Evidentemente, mis esperanzas eran remotas, sin embargo el descubrimiento me aturdió: Gar Nal se había ido y, sin duda alguna, Dejah Thoris estaba con él.
Los dos hombres avanzaban con cautela por el hangar.
—¿Ves a alguien? —oí preguntar al más retrasado.
—No —contestó el otro, añadiendo en voz alta—: ¿Quién anda ahí?
El suelo del hangar estaba de lo más desordenado. Barriles, cajones, bombonas, herramientas y piezas de recambio se hallaban tiradas por todas partes. Quizás esto fuese bueno para mí, porque, entre tantas cosas, sería difícil descubrirme, a menos que me moviera o que se tropezaran directamente conmigo.
Yo estaba arrodillado tras un cajón, planeando qué hacer en caso de que me descubriesen.
Los dos hombres llegaron frente a mi escondite y lo sobrepasaron. Yo le eché una mirada a la puerta por la que habían entrado. No parecía haber nadie allí; sin duda aquellos dos hombres estaban de guardia y eran los únicos que habían oído el estrépito.
De repente, un plan relampagueó en mi mente. Salí de mi escondite y me coloqué entre los hombres y la puerta. Me moví tan sigilosamente que no me oyeron.
—Quedaos quietos —dije entonces—, y no os pasará nada.
Se detuvieron como si les hubiesen pegado un tiro, luego se dieron la vuelta.
—No os mováis —ordené.
—¿Quién eres tú? —preguntó uno de los hombres.
—No te preocupes de quién soy. Responde a mis preguntas y no te pasará nada.
Uno de ellos se echó a reír.
—No nos va a pasar nada —afirmó—. Nosotros somos dos y tú uno solo. ¡Vamos! —dijo a su compañero, y ambos desenvainaron sus espadas y vinieron a por mí.
—¡Esperad! —grité—. No quiero mataron. Escuchadme. Sólo quiero obtener información de vosotros. Luego me iré.
—¡Oh, oh! No quiere matamos. Vamos, tú por la izquierda y yo por la derecha. De modo que no quieres matarnos…
A veces siento que merezco poca gloria por mis incontables éxitos en los combates a muerte. En todas las ocasiones, mi relampagueante acero parece un ser vivo, inspirado por un poder superior al de un hombre mortal, o al menos esa impresión me da a mí, y creo que también debe de darle a mis enemigos. Así sucedió aquella noche.
Cuando los dos hombres cargaron sobre mí, desde direcciones opuestas, mi espada relampagueó en tan rápida sucesión de paradas, estocadas y tajos, que juraría que mis rivales no pudieron seguirlos con la vista.
El primero de ellos cayó con el cráneo hendido, apenas se puso al alcance de mi hoja, y casi simultáneamente, le atravesé el hombro a su compañero. Entonces di un paso atrás.
No podía utilizar su diestra: le colgaba paralizada del hombro. No podía escapar, yo estaba entre él y la puerta. Y allí se quedó, aguardando a que le atravesara el corazón.
—No deseo matarte —le dije—. Si respondes, de verdad, a mis preguntas, te dejaré vivir.
—¿Quién eres y qué quieres saber? —dijo él de mala gana.
—No te importa quién soy. Responde a mis preguntas, y di la verdad. ¿Cuánto hace que partió la nave de Gar Nal?
—Dos noches.
—¿Quiénes iban a bordo?
—Gar Nal y Ur Jan.
—¿Nadie más?
—No.
—¿Adónde fueron?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Será mejor para ti que lo sepas. Vamos, dime adónde fueron, y a quién pensaban llevar con ellos.
—Iban a encontrarse con otra nave cerca de Helium, para transbordar a alguien cuyo nombre nunca oí mencionar.
—¿Pensaban secuestrar a alguien para obtener rescate?
Él asintió.
—Supongo que sí.
—¿Y no sabes quién era?
—No.
—¿Dónde pensaban ocultar a esa persona?
—En un sitio donde nadie podrá encontrarla.
—¿Qué sitio es ese?
—Oí decir a Gar Nal que tenía intención de ir a Thuria.
Ya había obtenido toda la información de valor que aquel hombre podía darme, así que hice que me condujera a una puerta que diese al tejado por donde yo había entrado al hangar. Salí y esperé a que cerrara la puerta; luego crucé el tejado y me dejé caer sobre el muro de abajo, y de allí al callejón.
Mientras me dirigía a la casa de Fal Silvas, iba haciendo planes rápidamente. Me daba cuenta de que tenía que afrontar riesgos desesperados, y de que, cualquiera que fuese el resultado de mi aventura, su éxito o fracaso dependía totalmente de mí.
Me detuve en la casa de hospedaje donde había dejado a Jat Or. Lo encontré esperando ansiosamente mi regreso.
El lugar estaba lleno de huéspedes, de modo que no pudimos hablar en privado, así que lo llevé a la casa de comidas que Rapas y yo solíamos frecuentar. Allí encontramos una mesa libre y le conté todo lo que había sucedido desde que lo dejara al llegar a Zodanga.
—Y ahora —le dije—, espero poder partir hacia Thuria esta noche. Cuando nos separemos, vete al hangar y saca la nave. Ten cuidado con las patrulleras. Si logras abandonar la ciudad sin problemas, dirígete directamente hacia el oeste, a lo largo del decimotercer paralelo durante cien haads y espérame allí. Si no aparezco en dos días, eres libre de actuar según tu criterio.
¡Ambos debemos morir!
¡Thuria! Siempre había excitado mi imaginación, y en aquel momento, al verla mecerse en los cielos, encima de mí, dominó todo mi ser.
En algún lugar entre aquel resplandeciente orbe y Marte, una nave extraña conducía a mi amor perdido hacia un destino incierto.
¡Qué desesperada encontraría su situación, imaginándose que ninguno de los suyos tendría la más vaga idea de dónde se encontraba, ni a dónde la conducían sus secuestradores! Era posible que incluso ella misma no lo supiera. ¡Cómo deseé poder transmitirle un mensaje de esperanza!
Tales pensamientos ocupaban mi mente mientras me dirigía hacia la casa de Fal Silvas, pero aunque andaba así de ensimismado, mis facultades, habituadas a largos años de peligros, permanecían completamente alerta, de forma que unas pisadas procedentes de una avenida que acababa de cruzar, no me pasaron inadvertidas. No tardé en darme cuenta de que las pisadas habían tomado la misma avenida que yo y que me estaban siguiendo, mas no di muestra alguna de haberlas oído hasta que se hizo evidente que me iban a alcanzar.
Me volví entonces con la mano en la empuñadura de mi espada, y el hombre que me seguía me dirigió la palabra.
—Pensé que eras tú —dijo—, pero no estaba seguro.
—Soy yo, Rapas —contesté.
—¿Dónde te habías metido? Te he buscado continuamente los últimos dos días.
—¿Sí? ¿Qué quieres de mí? Tendrás que ser breve, Rapas. Tengo prisa.
Él vaciló. Percibí que estaba nervioso. Actuaba como si tuviese algo que decir y no supiera cómo empezar, o como si temiese sacar el tema a colación.
—Bueno, verás —comenzó, con poca convicción—, hace días que no nos tropezamos, y sólo quería verte… Sólo para chismorrear un poco, ya sabes. Volvamos atrás y tomemos un bocado juntos.
—Acabo de comer.
—¿Cómo anda el viejo Fal Silvas? ¿Has sabido algo nuevo?
—Nada —mentí—. ¿Y tú?
—Oh, sólo habladurías. Dicen que Ur Jan ha secuestrado a la princesa de Helium.
Noté que me observaba atentamente para captar mi reacción.
—¿De verdad? No me gustaría estar en la piel de Ur Jan, cuando los hombres de Helium lo atrapen.
—No lo atraparán —aseguró Rapas—. La han llevado a un lugar donde nadie la encontrará.
—Espero que reciba lo que se merece, si le hacen daño.
Me volví como si fuera a irme.
—Ur Jan no la hará daño si pagan el rescate.
—¿Rescate? ¿Y cuánto considera que vale la princesa de Helium?
—Ur Jan lo ha puesto fácil —informó Rapas—. Tan sólo pide dos naves cargadas de tesoros… Todo el oro, el platino y las joyas que puedan transportar dos naves grandes.
—¿Le han notificado sus demandas al pueblo de Helium?
—Un amigo mío conoce a un hombre que está relacionado con uno de los asesinos de Ur Jan —explicó Rapas—, por medio de él podría establecerse contactos con los asesinos.
Así que al fin había revelado sus intenciones. Me hubiera reído de no estar tan preocupado por Dejah Thoris. La situación se explicaba por sí sola. Tanto Ur Jan como Rapas confiaban en que yo fuese John Carter o uno de sus agentes, y Rapas había sido delegado para actuar como intermediario entre los secuestradores y yo.
—Muy interesante —dije—, pero, por supuesto, es algo que no me concierne. Tengo que irme. Que duermas bien, Rapas.
Me atrevería a decir que dejé a Rapas hecho un mar de dudas cuando me volví sobre mis talones, y continué mi camino hacia la casa de Fal Silvas. Me imagino que ya no estaría tan seguro, como antes, de que yo era John Carter, o incluso de que yo era un agente del Señor de la Guerra; porque, tanto en un caso como en el otro, yo debería haber evidenciado un interés, por la información, mucho mayor que el que había mostrado. Por supuesto, él no me había contado nada que yo no supiese y, por lo tanto, no pude ni sorprenderme ni excitarme.
Quizás no tuviera importancia que Rapas supiese o no que yo era John Carter, pero, luchando contra aquellos hombres, me gustaba tenerlos engañados y saber siempre un poco más que ellos.
Una vez más, Hamas me dejó pasar cuando llegué a la sombría mole que era la casa de Fal Silvas; y me siguió cuando tomé la rampa que conducía a las habitaciones de Fal Silvas, en el piso superior.
—¿Adónde vas? —me preguntó—. ¿A tus habitaciones?
—No, voy a las de Fal Silvas.
—Está muy ocupado. No se le puede molestar.
—Tengo una información para él.
—Tendrás que esperar hasta mañana por la mañana.
Me volví y lo miré.
—Me estás molestando, Hamas. Lárgate y ocúpate de tus asuntos.
Se enfureció y me agarró del brazo.
—Soy el mayordomo y debes obedecerme —gritó—. Eres sólo un… un…
—Un asesino —lo incité, acariciando significativamente la empuñadura de mi espada. Él retrocedió.
—No te atreverías… ¡No te atreverías!
—¿Que no lo haría? Tú no me conoces, Hamas. Fal Silvas me ha contratado, y cuando un hombre me contrata, lo obedezco. Él mismo me indicó que me presentara a informar en cuanto volviera. Si tengo que matarte para hacerlo, te mataré.
Su actitud se alteró, y noté que tenía miedo.
—Sólo te avisaba por tu propio bien —se disculpó—. Fal Silvas está en el laboratorio. Si lo interrumpes en la mitad del trabajo que está haciendo, se pondrá furioso… Puede matarte él mismo. Si eres prudente, espera hasta que te mande llamar.
—Gracias, Hamas. Veré a Fal Silvas ahora. Que duermas bien —y continué mi camino rampa arriba. No me siguió.
Me dirigí directamente a las habitaciones de Fal Silvas, llamé a la puerta y la abrí. Fal Silvas no se encontraba en ella, pero escuché su voz a través de la pequeña puerta del otro lado de la cámara.
—¿Quién anda ahí? ¿Qué quieres? Vete y no me molestes.
—Soy yo, Vandor. Tengo que verte inmediatamente.
—No, no, vete, te veré por la mañana.
—Me verás ahora: voy a entrar.
Ya había cruzado media habitación, cuando la puerta se abrió y Fal Silvas, lívido de ira, salió y la cerró tras de sí.
—¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves?
—La nave de Gar Nal no está en su hangar.
Aquello pareció hacerle entrar en razón, pero no disminuyó su ira, simplemente la dirigió en otro sentido.
—¡El muy calot! —exclamó—. ¡El hijo de un millón de calots! Me ha vencido. Irá a Thuria. Con las grandes riquezas que obtenga, logrará todo lo que yo había esperado conseguir.
—Sí —le dije—. Ur Jan está con él. El poder de una alianza, entre Ur Jan y un gran científico sin escrúpulos, es incalculable; pero tú también tienes una nave, Fal Silvas, y está lista. Tú y yo podemos ir a Thuria. Ellos no sospechan que podamos seguirlos. Todas las ventajas están de nuestra parte. Podremos destruir a Gar Nal y a su nave, y entonces tu serás el amo.
Palideció.
—No. No, no puedo hacerlo.
—¿Por qué no? —inquirí.
—Thuria está muy lejos. Nadie sabe lo que podría suceder. Quizás la nave sufra una avería. Puede que en la práctica no funcione tal y como habíamos pensado teóricamente. Quizás halla extrañas bestias y hombres terribles en Thuria.
—Pero construiste esa nave para ir a Thuria. Tú mismo me lo dijiste.
—Fue un sueño —masculló él— siempre estoy soñando, porque en los sueños nada malo puede sucederme; pero Thuria… está tan lejos de Barsoom. ¿Y si me pasara algo?.
Entonces lo comprendí todo. Aquel hombre era un cobarde redomado. Estaba dejando que el sueño de toda su vida se desmoronase sobre su cabeza porque carecía del coraje necesario para afrontar la aventura. ¿Qué debía hacer ahora? Contaba con Fal Silvas y éste me había fallado.
—No puedo comprenderte —le dije—, con tus propios argumentos, me convenciste de que era muy sencillo ir a Thuria en tu nave. ¿Qué peligro puede acecharnos allí que no seamos capaces de sortear? Seremos verdaderos gigantes en Thuria. Ninguna criatura viviente podrá oponerse a nosotros. Podremos aplastar a las mayores bestias de Thuria de un pisotón.
Yo había considerado bastante esta cuestión, mucho antes de que mi viaje a Thuria pareciera probable. No soy científico, y mis cálculos pueden no ser exactos, pero se aproximan a la verdad.
El diámetro de Thuria es de unas siete millas, así que su volumen, comparado con el de la Tierra, para que ustedes puedan hacerse una idea, no puede sobrepasar el dos por ciento.
Yo estimaba que, si había seres humanos en Thuria y estaban adaptados a su ambiente, tal como lo está el hombre terrestre, debería medir unas nueve pulgadas de altura y pesar entre cuatro y cinco libras; y que un terrícola transportado a Thuria, sería capaz de saltar a 100 metros de altura, y a unos 200 metros de longitud, sin tomar carrerilla, y a 400 metros si la tomara, y que un hombre fuerte podría levantar una masa equivalente a cuatro toneladas terrestres. Contra tal titán, las pequeñas criaturas de Thuria se encontrarán absolutamente inermes… Suponiendo, claro está, que Thuria estuviese habitada.
Le argumenté todo esto a Fal Silvas, pero el negó con la cabeza, impaciente.
—Hay algo que tú no sabes —me dijo—. Quizás ni el propio Gar Nal lo sepa. Existe una peculiar relación entre Barsoom y sus lunas, que no se da en ningún otro planeta del Sistema Solar. Un antiguo científico de hace millares de años lo sugirió, pero sus hallazgos cayeron en el olvido. Yo los descubrí en un viejo manuscrito que llegó a mi poder por casualidad. Era el manuscrito original del propio inventor, y puede que, después de todo, nunca se hiciera público.