Espada de reyes (29 page)

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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

BOOK: Espada de reyes
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El letargo del hechizo se había desvanecido, si bien continuaba sin poder moverse. Tenía la impresión de que unos grilletes inmateriales lo ataban al suelo. «Otra de las triquiñuelas del Heraldo Gris», pensó.

La estrella roja, una de las ascuas que ardían en la fragua de Reorx, brillaba en la purpúrea bóveda. Lo único que Stanach podía mover eran sus ojos, y éstos se fijaron en el astro nocturno.

«Siete o dos. En el fondo, ¿qué más da? Dentro de unos minutos ya no sentiré nada.»

Wulfen, con sus insondables ojos negros de theiwar sumergidos en la oscuridad, se inclinó hacia él.

—¿Dónde está la espada?

Al cautivo no le restaba vivacidad ni energía para tratar de adivinar por qué el tono del interrogatorio era ahora tan sereno, tan razonable. Las alas del dolor batían en su entorno pero, en un alarde de coraje, tragó bilis y un incipiente vomito y repuso:

—Ya te he dicho que no lo sé —susurró con voz ronca y débil—. No... no la encontré.

El
derro
tuerto hizo una señal y, sin que mediara ningún intervalo, el prisionero exhaló un aullido que casi ahogó el dolor lacerante y el brutal crujido de su dedo.

«¡Van cuatro! —jadeó su mente—. Faltan seis o uno... ¡Cinco!»

Cuando le fracturaron el pulgar, su chillido fue casi de triunfo. Su extremidad derecha era un hinchado amasijo de carne que yacía fláccida, muerta.

«Esos apéndices retorcidos no parecen dedos —pensó débilmente—. He aquí una mano que no volverá a empuñar un martillo.»

Detrás de él, el Heraldo soltó una estruendosa carcajada. Otro theiwar cruzó ante la salida de la cueva, mientras hacía su patrullaje. Fuera, impreciso como las remembranzas más remotas, se oía el crepitar de la fogata de los centinelas.

La estrella hizo a Hammerfell un guiño en su rincón, se desvaneció y volvió a aparecer. Un sudor extraño goteó en sus ojos, trazó sendos riachuelos en sus pómulos y se dispersó en la jungla de su barba. ¿O eran lágrimas? Procuro abstraerse unos segundos y, al ojear la gruta otra vez, advirtió que se difuminaban sus contornos. Wulfen sacó una daga de su cinto, y el metal de su hoja reflejó los fulgores de las brasas. Arrastrándose lentamente, el humo fue invadiendo la cueva, provocando una gran picazón en los ojos de Stanach y adhiriéndose a su garganta.

Miró a un lado y, pese al escozor, divisó el miembro izquierdo que aún tenía intacto. Se aisló entonces de la realidad y, ensimismado, visualizó la Espada de Reyes con sus vetas de savia divina, con sus cuatro zafiros del color del crepúsculo y el quinto revestido de esas tonalidades más densas que tiñen el firmamento a medianoche. Había presenciado el nacimiento de la tizona, asistido al inmenso gozo de Isarn y a su sobrecogimiento al comprender las connotaciones de aquellos centelleos que no se apagaban al enfriarse el metal. También había sido testigo, lleno de dolor y compasión, de la enajenación progresiva en que se había sumido el maestro tras el robo de Vulcania.

«Sí, Realgar, la Espada de Reyes —pensó—. ¡Juro por mi dios que no la conseguirás!»

Un acero, similar su tacto al hielo invernal, rozó la primera articulación ósea de su pulgar izquierdo, sin henderla. Stanach aspiró una larga bocanada de aire y la expelió luego en un entrecortado suspiro.

«Romperá este nudillo, y los otros, como si fuera una nuez. Un certero tajo y luego un chasquido.»

Abrió los ojos y sólo vio su propio rostro desfigurado por el miedo, reflejado en la hoja de la daga. —¿Dónde está?

Stanach, consciente de que empezaba a desvariar, se rió, y lo hizo al compás de las ígneas palpitaciones que consumían su mano derecha.

—¿Estás sordo? ¡Repito que no la tengo yo! «¡No, no debiste decir eso!», se recriminó al distinguir el destello de interés que iluminó los ojos de Wulfen.

—¿Quién la tiene? —preguntó con suavidad el theiwar. Hammerfell ya no veía la estrella; el guardián se la ocultaba.

Si Realgar y sus hombres encontraban a Kelida con la tizona, la matarían sin darle la oportunidad de articular una queja.

Lyt chwaer,
la había llamado él, hermanita. Y así se había conducido la muchacha al acompañarlo en su duelo tras la muerte de Piper, al respetar su dolor y prodigarle las atenciones de un familiar entrañable.
«Lyt chwaer,
que ha entregado su amor a un guerrero muerto —pensó con amargura—. Embauco a posaderas huérfanas, velo a mis amigos fallecidos, hago cuanto he de hacer. ¿Dónde está el equilibrio, cómo encaja todo?»

El aliento de Wulfen flageló su cara. Su despiadada alma de
derro
se traslucía a través de su fisonomía. Se hallaba muy cerca y le había apoyado la daga en la base de su mandíbula.

—¿Quién tiene la Espada de Reyes?

El Heraldo se aproximó a su subordinado. Stanach oía su respiración, análoga al silbo de un ofidio.

Stanach clavó los ojos en su mano mutilada, tan inflamada y deforme que resultaba irreconocible. Nunca volvería a asir una herramienta de herrero, nunca volvería a sentir en sus venas la magia de su oficio. Su obra maestra yacía sin vida, muerta antes de nacer entre los despojos de sus dedos quebrantados. Wulfen había sido el asesino. Éste sería el modo en que él y los congéneres de su calaña, bajo el mando de Realgar, despojarían de todo a Thorbardin, tergiversarían y pisotearían toda belleza durante su abominable reinado.

El filo del cuchillo abrió un corte sanguinolento en la mejilla del preso casi hasta la base de su ojo derecho. Los músculos del dorso de la mano de Wulfen se endurecieron, prestos a actuar.

—Volveré a preguntártelo, pero esta vez será la última. ¿Quién tiene a Vulcania?

Stanach escupió y se preparó para que vaciaran su cuenca ocular.

18

Stanach liberado

Los bajos techos de los pasadizos ganaron de pronto altura, cuando Lavim sólo se había alejado una decena de metros de la entrada. La humedad del río rezumaba por las paredes y apelotonaba el polvo en el suelo. La débil luz que se filtraba a través de la reserva secreta de armas de los guerreros poco hacía para iluminar el interior y no servía sino como tamiz de las profusas sombras. Tras él, el kender oía el cauteloso andar de Tyorl y Kelida en la penumbra.

—Piper —susurró, al trepar a su bota un animal que se parecía a una araña con más patas que las convencionales—. ¿No podrías obrar un nimio hechizo desde tu plano para alumbrar el camino? Ese ente era una especie de insecto, quizás inofensivo, pero preferiría cerciorarme.

No, no puedo. Y no pierdas el tiempo deambulando a trompicones en la oscuridad y extraviándote a cada instante. Reúnete con el elfo.

—No te preocupes, siempre me orienté muy bien. Lo que ocurre es que veo lugares nuevos y... ¿Qué será eso?

Suciedad, Lavim. Tus compañeros, que siguen la ruta correcta, ya te han adelantado.

—Gracias por informarme. Los alcanzaré enseguida.

Lo prometía de corazón, sólo que debía dejarlo para unos minutos más tarde. Aunque apenas veía, tenía en su haber unas manos sensitivas y su todopoderosa curiosidad. Le había contado a Tyorl que aquéllas eran guaridas de bandoleros y, en su afán de resultar convincente, se había convencido a sí mismo.

Sorteó un montón de desperdicios acumulados, dio una vuelta completa por una reducida cámara, retrocedió al no hallar ningún objeto de interés y, tras jalonar un corredor, se asomó a otro recinto. Con un tumulto similar al de las copas arbóreas al paso del viento, el muro posterior se animó en una enigmática ebullición de vida.

—¡Piper, fíjate en eso! La pared oscila.

Son murciélagos,
le previno el mago.
¡Sal enseguida!

—No exageres —se burló el kender—. Nunca tuve miedo a esos feos animales.

Pero ellos a ti sí,
replicó el fantasma,
y al detectarte armarán tal revuelo que alertarán de tu presencia a quienquiera que se esconda aquí. ¡Aléjate!

A regañadientes, Lavim acató el consejo y abandonó la cueva con el sigilo inherente a su raza. Dejándose guiar por los efluvios del río, enfiló hacia el este, pero no pudo evitar desviarse —sólo un poquito— para investigar un rincón infestado de telarañas.

Piper, que en vida se tuvo por uno de los hombres más tolerantes y comprensivos del mundo, perdió ahora la paciencia por cuarta vez en menos de quince minutos.

¡Lavim Springtoe, no te entretengas!

—Hazte cargo, estamos en antiguos cubiles de proscritos, y...

Esa es una mentira que tú mismo fraguaste. Corre junto a Tyorl y entrégale la flauta.

Lavim ojeó de soslayo los polvorientos escombros de otro nicho, temeroso de recibir más regañinas. El elfo y la muchacha le llevaban alguna ventaja, pero estaba seguro de que en un par de zancadas llegaría hasta ellos. Sólo debía guiarse por los olores del río y el sonido de sus respiraciones.

—Tú me inspiraste la historia de los prófugos.

De todas maneras, era obvio que nadie había habitado durante años aquellas cuevas erosionadas y llenas de fragmentos. El hechicero debía de haberse equivocado, porque no había huesos corroídos en ninguna parte.

¿Qué esperabas encontrar, un esqueleto? Y fuiste tú, no yo, quien habló de los bandoleros.

El kender lanzó un gruñido, meditando que no acababa de gustarle la perspectiva de convivir tan estrechamente con alguien que se había instalado en su mente y lo privaba de toda intimidad.

—No, Piper —porfió—, tú me comunicaste que en estos...

¡Maldita sea, Lavim, déjalo ya!

«No sólo es un espectro —se disgustó Springtoe—, sino un impertinente que ha copiado de Stanach y Tyorl la manía de no permitirme concluir una frase.»

No seas tan irritable. Expresa un concepto con sentido común y ya verás cómo...

Un alarido conmovió los cimientos del laberinto, un desolado y escalofriante grito de dolor. «Como el de una criatura fantasmal», pensó Lavim. Todas las ilusiones de topar con un tesoro se esfumaron de repente al recordar qué hacía en aquellos parajes.

—¿Stanach? —balbuceó.

Un poco más adelante se oyó una ahogada exclamación de Kelida y el murmullo de la voz del elfo.

Sí, Stanach. Lavim, no des un paso más.

—¡Pero si me estabas apremiando para que los alcanzase! Piper, si no cesas de contradecirte no sabré nunca a qué atenerme contigo.

Aguarda unos segundos, haz el favor.

—Está bien, pero...

Saca mi instrumento.

Eso era algo que al kender no le costaba nada hacer. Aunque le parecía un poco extraño tocar música mientras Stanach necesitaba urgente ayuda, se apresuró a hurgar en su bolsillo, extraer la nauta y aplicar la boquilla a sus labios.

¡No!,
gritó Piper.
¡Todavía no! Tenla apunto y escúchame con los cinco sentidos.

Lavim obedeció con desgana.

Debes hacer al pie de la letra lo que yo te indique. Los dioses me amparen si ésta es una muestra de que en el tránsito se ha dañado mi cordura, pero no se me ocurre otra solución más que impartirte instrucciones y confiar en que harás exactamente lo que te diga.

Un segundo aullido, esta vez en forma de risa demencial, atronó el enrarecido ambiente.

Me explicaré. La flauta se ha percatado de mi proximidad... No hagas preguntas, ahora no hay tiempo -
-atajó a su interlocutor al hacer éste ademán de hablar—.
Presiente mi intelecto mi alma, y pondrá su magia al servicio de mis requerimientos. Inhala con fuerza... No, así no, más. Ahora, perfecto. Ella se encargará de tocar una melodía, y en la balada reside el embrujo, mas tú has de ser quien la active mediante tu aliento y tu empeño sincero.

«Empeño, de acuerdo, ¿pero para lograr qué? —pensó Lavim, incapaz de proferir ningún comentario mientras contenía el resuello—. ¿Voy a invocar monstruos, a tornarme invisible o a convertir las flechas de Tyorl en ascuas de fuego?»

Nada de eso, mi querido amigo. Lo único que tú pretendes es esto.

El kender sintió que Piper sonreía y, puesto que el mago estaba de tan excelente humor, decidió ensayar una idea propia.

* * *

El túnel principal que conectaba la gruta del bosque y la caverna que dominaba el río, angosto y falto de ventilación, retuvo las resonancias de los lamentos durante un rato. Tyorl se estremeció y miró a Kelida. La mujer permanecía inmóvil donde él le había ordenado, en una red de sombras y negrura allí donde el pasadizo marcaba un recodo a la izquierda y giraba hacia el punto de origen. Con los ojos brillantes y la boca contraída en una línea de firme voluntad, la posadera empuñaba la daga sin un temblor, tal como le había enseñado Lavim.

El corredor desprendía hedores de tierra mohosa y de agua estancada. El montículo de inmundicias y fango que se había ido solidificando en el suelo estaba intacto salvo por un par de huellas. Si los theiwar habían explorado este pasillo hasta el final, lo más probable era que hubieran vuelto atrás al llegar al muro en apariencia infranqueable de la cueva donde se hallaba el depósito de Finn. El propio Tyorl se había sorprendido del modo en que el kender había descubierto la entrada.

«Los de su tribu son capaces de obtener dinero de la bolsa de un avaro. ¿Por qué iba a detenerlo un muro?», pensó el elfo.

Los restos putrefactos de peces depositados en tierra, llevados a los túneles por las crecidas causadas por las tormentas, despedían los demoníacos destellos de su propia descomposición, una desagradable fosforescencia. Tyorl se arrimó a la pared y vadeó el lodazal con todo género de precauciones para no producir ni siquiera un chapoteo.

Un segundo aullido, semejante a un rugido, hizo que los músculos de su vientre se agarrotasen en un nudo cercano a la náusea. Al amparo de su eco, el guerrero fue avanzando hasta llegar a la entrada misma de la cámara fluvial. La estrecha abertura de la cueva estaba bloqueada por un enano encapuchado y embozado que se erguía de espaldas a él.

El enano se movió ligeramente y Tyorl cerró los ojos: había alcanzado a ver un brazo y una mano.

Se convulsionó en una furia apasionada. Cada uno de los dedos de aquella extremidad había sido retorcido y segmentado, y la reacción instintiva del Vengador fue cerrar sus propias falanges en torno al puño de su daga. El enano encapuchado se hallaba a una distancia ideal para clavarle el arma, y el elfo se aprestó a disfrutar deslizando el filo entre sus costillas. Antes de que atacara, no obstante, las secuencias musicales de una flauta, enlazándose en el eco que le devolvían los espacios huecos, flotaron a través del pasadizo. Provenían de detrás.

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