Jat Or pretendía permanecer de guardia continuamente, mas yo insistí en que debíamos dormir algo, así que, contando con mi promesa de que lo despertaría a las cinco horas, se acostó.
Mientras mis dos compañeros dormían, efectué un examen mucho más minucioso del interior de la nave del que había podido hacer en compañía de Fal Silvas. La encontré bien provista de alimentos, y en un cofre también descubrí sedas y pieles de dormir; pero, por supuesto, lo que me interesaba más eran las armas. Descubrí espadas largas, espadas cortas y dagas, así como algunos de los notables rifles y pistolas de radio de Barsoom, junto con considerable cantidad de munición.
Fal Silvas parecía no haberse olvidado de nada, aunque toda su previsión y eficiencia no le hubiera servido para nada, ya que nunca hubiera sido capaz de embarcarse. Su propia cobardía le hubiera impedido usarlo, y, por supuesto, nunca le hubiera permitido a otro que lo hiciera, aunque hubiera sabido que otra mente podía controlar el cerebro mecánico, cosa que él creía imposible.
Una vez terminada mi inspección, me dirigí a la sala de mandos y miré a través de uno de los grandes ojos. El cielo era un vacío negro, herido por el frío y relucientes puntos de luz. ¡Qué diferentes parecen las estrellas en cuanto uno abandona la atmósfera!
Busqué a Thuria con la mirada. No aparecía por parte alguna. Tal descubrimiento me agitó profundamente. ¿Nos había fallado el cerebro mecánico? ¿Nos había estado llevando hacia algún remoto confín del espacio, mientras yo inspeccionaba la nave?
No suelo perder la cabeza y ponerme histérico cuando me enfrento con alguna emergencia, ni soy dado a juicios apresurados; normalmente me inclino más a meditar cuidadosamente las cosas, así que me senté en un banco de la sala de mandos para cavilar sobre el problema. Justo entonces apareció Jat Or.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
—No mucho. Será mejor que vuelvas a acostarte y descanses todo lo que puedas.
—No tengo sueño. Es bastante difícil conciliarlo en medio de una aventura tan excitante. Mi príncipe, pienso en que… —Vandor —le recordé.
—A veces lo olvido; pero, como iba diciendo, pienso en las tremendas posibilidades de esta aventura. Piensa en nuestra situación.
—He pensado en ella —contesté yo, un tanto sombríamente.
—Dentro de pocas horas estaremos en un lugar donde ningún barsoomiano ha puesto nunca los pies…, en Thuria.
—Yo no estaría tan seguro de eso.
—¿Qué quieres decir?
—Mira hacia adelante. ¿Ves Thuria por alguna parte?
Él miró por una de las lunetas y luego por la otra.
—No la veo.
—Ni yo. ¿Te das cuenta de lo que significa?
El pareció aturdido durante algunos instantes.
—¿Quieres decir que no nos dirigimos hacia Thuria…, que el cerebro se ha equivocado?
—No lo sé —contesté yo. —¿A qué distancia está Thuria de Barsoom?
—A poco más de 15.700 haads. Calculaba que haríamos el viaje en unas cinco zodes.
Justo en aquel momento, Thuria apareció, a la vista, a nuestra derecha, y Jat Or lanzó una exclamación de alivio.
—¡Ya lo tengo!
—¿Qué? —le espeté yo.
—Ese cerebro mecánico funciona mejor que el nuestro. Durante los diez zodes del día barsoomiano, Thuria efectúa más de tres revoluciones completas en tomo a nuestro planeta, así que mientras nosotros nos dirigimos hacia su órbita, ella dará vuelta y media, alrededor de Barsoom.
—¿Y crees tú que el cerebro mecánico ha seguido ese razonamiento?
—Sin duda alguna —aseguró él—, cuando lleguemos a la órbita, encontraremos al satélite en nuestro camino.
Yo me rasqué la cabeza.
—Esto nos lleva a otro interrogante que no se me había ocurrido antes.
—¿Y cuál es? —se interesó Jat Or.
—La velocidad de nuestra nave es de unos 3.200 haads por minutos, mientras el satélite se mueve a más de 206.250 haads.
Jat Or lanzó un silbido.
—¡A más de doce veces y media nuestra velocidad! En nombre de nuestro primer antepasado, ¿cómo vamos a alcanzarla?
Hice un gesto de resignación.
—Me imagino que tendremos que dejarle eso al cerebro.
—Espero que no nos coloque en el camino de esa arrolladora masa de destrucción.
—¿Cómo aterrizarías tú si condujeras la nave? —pregunté.
—Tendríamos que tener en cuenta la fuerza de la gravedad de Thuria…
—Ahí está el detalle —remarqué—. En cuanto entremos en su espacio de influencia, seremos arrastrados por ella a su misma velocidad, y entonces podremos realizar un aterrizaje normal.
Jat Or miraba al gran satélite de Thuria, a nuestra derecha.
—¡Qué absolutamente tremendo parece! No parece posible, que nos hayamos acercado lo bastante, para verla tan grande.
—Te olvidas de que, según nos aproximamos a ella, comenzamos a reducirnos de tamaño, para guardar la proporción de nuestra masa. Cuando hayamos llegado a su superficie, si es que lo hacemos alguna vez, nos parecerá tan grande como Barsoom.
—Todo eso me suena como un sueño loco —confesó Jat Or.
—Estamos totalmente de acuerdo contigo, pero tendrás que admitir que va a ser un sueño muy interesante.
Mientras nosotros recorríamos el espacio, Thuria fue pasando velozmente ante nuestra proa, y acabó por desaparecer por el horizonte oriental del planeta que habíamos dejado tan atrás. Sin duda, cuando hubiese completado su próxima revolución estaríamos dentro de su espacio de influencia. Sólo entonces, y no antes, conoceríamos el resultado de aquella fase de nuestra aventura.
Insistí entonces en que Jat Or volviera al camarote y durmiera algunas horas, porque ninguno de nosotros sabía qué nos esperaba en el futuro, ni hasta que punto podríamos necesitar de todos nuestros recursos, tanto físicos como mentales.
Posteriormente, desperté a Jat Or y me acosté yo. Zanda durmió pacíficamente toda la noche; ni siquiera se despertó cuando me levanté y volví a la sala de mandos.
Jat Or estaba sentado frente a la luneta de estribor, con los ojos pegados al cristal. Aunque sin duda me oyó entrar, no volvió la vista hacia atrás.
—Se acerca —susurró tensamente—. ¡Por Issus! ¡Qué vista tan magnífica y sugestiva!
Me acerqué y miré por encima de su hombro. Ante mí se hallaba un gran mundo, con una de sus caras iluminada, en cuarto creciente, por la luz del sol. Vagamente creí distinguir contornos de montañas, valles y extensiones más claras que podían ser desiertos de arena o fondos de mares muertos, y oscuras masas que podían ser forestas. ¡Un nuevo mundo que ningún terrícola ni ningún barsoomiano habían visitado jamás!
La idea de las aventuras que me aguardaban allí, podía haberme excitado de no haber estado mi mente tan nublada por mis temores por Dejah Thoris. Esta preocupación dominaba mis pensamientos, pero no hasta el punto de privarme de la sensación de sublime misterio, que despertaba la vista de aquel mundo.
Zanda se nos unió en aquel momento y profirió, una leve y excitada exclamación de asombro al ver a Thuria surgir ante nosotros.
—Estamos muy cerca —se admiró.
Yo asentí.
—No tardaremos mucho en conocer nuestro destino. ¿Tienes miedo?
—Mientras estés conmigo, no —respondió ella con naturalidad. No tardé en darme cuenta de que nuestro rumbo había cambiado. Thuria aparecía ahora debajo de nosotros y no delante. Habíamos entrado en su espacio de influencia, y nos arrastraba a través del espacio a su propia tremenda velocidad. Acto seguido, comenzamos a descender en espiral, el cerebro funcionaba a la perfección.
—No me gusta la idea de aterrizar de noche en ese extraño mundo —manifestó Jat Or.
—A mí tampoco me entusiasma —reconocí—. Será mejor que aguardemos hasta mañana.
Indiqué entonces, al cerebro, que estabilizara la nave a doscientos haads de la superficie y que tomara entonces la dirección del amanecer.
—Y ahora, ¿qué tal si comemos algo en tanto esperamos que salga la luz del día? —sugerí.
—¿Hay comida a bordo, amo? —inquirió Zanda.
—En efecto. La encontrarás en el pañol del camarote de popa.
—Yo la prepararé, amo y la serviré en el camarote.
Los ojos de Jat Or la siguieron cuando abandonó la habitación.
—No parece una esclava —dijo—, pero no obstante te trata como si lo fuese.
—Ya le he comunicado que no lo es, pero insiste en mantener esa actitud. Era una de las prisioneras de Fal Silvas, y me la asignó como esclava. En realidad es hija de un miembro de la pequeña nobleza…, una chica bien educada, inteligente y culta.
—Y muy hermosa. Creo que está enamorada de ti, mi príncipe.
—Creo que me ama, pero sólo en gratitud. Y si supiera quién soy, incluso la gratitud se convertiría en odio. Ha Jurado matar a John Carter. —¿Pero por qué?
—Porque conquisté Zodanga, y porque todas sus desgracias resultaron de la caída de la ciudad. Su padre murió y su madre, desesperada, emprendió el último viaje hacia el seno del Iss; así que ya ves que tiene buenas razones para odiar a John Carter, o al menos eso cree ella.
Zanda nos llamó en aquel momento. Acudimos al camarote, y había dispuesto todo un banquete sobre una mesa plegable. Ella permaneció de pie mirándonos, pero yo insistí en que se sentara.
—No está bien que una esclava se siente con su amo —declaró ella.
—Una vez más te digo que no eres mi esclava, Zanda. Si insistes en mantener esa ridícula actitud, tendré que librarme de ti. Quizás te regale a Jat Or. ¿Qué te parece eso?
Ella contempló al atractivo y joven padwar sentado enfrente.
—Quizás sería un buen amo, pero yo no seré esclava de nadie más que de Vandor.
—¿Y cómo te las arreglarías si te regalo a él?
—Mataría a Jat Or o me mataría a mí misma.
Yo me eché a reír y le di una palmada en la mano.
—No te regalaría aunque pudiera —le aseguré.
—¿Aunque pudieras? ¿Qué te impide hacerlo? —quiso saber ella.
—No puedo regalar a una mujer libre. Te dije una vez que eras libre, y ahora te lo repito en presencia de un testigo. Ya conoces las costumbres de Barsoom. Zanda. Ahora eres libre, quieras o no.
—Yo no quiero ser libre, pero si ese es tu deseo, Vandor, lo seré —ella permaneció en silencio durante unos instantes, y luego me miró y preguntó—: Si no soy tu esclava, ¿qué soy?
—En este momento, una compañera de aventura igual a nosotros, que compartirá las alegrías y las penas que puedan sobrevenimos.
—Me temo que seré más una molestia que una ayuda, pero, por supuesto, puedo cocinar para vosotros y atenderos. Al menos podré hacer las cosas que son incumbencia de las mujeres.
—Entonces será más una ayuda que una molestia. Y puedes estar segura de que no nos separaremos de ti. A partir de ahora nombro a Jat Or, protector tuyo. Él será responsable de tu seguridad.
Noté que aquello agradaba a Jat Or, pero no podía decir lo mismo de Zanda. Creo que pareció un poco dolida, mas no tardó en deslumbrar al joven padwar con una dulce mirada, temiendo que éste pudiera adivinar su decepción y sentirse ofendido.
Mientras sobrevolamos Thuria, contemplé selvas bajo nosotros, y delgadas líneas tortuosas que tomé por ríos o arroyos; a lo lejos se alzaban algunas montañas. Parecía ser el planeta más hermoso e intrigante del Universo.
No estaba seguro acerca de los ríos, porque en Barsoom existe la creencia generalizada de que sus satélites carecen prácticamente de humedad. Sin embargo, he conocido a científicos que se han equivocado.
Me estaba impacientando. Parecía que la luz no llegaría nunca, pero al fin el primer sonrosado resplandor surgió sobre las cimas de las montañas, delante de nosotros, y, lentamente, los detalles de aquel extraño mundo fueron formando, tal como la escena de una fotografía toma forma mágicamente bajo el revelador.
Sobrevolamos un valle arbolado, más allá del cual se alzaban bajas estribaciones, recubiertas de exuberante vegetación, que subían hacia las distantes montañas más elevadas.
Los colores eran similares a los de Barsoom; hierbas escarlatas, impresionantes árboles de extraños matices: mas no descubrimos ser vivo alguno hasta donde nuestra vista alcanzaba.
—Aquí debe haber vida —dijo Zanda, cuando Jat Or comentó este hecho—. Tiene que haber ojos que admiren toda esta belleza.
—¿Vamos a aterrizar? —preguntó Jat Or.
—Vinimos aquí para buscar la nave de Gar Nal, y eso es lo primero que haremos.
—Será como buscar una aguja entre la hierba de un mar seco —dijo Jat Or.
Yo asentí.
—Me temo que sea así, pero hemos venido para eso y sólo para eso.
—¡Mirad! —exclamó Zanda—. Allí delante… ¿Qué es eso?
Enemigos invisibles
Mirando en la dirección indicada por Zanda, descubrí lo que parecía ser un gran edificio ribereño a un río. Su estructura descansaba en un claro del bosque, y sus torres devolvían centelleantes rayos multicolores cuando las hería la luz del sol.
Una parte del edificio daba a lo que parecía ser un patio amurallado, un objeto que vimos en este patio fue lo que despertó nuestra curiosidad y nos excitó mucho más que el edificio en sí.
—¿Qué crees que es eso, Zanda? —le pregunté, ya que era ella quien lo había descubierto.
—Me parece que es la nave de Gar Nal.
—¿Qué te lo hace pensar?
—Se parece mucho a nuestra nave. Tanto Gar Nal como Fal Silvas, se robaban las ideas, el uno al otro, cuantas veces podían, y me extrañaría mucho que sus naves no fueran prácticamente idénticas.
—Creo que tienes razón —convine yo—. No es razonable suponer que los habitantes de Thuria hayan construido, por una coincidencia milagrosa, una nave tan similar a la de Fal Silvas. Y la posibilidad de que una tercera nave barsoomiana haya aterrizado en el satélite es igualmente remota.
Indiqué al cerebro que descendiera en espiral, y no tardamos en encontrarnos a una altura, desde la que se podían observar con claridad los detalles del edificio y sus alrededores.
Cuanto más nos aproximábamos a la nave del patio, más seguros estábamos de que era la de Gar Nal, pero no distinguimos traza alguna de éste, de Ur Jan ni de Dejah Thoris; en realidad, no distinguimos ningún signo de vida, ni en el edificio ni en sus contornos. Aquel lugar podía muy bien ser la residencia de un muerto.
—Voy a aterrizar al lado de la nave de Gar Nal —anuncié—. Prepara tus armas, Jat Or.