmento que me servía de disfraz.
—¡Espléndido! —musitó ella, lánguidamente.
—¿Qué? —quiso saber el hombre—. ¿Qué es espléndido?
Ella lo miró sobresaltada, como si acabara de despertar de un sueño.
—¡Oh! —exclamó con nerviosismo—, decía que sería espléndido si lograras que se mantuvieran callados: pero, como eres invisible e inaudible para ellos, no podrás hacerlo a menos que uses la espada —Y se encogió de hombros.
—Ya sabes, Qzara —objetó el hombre—, que los reservamos para el Dios Fuego… No podemos matarlos todavía.
La mujer se encogió de hombros.
—¿Por qué matarlos a todos? —preguntó—. Parecen criaturas inteligentes. Podría ser interesante preservarlos.
Yo me volví hacia mis compañeros y les pregunté:
—¿Algunos de vosotros puede ver y oír lo que pasa en esta habitación?
—Excepto a nosotros, no puedo ver ni oír a nadie —contestó Gar Nal, y los demás respondieron de forma parecida.
—Somos víctimas de una forma de hipnosis —les comuniqué—, que hace imposible que veamos ni oigamos a nuestros captores. Ejercitando los poderes de vuestras mentes, podréis liberaros de ella. No es difícil. Yo logré hacerlo. Si todos vosotros lo lográis también y se presenta alguna oportunidad de escapar, nuestras posibilidades de lograrlo serán mucho más grandes. Como creen que no los vemos, no estarán en guardia contra nosotros. De hecho, en este momento podría arrebatarle la espada al que tengo al lado y matar al Jeddak y a su Jeddara, antes de que pudiesen impedírmelo.
—No podremos trabajar juntos —opinó Gar Nal—, mientras la mitad de nosotros desea matar a la otra mitad.
—Entonces, establezcamos una tregua entre nosotros hasta que hayamos escapados de estas gentes —propuse.
—Es justo —dijo Gar Nal.
—¿Estás de acuerdo? —le pregunté.
—Sí.
—¿Y tú, Ur Jan?
—Me conviene —dijo el asesino de Zodanga.
—¿Y tú? —demandó Gar Nal, mirando a Jat Or.
—Sea lo que sea que… Vandor ordene, lo haré —replicó el padwar. Ur Jan me dedicó una mirada de súbita comprensión.
—Ah, así que también eres Vandor. Ahora comprendo muchas cosas que no comprendía. ¿Lo sabe esa rata de Rapas?
Yo ignoré su pregunta y proseguí diciendo:
—Y ahora, alcemos las manos y juremos cumplir esta tregua hasta que todos hayamos escapado de los táridas y, más aun, hacer todo lo que esté en nuestras manos para salvar a los demás.
—Gar Nal, Ur Jan, Jat Or y yo levantamos nuestras manos para jurar. —Las mujeres también —exigió Ur Jan.
Dejah Thoris y Zanda alzaron así mismo sus diestras, y los seis juramos luchar los unos por los otros hasta la muerte o hasta vemos libres de aquellos enemigos.
Era una situación delirante, puesto que yo había recibido la orden de matar a Gar Nal. Ur Jan había jurado matarme, a la vez que yo me proponía matarlo a él; Zanda, que los odiaba a ambos, sólo esperaría la primera ocasión para matarme en cuanto conociera mi identidad.
—Vamos, vamos ——exclamó irritadamente el gordo del trono—, ¿qué farfullan en esa extraña lengua? Debemos hacer que se callen; no los hemos traído aquí para escucharlos.
—Retírales el sortilegio —sugirió la chica a la que había llamado Qzara—. Dejemos que nos vean. Sólo cuatro de ellos son hombres. No pueden hacemos daño.
—Nos verán y nos oirán cuando sean conducidos a la muerte —replicó el gordo—, y no antes.
—Me parece que el de la piel clara puede vernos y oímos ya —manifestó la chica.
—¿Qué te lo hace creer?
—La sensación de que su mirada se posó antes sobre mí —contestó ella, soñadoramente—. Y también, Ul Vas, que cuando hablaste después, sus ojos apuntaron a tu cara. Y cuando hablé yo, volvieron hacia mí.
Yo la había estado mirando mientras hablaba, y me di cuenta entonces de que mi engaño podía ser más difícil de lo que creía, pero esta vez, cuando el hombre llamado Ul Vas le contestó, dirigí la mirada detrás de la chica y no le presté atención.
—Es imposible —afirmó el obeso Ul Vas—. No puede vemos ni oírnos. Interpeló entonces al oficial que mandaba el destacamento que nos había conducido al salón del trono, desde nuestras celdas.
—¿Qué crees tú, Zamak? ¿Puede vemos esta criatura?
—Pienso que no, Altísimo. Cuando fuimos por él, preguntó a este masena, que estaba encerrado con él, si había alguien en la celda, mientras que veinticinco de nosotros los rodeábamos.
—Creo que te equivocas —dijo Ul Vas a su jeddara—, siempre te estás imaginando cosas.
La joven encogió sus bien formados hombros y se volvió con un bostezo de aburrimiento, mas su mirada no tardó en volver a mí, y, aunque intenté no mirarla directamente más durante el resto del tiempo que pasamos en el salón del trono, me di cuenta de que no me quitaba ojo.
—Procedamos —dijo Ul Vas.
Un anciano se adelantó y se situó directamente delante del trono.
—Altísimo —entonó con voz cantarina—, el día es bueno, la ocasión es propicia, la hora ha llegado. Traemos ante ti, augustísimo hijo del Dios Fuego, siete enemigos de los táridas. Tu padre habla a través de ti comunicando sus deseos a su pueblo. Has hablado con tu padre, el Dios Fuego. Dinos, Altísimo: ¿estas ofrendas han complacido sus ojos? Haznos saber sus deseos, Todopoderoso.
Desde nuestra entrada en el salón, Ul Vas nos había estado inspeccionando cuidadosamente, centrando especialmente su atención en Dejah Thoris y Zanda. Entonces se aclaró la garganta.
—Mi padre, el Dios Fuego, desea saber quiénes son estos enemigos.
—Uno de ellos —comentó el anciano que había hablado antes, al cual tomé como un sacerdote—, es un masena que tus guerreros aprehendieron cuando cazaba ante nuestras murallas. Los otros seis, son criaturas extranjeras. No sabemos de dónde vienen. Llegaron en dos aparatos nunca vistos, que se movían por el aire, como pájaros, pese a no tener alas. En cada uno de ellos llegó una mujer y dos hombres. Se posaron dentro de nuestras murallas; mas no sabemos de dónde venían, aunque sin duda su intención era causarnos algún mal, ya que esta es la intención de todos los que vienen al castillo de los táridas. Como habrás notado, Altísimo, cinco de ellos son de piel roja, mientras que el sexto tiene la piel sólo un poco más oscura que la nuestra. Parece ser de una raza diferente, con esa piel blanca, ese pelo negro y esos ojos grises. Estas cosas sabemos de ellos y nada más. Aguardamos los deseos del Dios Fuego en los labios de su hijo Ul Vas.
El hombre del trono apretó los labios, sumido en sus pensamientos, mientras su mirada se desplazaba a lo largo de la línea de prisioneros, demorándose en Dejah Thoris y Zanda. Acto seguido, habló:
—Mi padre el Dios Fuego demanda que el masena y los cuatro hombres extraños sean sacrificados en su honor a la misma hora, una vez que Él haya orbitado, siete veces, alrededor de Ladan.
Siguieron unos breves momentos de expectante silencio, una vez que hubo terminado de hablar… El silencio fue roto finalmente por el viejo sacerdote.
—¿Y las mujeres, Altísimo? ¿Cuáles son los deseos del Dios Fuego, vuestro Padre, en relación a ellas?
—El Dios Fuego, para mostrarle su gran amor —anunció el Jeddak—, le ha regalado las dos mujeres a su hijo Ul Vas, para que éste haga con ellas lo que le plazca.
Qzara
La vida es dulce y, cuando escuché las palabras de perdición de labios del jeddak Ul Vas, las palabras que condenaban a cinco de nosotros a morir al séptimo día, debí sentir alguna reacción depresiva; pero no la percibí, dada la mayor perturbación mental que me había causado saber que el destino de Dejah Thoris iba a ser mucho peor que la muerte.
Me alegré de que ella estuviera misteriosamente sorda a lo que yo había oído. Conocer la suerte que le estaba reservada, no la ayudaría en nada, y saber que yo había sido condenado a muerte, sólo podría proporcionarle una angustia innecesaria.
Mis compañeros, ignorándolo todo, permanecían como ganado ante el trono de su cruel juez. Para ellos era sólo una silla vacía; para mí asentaba a una criatura de carne y hueso… Un mortal cuyos órganos vitales podían ser alcanzados por la punta de una espada afilada. Ul Vas habló de nuevo.
—Lleváoslos de aquí ya —ordenó—. Confinad a los hombres en la Torre de las Turquesas, y llevad a las mujeres a la Torre de los Diamantes.
Pensé entonces en saltar sobre él y estrangularlo con mis desnudas manos, pero lo pensé mejor y vi que así no salvaría a Dejah Thoris del destino que le habían reservado. El único resultado seguro sería mi propia muerte, que llevaría aparejada la desaparición de su mayor, quizás su única, esperanza de socorro, así que salí tranquilamente cuando, con los demás, me condujeron afuera; mi último recuerdo del salón del trono fue la velada mirada de Qzara, jeddara de los táridas.
Umka y yo no fuimos de nuevo a la celda que habíamos ocupado previamente, sino que nos llevaron a una gran sala de la torre de las Turquesas, junto a Jat Or, Gar Nal y Ur Jan.
No pronunciamos ni una palabra hasta que la puerta se hubo cerrado detrás de la escolta, invisible para todos menos para mí. Los demás estaban desconcertados, tal como revelaba la expresión perpleja de sus rostros.
—¿Qué ha pasado, Vandor? —preguntó imperiosamente Jat Or—, ¿por qué hemos permanecido en silencio en aquel salón desierto ante dos tronos vacíos?
—No hubo ningún silencio —respondí—, y el salón estaba abarrotado. El jeddak y su jeddara se sentaban en los tronos que parecían vacíos, y el jeddak dictó sentencia de muerte para todos nosotros… Moriremos el séptimo día.
—¿La princesa y Zanda también? —quiso saber él.
Yo negué con un gesto.
—No, desgraciadamente no.
—¿Por qué dices que desgraciadamente? —inquirió él, asombrado.
—Porque ellas preferirían morir antes de afrontar el destino que las han reservado. El jeddak, Ul Vas, se las ha guardado para sí.
Jat Or frunció el entrecejo.
—Debemos hacer algo. Tenemos que salvarlas.
—Ya lo sé —repuse yo—. ¿Pero cómo?
—¿Has abandonado toda esperanza? —me increpó el padwar— ¿Irás tranquilo a la muerte sabiendo lo que les espera a ellas?
—Me conoces lo bastante bien como para saber que no, Jat Or. Espero que suceda algo que nos sugiera un plan de rescate y, aunque ahora mismo no veo ninguna posibilidad, no estoy desesperado. Y si no se presenta ninguna oportunidad, al menos las vengaré en el último momento si no puedo salvarlas, puesto que tengo una ventaja sobre estas gentes que ellos ignoran que yo poseo.
—¿Cuál es?
—Que puedo verlos y oírlos.
Jat Or asintió.
—Sí, lo había olvidado, pero me parece imposible que puedas ver y oír algo donde no hay nada que pueda ser visto ni oído.
—¿Y por qué van a matamos? —preguntó Gar Nal, que había estado oyendo mi conversación con Jat Or.
—Vamos a ser ofrecidos, en sacrificio, al Dios Fuego, al cual adoran.
—¿El Dios Fuego? —exclamó Ur Jan—. ¿Quién es?
—El Sol —expliqué.
—¿Pero cómo puedes entender su lengua? —añadió Gar Nal—. No creo que hablen la misma lengua que se habla en Barsoom.
—No, no lo hacen; pero Umka, con el que he estado encerrado desde mi captura, me ha enseñado la lengua de los táridas.
—¿Quiénes son los táridas? —interrogó Jat Or.
—Es el nombre del pueblo en cuyo poder nos hayamos.
—¿Cómo llaman a Thuria? —se interesó Gar Nal.
—No estoy seguro, pero se lo pregunté a Umka y me dijo en su propia lengua la palabra de Ladan. ¿Qué significa la palabra Ladan?
—Es el nombre del mundo en que vivimos. Ya oíste decir a Ul Vas que nosotros moriríamos cuando el Dios Fuego hubiera dado siete vueltas alrededor de Ladan.
Tras esto, los barsoomianos se enredaron en una conversación general, y tuve la oportunidad de estudiar más cuidadosamente a Gar Nal y a Ur Jan.
El primero era, como la mayor parte de los marcianos, de edad indeterminada. Gar Nal podía tener cualquier edad entre cien y mil años. Tenía la frente despejada y un pelo un tanto sutil para un marciano; sus facciones no tenían nada de particular, salvo sus ojos. No me gustaron: eran astutos y crueles.