La antigua Jeddara de los táridas era mucho más mujer de lo que me había imaginado.
—¿Qué vamos a hacer ahora, John Carter? —preguntó ella, mientras sus dientes castañeteaban de frío o de miedo, y parecía muy poca cosa.
—Tienes frío, si puedo encontrar algo lo bastante seco para arder, encenderé fuego.
La muchacha se acercó a mí. Pude sentir su cuerpo temblando contra el mío.
—Tengo un poco de frío —confesó ella—, pero no importa; estoy terriblemente asustada.
—¿De qué tienes miedo, Qzara? ¿Temes que Ul Vas envíe a alguien en nuestra persecución?
—No, no es eso. No podrá conseguir que nadie entre en este bosque de noche, e incluso de día la gente vacila en aventurarse por esta zona del río. Y mañana sabe que será inútil enviar a buscarnos, porque estaremos muertos.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Las bestias que cazan en el bosque durante toda la noche; no podremos escapar de ellas.
—A pesar de ello, aceptaste venir aquí.
—Ul Vas nos hubiera hecho torturar; las bestias serán más misericordiosas. ¡Escucha! Ya se las oye.
En la distancia oí extraños gruñidos, y luego un ruido pavorosamente próximo.
—No están cerca —dije.
—Ya llegarán.
—Entonces será mejor que encienda el fuego; eso los mantendrá alejados.
—¿Crees que sí?
—Así lo espero.
Sabía que en todo bosque hay ramas secas caídas, aunque estaba totalmente oscuro, comencé a buscarlas; pronto hube reunido un buen montón, junto con hojas secas.
Los táridas no me habían despojado de mi pequeño morral, y allí guardaba los útiles marcianos corrientes para encender fuego.
—Dijiste que los táridas vacilarían en entrar en esta zona del río, incluso de día —comenté, mientras prendía fuego a las hojas secas con las que esperaba encender la hoguera—. ¿Por qué?
—A causa de los masenas. A menudo merodean por el río en gran número, cazando táridas; y desgraciado el que encuentren fuera de las murallas del castillo. Sin embargo, rara vez pasan a la otra orilla.
—¿Por qué cazan táridas? ¿Para qué los quieren?
—Como comida.
—¿No querrás decir que los masenas comen carne humana?
Ella asintió.
—Sí, son muy aficionados a ella.
Yo había logrado prender fuego a las hojas, y estaba ocupado en colocar ramitas sobre mi recién nacida hoguera para convertirla en algo digno de tal nombre.
—Pero yo estuve encarcelado mucho tiempo, con uno de ellos, y parecía muy amistoso —le recordé.
—Bajo aquellas circunstancias, claro que no podía intentar comerte. Incluso podía ser muy amigable; pero si te lo encuentras aquí, en el bosque, con su propio pueblo, sería muy diferente. Son bestias tan depredadoras como las otras criaturas que habitan en el bosque.
Mi fuego creció hasta alcanzar un tamaño respetable. Iluminaba la maleza y la superficie del río, y también el castillo de la orilla opuesta.
Cuando su brillo nos hizo visibles, los táridas comenzaron a increparnos, profetizando nuestra próxima muerte.
El calor del fuego era agradable después de nuestra inmersión en el agua fría y nuestra exposición al relente de la noche. Qzara se acercó, estirando su cuerpo joven y flexible ante él. Las llamas amarillas iluminaron su blanca piel, impartiendo un tono verdoso a sus cabellos azules, despertando el fuego dormido en sus lánguidos ojos.
Repentinamente, se puso en tensión, abriendo los ojos de terror.
—¡Mira! —susurró, señalando con una mano.
Me volví en la dirección que indicaba. En las densas sombras de la noche brillaban dos ojos encendidos.
—Han venido a por nosotros —dijo Qzara.
Cogí una tea de la hoguera y se la arrojé al intruso. Se oyó un horripilante aullido a la vez que los ojos desaparecían.
La muchacha estaba temblando de nuevo. Lanzaba miradas aterrorizadas en todas direcciones.
—Allí hay otro —exclamó acto seguido—, y allí, y allí…
Vislumbré un gran cuerpo escabulléndose entre las sombras y, al volverme, vi ojos incandescentes rodeándonos por todas partes. Arrojé algunas teas más, pero los ojos desaparecían sólo unos segundos para volver casi instantáneamente, y cada vez parecían estar más cerca. Desde que había lanzado la primera, las bestias rugían, gruñían y aullaban continuamente, en un verdadero diapasón de horror.
Me di cuenta de que mi fuego no duraría demasiado si continuaba echándoselo a las bestias, ya que no tendría madera suficiente para mantenerlo encendido.
Tenía que hacer algo. Desesperado, miré en torno mío, buscando alguna vía de escape y descubrí un árbol cercano que parecía poderse escalar con facilidad. Sólo un árbol como aquel podía sernos de utilidad, ya que, sin duda, las bestias se abalanzarían sobre nosotros en cuanto empezáramos la escalada.
Recogí dos teas del fuego y se las pasé a Qzara, seleccionando luego otras dos para mí.
—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó ella.
—Vamos a intentar escalar ese árbol. Quizás algunos de esos brutos también sepan escalar, pero tendremos que arriesgarnos. Los que he visto me parecen demasiado grandes y pesados para ser escaladores.
«Caminemos lentamente hacia el pie del árbol. Cuando lleguemos allí, tírales las teas a las bestias que tengas más cerca y comienza a escalar. Cuando estés a salvo, fuera de su alcance, te seguiré».
Cruzamos lentamente de la hoguera al árbol, agitando las ramas encendidas alrededor de nosotros.
Qzara hizo entonces lo que le había pedido, y cuando estuvo en lo alto, mantuve una de las teas en la boca, lancé la otra, y comencé a subir.
Las bestias cargaron casi instantáneamente, pero alcancé un punto seguro antes de que pudieran atraparme, tuve suerte de lograr subir algo, pues el humo de la tea hería mis ojos y la brasa mi piel desnuda; pero me pareció que necesitaríamos su luz, ya que ignorábamos qué enemigos arbóreos podrían estar al acecho entre las ramas.
Examiné de inmediato el árbol, ascendiendo a las ramas más altas, capaces de aguantar mi peso. Con la ayuda de la tea, descubrí que no había en él ninguna criatura, salvo Qzara y yo; y entre las ramas más altas realicé un feliz descubrimiento: un enorme nido cuidadosamente tejido y forrado con hierbas verdes.
Me disponía a llamar a Qzara para que subiera cuando la vi ascendiendo por debajo de mí.
Cuando vio el nido, me manifestó que era probablemente uno de los que construían los masenas, para el uso temporal, durante sus incursiones en aquella parte del bosque. Era un hallazgo providencial, ya que nos proporcionaba un lugar cómodo en el que pasar el resto de la noche.
Transcurrió algún tiempo, antes de que nos acostumbráramos a los ruidos de las bestias debajo de nosotros, pero al fin nos dormimos. Cuando nos despertamos por la mañana, habían partido y el bosque estaba en silencio.
Qzara me había contado que encontraría su país, Domnia, detrás de las montañas que se alzaban más allá del bosque, y que podríamos alcanzarlo siguiendo primero río abajo durante una considerable distancia, hasta más allá de la sierra, donde podríamos seguir el curso de otro río que fluía hacia Domnia.
Las características más destacables de los dos días siguientes fue el hecho de que sobreviviéramos. Encontramos comida en abundancia y, como nunca nos alejamos del río, no sufrimos carencia de agua, pero días y noche estuvimos en constante peligro de que los depredadores carnívoros nos atacasen.
Siempre intentamos salvarnos encaramándonos a los árboles, pero en tres ocasiones nos sorprendieron, y me vi obligado a recurrir a mi espada, que hasta la fecha había considerado como un arma nada adecuada para defenderse de las bestias salvajes.
Sin embargo, en las tres ocasiones logré matar a nuestros atacantes, aunque debo confesar que me pareció entonces, y aún me parece, una cuestión de pura suerte el que lo lograra.
Por aquel entonces, Qzara se encontraba en un estado de ánimo más optimista. Habiendo logrado sobrevivir hasta entonces, le parecía que era factible que sobreviviéramos hasta alcanzar Domnia, aunque al principio estaba convencida de que pereceríamos a lo largo de nuestra primera noche en los bosques.
A menudo se encontraba bastante alegre, y era en realidad una compañía muy agradable. Esto fue especialmente cierto en la mañana del tercer día, mientras progresábamos a buen ritmo hacia nuestro distante objetivo.
La floresta parecía estar inusualmente tranquila y no vimos bestias peligrosas en todo el día, cuando un repentino coro de espantosos ruidos se levantó en torno nuestro y, simultáneamente, una veintena o más de criaturas, se dejaron caer alrededor de nosotros, desde sus escondrijos en el follaje de los árboles.
La alegre charla de Qzara murió en sus labios.
—¡Los masenas! —chilló.
En tanto nos rodeaban y comenzaban a acercársenos, cesaron de rugir, empezaron a maullar y a ronronear. Mientras se aproximaban, decidí hacerle pagar cara nuestra captura, aunque tenía la certeza de que acabarían por atraparnos. Había visto luchar a Umka y sabía lo que nos esperaba.
Aunque se me acercaron no parecían ansiosos por entablar combate. Amagando por un lado y luego por el otro, cediendo terreno, aquí y luego allí, me obligaron a moverme considerablemente; pero hasta que fue demasiado tarde, no me di cuenta que me movía en la dirección en que ellos deseaban y de acuerdo con sus designios.
No tardaron en tenerme donde me querían, bajo las ramas de un frondoso árbol, e inmediatamente un masena saltó sobre mis hombros y me derribó al suelo. Simultáneamente, la mayoría de los otros se abalanzaron sobre mí, mientras unos cuantos atrapaban a Qzara; de esta forma me desarmaron antes de que pudiera dar un solo golpe.
Después de esto, se levantó un gran coro de maullidos, como si mantuvieran algún tipo de discusión, pero como la sostuvieron en su propia lengua, no la comprendí. Sin embargo, poco después partieron río abajo, llevándonos con ellos.
Aproximadamente una hora más tarde, llegamos a una zona del bosque que había sido despejada de toda maleza. El terreno entre los árboles era casi un campo de césped. Las ramas habían sido podadas hasta una distancia considerable del suelo.
Cuando alcanzábamos el límite de esta zona ajardinada, nuestros captores la emprendieron a rugidos, que fueron contestados, acto seguido desde los árboles, a los cuales nos acercábamos.
Nos condujeron hasta el pie de un árbol enorme, al cual varios de nuestros guardianes escalaron como un enjambre de gatos.
Ahora el problema era aupamos a nosotros. Noté que eso desconcertaba a los masena, lo cual no me extraña. El diámetro del tronco del árbol era tan grande que ningún hombre podría escalarlo, y habían cortado todas las ramas hasta una altura superior a la que un hombre normal pudiera saltar. Yo podría haberlo hecho fácilmente, pero me lo callé. Qzara, sin embargo, nunca lo hubiera logrado sola.
En aquel momento, después de considerables maullidos, ronroneos y no pocos gruñidos, algunos de los que estaban en lo alto del árbol dejaron caer una liana flexible. Uno de los masenas que se encontraban abajo, cogió a Qzara por la cintura con una mano y a la liana con su otra mano libre y ambos pies. Entonces los de arriba izaron aquel rudimentario montacargas hasta que pudo encaramarse en las ramas con su pasajera.
Me izaron de igual modo hasta las primeras ramas, desde las cuales la ascensión era sencilla.
Sin embargo, subimos sólo unos pocos pies antes de llegar a una tosca plataforma sobre la que se hallaba construida una de las extrañas casas arbóreas de los masenas.
Entonces, en todas direcciones, pude ver casas similares hasta donde mis ojos podían penetrar, a través del follaje. Advertí que en algunos lugares habían cortado ramas, tendiéndolas de árbol a árbol. En otros puntos había solamente lianas para que los masenas pudieran pasar de un árbol al próximo.
La casa a la que nos condujeron era bastante grande, y podía acomodar fácilmente, no sólo a los veintitantos miembros del grupo que nos habían capturado, sino a los más de cincuenta que pronto se congregaron en ella.
Los masenas se pusieron en cuclillas de cara al otro extremo de la habitación donde se sentaba solo un macho, al que tomé por su rey.
Maullaron y ronronearon mucho tiempo, mientras discutían sobre nosotros, en su lengua, y finalmente me emocioné recordando que Umka había dominado la lengua de los táridas, pensé que no era nada improbable que algunos de éstos otros la hablara, así que los interpelé ese idioma.
—¿Por qué nos habéis capturado? —exigí saber—. No somos enemigos vuestros. Estamos huyendo de los táridas, que sí lo son vuestros. Nos habían encarcelado y se disponían a matamos. ¿Algunos de vosotros comprende mis palabras?
—Yo te entiendo —contestó la criatura a la cual yo había tomado por el rey—. Comprendo tus palabras, pero tus argumentos carecen de sentido. Cuando abandonamos nuestras casas y bajamos al bosque, aunque no nos propongamos hacer daño a ninguna criatura, eso no nos protege de las bestias de presa que se alimentan con la carne de sus víctimas. Hay pocos argumentos capaces de convencer a un estómago hambriento.
—¿Quieres decir que vais a devoramos?
—En efecto.
Qzara se encogió más cerca de mí.
—Así que este es el fin —dijo—: ¡y qué horrible fin! De nada nos sirvió escapar de Ul Vas.
—Gozamos de tres días de libertad, de los que en caso contrario, no hubiéramos dispuesto —le recordé—, y, de cualquier forma, alguna vez teníamos que morir.
El rey de los masenas habló a su pueblo, en su propia lengua, y de inmediato prorrumpieron en maullidos y ronroneos, y, con gruñidos salvajes, unos cuantos nos agarraron a Qzara y a mí, y comenzaron a arrastramos hacia la entrada.
Casi habíamos alcanzado el umbral, cuando un masena entró y se detuvo ante nosotros.
—¡Umka! —grité.
—¡John Carter! —exclamó él—. ¿Qué estás haciendo aquí con la Jeddara de los táridas?
—Logramos escapar de Ul Vas, y ahora nos vamos a convertir en alimento para los tuyos.
Unika se dirigió a los hombres que nos arrastraban, quienes vacilaron un momento, pero luego nos condujeron de nuevo ante el rey de los masenas, con el cual habló Umka durante varios minutos.
Una vez que concluyó su alegato, el rey y algunos de los allí presentes entablaron lo que parecía ser una acalorada discusión. Cuando hubieron terminado, Unika se volvió hacia mí.