No había acabado de identificar el cadáver del draconiano cuando éste se petrificó. Con el pulso acelerado hasta casi estallar, el enano se apartó de la carcasa. Circulaban un sinfín de historias relativas a tal fenómeno, mas no les había dado crédito hasta entonces.
—¡Stanach! —lo llamó el kender, en difícil equilibrio sobre un saliente—. ¡Es un placer volver a coincidir contigo! ¿Ha muerto ese engendro? Cometió el gran error de olvidar las fisuras de sus alas. Como decía mi padre, lo más ínfimo puede adquirir una gran trascendencia. ¡Cuidado, amigo mío!
Los tres acompañantes de Givrak, alarmados por los gritos de su cabecilla, habían aparecido en la puerta. Casi sin detenerse a examinar los restos del fallecido —ahora disuelto en polvo—, saltaron sobre él y se lanzaron contra el enano.
El joven Hammerfell, como buen amante de las armas blancas, no se había limitado a aprender a confeccionarlas. Se instruyó a conciencia en su manejo y, aunque no era un consumado espadachín ni tenía instintos belicosos, se familiarizó tan íntimamente con todas las características y secretos de tales armas que éstas eran fulminantes en su mano. Cercenó de una estocada el brazo del primer atacante, quien hincó ambas rodillas en medio del empedrado y se abandonó a lastimeros gemidos. Se percató de que, estando sólo herida, la bestia no sufría el proceso que culminaba en la pulverización.
No perdió ni un instante en analizar el porqué. Arrinconó a los otros dos contra el flanco derecho del almacén, haciendo relampaguear su espada. La esgrimía con ambas manos, a la manera de las hachas, y así frustró las embestidas de sus rivales, obstruyendo todo amago mediante la interposición de su filo. Al ser varios palmos más bajo que los draconianos tenía una brecha permanente en sus guardias, en la que no cesaba de hurgar siempre que se le ofrecía la ocasión. Tropezó uno de los enemigos y, mientras éste intentaba recuperar el equilibrio, Stanach alzó su espada para golpearlo.
En el preciso momento en que el enano levantó su arma, descuidando su guardia, el otro draconiano arremetió por la izquierda. Lo habría atravesado de no golpear una piedra del tamaño de un puño la desnuda base de su cuello, derribándolo como un voluminoso buey.
—¡Stanach, tu hoja no debe quedar dentro de sus cuerpos! No la podrías sacar hasta que se desmenucen y... ¡Cuidado atrás! ¡Agáchate!
Así lo hizo el interpelado, y un acero silbó a escasos centímetros de su cabeza. Una nueva roca surcó el aire, esta vez sin dar en su diana. El aprendiz se puso en pie y se volvió, apenas a tiempo para frenar el impulso de una espada hostil con la suya. El draconiano siseó y, chorreantes sus mandíbulas, estirada la lengua descarnada, arrojó todo su peso contra las defensas del enano. El brazo de éste fue empujado hacia atrás de tal modo que el filo de su espada quedó a un par de centímetros de su cuello, y su mano, bañada en sudor frío, resbaló sobre la empuñadura. El agresor tenía la ventaja de su corpulencia y también su estatura y Stanach era consciente de que el otro no cejaría hasta desgarrar sus músculos, un hecho que no hizo sino infundirle fuerzas para intentar un último ataque.
De pronto, un nuevo acceso de hilaridad de Lavim inundó sus tímpanos. Otro de sus mortíferos misiles acababa de amoratar el ojo de la fiera.
El siguiente fue tan desafortunado que, con su aserrado borde, hirió el codo de Stanach y le insensibilizó el antebrazo hasta la muñeca. La espada fue a parar al suelo.
Con el corazón atronando en su caja torácica, el enano se arrodilló y buscó a tientas su arma, convencido de que sentiría la fatal zambullida del metal entre sus hombros antes de darle alcance. Denostó duramente la puntería del kender y musitó una plegaria a Reorx. En aquel instante, Springtoe gritó una atropellada disculpa y volvió a la carga.
El draconiano se vio sumido, sin saber cómo, en una tormenta de guijarros y cascotes.
—¡Es todo tuyo, Stanach! —azuzó Lavim a su aliado—. ¡No, no lo hagas, vienen más! ¡Corre, sálvate!
El ruido de unas botas retumbó en la calle y otros cuatro draconianos aparecieron en la esquina. El enano recuperó su espada, se enderezó e hizo a su colega señal de bajar.
—¡Kender, únete a mí!
A Lavim le habría encantado hacerle caso, pero no le parecía posible. «Los de mi raza deberíamos estar provistos de alas», refunfuñó. Gateó por el puntal y, aferrándose con ambas manos, se colgó del travesaño y le gritó al enano:
—¡Atrápame!
Lo único que podía hacer Stanach era amortiguar su caída. Ambos rodaron en una maraña de brazos y piernas, rasguñándose rodillas y espalda con las piedras del suelo.
Stanach tiró de Lavim hasta levantarlo y, rezando para que no hubiera fracturas, emprendió a su lado la carrera más veloz de su vida.
* * *
Tyorl escudó a Kelida tras su propia persona.
El centinela entrecerró los ojos y oprimió el pomo de su espada.
—Sí —repitió, tamborileando rítmicamente sus dedos en el arma—, una dulce despedida. No proyectabas partir, ¿verdad?
Otro de los custodios del control, riendo entre dientes, apuntó:
—Yo creo que sí, Harig. La escena que hemos contemplado debía de ser el beso de despedida.
La mano de Tyorl tanteó el cinto, ansiosa del contacto de un acero. Kelida estaba inmóvil, con los ojos desorbitados por el pánico y la respiración entrecortada. Las venas del cuello le latían con violencia.
—Te apuesto una ronda en la taberna a que esa preciosidad olvida al elfo unos minutos después de que muera. ¿Podrías abatirlo?
—¿Al elfo? —bufó el tal Harig—. Mi filo ya ha saboreado la sangre de esos cobardes en el pasado.
Tyorl dio un empellón a Kelida para hacerla a un lado, a la vez que le arrebataba la tizona de Hauk. También el draconiano que llevaba la voz cantante desenvainó, e indicó a su congénere y al humano que se mantuvieran al margen. Ninguno hizo ademán de intervenir, si bien sus ojos traicionaban viles apetitos.
—¿Qué opinas tú, elfo? ¿Merece la moza unas gotas de tu savia? —preguntó Harig, con una sonrisa que descubrió sus dientes gastados y amarillentos.
El viento ululaba y plañía en el camellón rocoso. El olor a quemado, a muerte, se derramó en alas de las crecientes ráfagas sobre el valle mientras los zafiros de la empuñadura de la espada bailaban una danza de filigrana al compás del silencioso cántico de la luz.
Tyorl adoptó la postura de combate con plena desenvoltura, como si fuera el instigador en lugar del acuciado.
—Toda tu sangre —sentenció, con la serena frialdad que tan sólo alguien de su raza podía irradiar— es una bagatela fútil que jamás podría dar la medida de sus merecimientos.
Los turbulentos ojos de Harig brillaron con furia. El elfo enarboló entonces la espada de Hauk, y descargó su primer golpe. Los otros dos guardianes, y también Kelida, chillaron: el hombre-dragón había caído muerto antes de tener tiempo a reaccionar.
Tyorl se movió deprisa. Tomó a la muchacha por la muñeca y la arrimó a su pecho, al mismo tiempo que describía círculos con el acero, amenazando a los soldados aún ilesos.
—Puedo proporcionaros, si así lo queréis, un final igual de limpio.
Los guardianes desenvainaron y se abrieron para cercar al elfo. El draconiano emitió un sonido silbante que trajo a Tyorl remembranzas del silbido de la cobra al disponerse al ataque. Antes de que acortaran la distancia, el elfo oró a dioses largo tiempo olvidados para que su bravuconada se hiciera realidad.
* * *
Cuando las avenidas de Long Ridge quedaron atrás, Stanach y Lavim aceleraron el paso, como también lo hicieron los draconianos que se empecinaban en darles caza. El kender bajó la cabeza e impuso a sus cortas piernas una cadencia insólita, sin aligerarse del incómodo rebotar de cinco saquillos, tres de cuero y dos de paño, contra sus costillas y caderas. Resoplaba ahora al estilo de un viejo fuelle y no malgastaba su resuello en carcajearse, aunque Stanach distinguía todos los síntomas de la jovialidad en sus chisporroteantes ojos verdes. Aquel atolondrado corría por el placer de enfurecer a los seres reptilianos.
Cuando uno de los perseguidores se torció el tobillo y fue a aterrizar en un charco enlodado, arrastrando a otros dos y desahogándose mediante maldiciones que ensordecieron hasta a la materia inorgánica, Springtoe aminoró la marcha para regodearse del percance y contemplar cómo deshacían el lío de sus cuerpos. Stanach lo agarró por la manga y se adentró en una calleja, arrastrándolo tras de sí. Lavim saltó sobre unas barricas de vino desvencijadas, cosa que el enano no era capaz de imitar. De modo que sorteó con dificultad el obstáculo y reemprendió su carrera en el preciso instante en que los draconianos aparecían en el extremo del pasaje.
El corazón del enano parecía a punto de estallar, las piernas le pesaban como si transportasen plomo, y una punzada en el costado amenazaba derrumbarlo a cada paso.
Se hallaba la pareja a unos metros del recodo que enlazaba con la salida de la ciudad y la pendiente del valle, cuando una mujer lanzó un alarido de terror. Ni el enano ni el kender podrían haber reducido su carrera aunque hubiesen aplicado en ello todo su esfuerzo. Estaban en la curva antes de que los estridentes ecos se dispersaran a través de los recovecos de la planicie. Lavim capturó el brazo de su acompañante e hizo que se detuviera. Un inesperado espectáculo se desplegaba ante ellos.
El elfo que el aprendiz llevaba toda la mañana rastreando luchaba denodadamente contra dos miembros de las tropas invasoras. Manaba la sangre de su hombro derecho y del rostro, mientras la moza que servía en la venta de Tenny buscaba pedruscos y se los tiraba a los soldados. No erraba en los lanzamientos pero tampoco auxiliaba a su amigo, porque sus armas arrojadizas eran repelidas por las armaduras de los enemigos. ¿Qué hacía la muchacha en semejante compañía?, se preguntó Stanach en un mar de confusiones.
Limitado por el precipicio de una de las escarpaduras de la repisa, el elfo manipulaba su espada a dos manos con admirable pericia. Pero el enano preveía que tan loable cualidad no sería suficiente contrapeso a la superioridad numérica ni al linde natural que marcaba la naturaleza a su espalda. De no dar un paso en falso y despeñarse, se encargaría de aniquilarlo uno de los contendientes rivales, puesto que eran soldados adiestrados.
Lavim Springtoe, basándose en el axioma de que cualquiera que se opusiera a un draconiano tenía que ser de su mismo bando, exhaló un entusiasta grito de guerra y acometió cual un ariete a uno de los agresores del elfo. Ambos, kender y reptil, se revolcaron en la calzada.
Stanach, más precavido, calculó mejor su intervención.
A diferencia de Lavim, no olvidó que en cualquier instante sus perseguidores doblarían el recodo. Un kender, una muchacha, un elfo sangrante y un enano exhausto nada podrían contra seis de las criaturas comandadas por Carvath. Sin embargo, dos draconianos muertos y en el trance de desintegrarse quizá contendrían al otro cuarteto los segundos precisos para intentar escapar.
No abrigaba el aprendiz mayor anhelo que el de alejarse cuanto antes de Long Ridge. Se introdujo debajo de la guardia de uno de los draconianos y logró abrir un profundo tajo en su vientre. Retiró la hoja a la par que el otro emitía su último estertor, en el mismo instante en que el elfo se derrumbaba y dejaba caer su espada.
El enano estiró el brazo para preservar la tizona de garras extrañas. El elfo, menos malherido de lo que aparentaba, se le adelantó, y diez dedos confluyeron a la empuñadura. Hammerfell bajó entonces la vista y, durante un lapso mayor de lo prudente, se le cortó la respiración.
Unos destellos carmesí, concretados en franjas palpitantes, jalonaban el interior del arma.
«¡Por el gran Reorx! —se escandalizó para sus adentros—. ¡Es Vulcania!»
Tyorl se recompuso y alzó con él la Espada Real de Thorbardin, fuera del alcance del enano.
En el escenario de la reyerta, Lavim se había apoderado de una de las rocas de la moza y la había utilizado para aplastar el cráneo de su rival. El soldado exhaló todavía un quejido, y el kender lo remató con un nuevo golpe.
El elfo jadeaba, y Stanach no pudo menos que escrutarlo en una actitud poco humanitaria. El combatiente sangraba profusamente por una herida en el hombro y tenía la mirada turbia y extraviada. «Si sucumbes ahora —pensó fríamente el enano— tomaré posesión de lo que busco, amigo mío, y nunca terminaré de agradecértelo. ¡Cuan feliz me harías!»
Sus ruegos no fueron escuchados. Tyorl irguió el mentón, se secó la sangre de los pómulos y, apelando a todo su control, clavó los ojos en Stanach.
—Estoy bien.
—¿Responderán tus piernas si hay que salir corriendo? —indagó el enano.
—Si es necesario, lo haré.
Stanach señaló el apiñamiento de casas. Tal como había vaticinado, los cuatro draconianos emergían por detrás de la curva.
—Lo es —confirmó.
«Sí —se dijo—, tú y Vulcania habréis de acompañarme hasta el final.»
Más que correr, volaron.
Las dos muertes de Hauk
No había un resquicio de luz, ni lo hubo desde que tomó conciencia de hallarse en aquel lugar. Hauk ignoraba cuánto tiempo llevaba allí. No estaba maniatado ni sujeto a cadenas, pero no podía moverse. Yacía sobre losas húmedas y el frío lo calaba hasta los huesos, estremeciéndolos con espasmos febriles.
Tenía la sensación de no haber albergado nunca calor en su ser. En su memoria flotaba un terror escalofriante, el de la muerte, y también una pregunta repetida hasta la saciedad:
¿Dónde está la espada con la empuñadura incrustada de zarifos?
Había perecido dos veces desde su llegada. La primera fue rápida y agónica, con un gélido acero hundido en su estómago y desangrándose por el corte. La segunda fue lenta y en medio de un suplicio no menos angustioso. Sumido en una noche eterna, presentía la pausada aproximación de la parca, su andar de cazadora implacable, su avance similar al de la tempestad estival al cernerse sobre el valle. Aunque libre de ligaduras, nada pudo hacer sino aguardarla inmóvil en la oscuridad. Elevó mudas plegarias a todos los dioses conocidos, mas la muerte perseveró en su marcha de pisadas atronadoras, entonando una fúnebre endecha que repetía su nombre.
Entre sus dos muertes, grabado a fuego, surgía el pertinaz estribillo:
¿Dónde está la espada de zafiros?