—Ahora mismo te lo explico. Déjame respirar —se defendió el kender, sin saber bien qué contestar.
—Di lo que sea enseguida, es urgente —lo apremió Tyorl con ojos llameantes.
¡Vamos, díselo! ¡Y entrégale la flauta!
El kender se apartó del elfo y se parapetó detrás de la muchacha, sintiéndose acosado por todos los flancos. Aunque enteco, Tyorl poseía la zarpa de un oso y era capaz de extraerle la información a golpes.
—¡De acuerdo, te narraré lo sucedido! Cerca de la vereda detecté huellas y, al ir tras ellas, de pronto bloqueó mi avance un peñasco. Me encaramé, y había rastros del enano y de otro ser de complexión similar. Stanach no estaba allí, pero he vuelto en lugar de rastrearlo porque...
Porque tienes que entregarle la flauta. ¡Háblale de la flauta!
—Porque me figuré que preferirías ser puesto en antecedentes de inmediato.
¡Lavim, haz el favor de entregarle...!
Haciendo caso omiso de su objetor mental, el kender prosiguió:
—Tyorl, ¿qué puede haberle pasado? Las otras huellas eran de un miembro de su raza, quizás uno de esos...
Theiwar,
apuntó Piper.
—Theiwar —dijo al unísono Tyorl.
El kender pestañeó. Empezaba a pesar en sus sienes una molesta jaqueca.
—En definitiva, uno de esos individuos que pretenden adueñarse de la espada de Kelida.
El elfo descolgó su arco y, con los labios comprimidos en un rictus severo, asió una flecha y aplicó la muesca a su cuerda. Kelida miró a sus dos compañeros.
—Lo matarán —balbuceó, muy espantada.
La luz del sol en el camino había adquirido una tonalidad dorada y las sombras se arracimaban en los árboles y arbustos como heraldos de la inminente noche. Había refrescado, y el ulular de las ráfagas ventosas no contribuía a paliar el efecto de la desapacible atmósfera. «Sí —meditó Tyorl—, lo harán antes o después.»
—No pueden haberlo llevado muy lejos —añadió en voz alta.
Está en las cuevas de la orilla del río.
—Está en las cuevas de la orilla del río —repitió el kender.
—¿Cómo te has enterado? ¡Diablos, Lavim, no me des las noticias con cuentagotas! ¿Hay algo más?
El kender no podía justificarse. ¿Y si porfiaba que eso era todo y unos segundos más tarde le venía otra «inspiración»? Tuvo el impulso de confesar la verdad, pero selló su boca un grito del hechicero que, al resonar en su cabeza, casi lo mareó.
«¿Cómo va a creerme si no le hablo de ti? —preguntó en silencio—. Y no des esos berridos o me estallará el cráneo entero.»
Ya habrá tiempo para confidencias, Lavim; son demasiado complicadas y Stanach no dispone de todo un día, que es lo que te costaría lograr que te creyeran.
«¿Qué debo hacer entonces?»
Muy sencillo, declara haber visto tú mismo esas grutas.
«Pero sería un embuste.»
No
me vengas ahora con raptos virtuosos.
—Reparé en esas oquedades —explicó Lavim— y comprendí que no podían haberlo ocultado en otro sitio. —Con ayuda de Piper, completó la historia—. Hay cinco: no cuevas, sino enanos. Cuevas, sólo conté tres. Se encuentran en este margen y...
Tyorl las conoce, incluso las ha visitado. Finn almacena armas en una cueva del bosque que se comunica con éstas, aunque él ignora la existencia de tales conexiones.
—¿Finn almacena...?
¡Alto, vas a delatarte! ¡Y dale mi flauta de una vez!
El kender se metió la mano en el bolsillo y estrujó el instrumento. No renunciaría tan fácilmente.
—¿... almacena enseres diversos, tales como alimentos o armas, en el bosque?
¿Alguna vez...?
—¿Alguna vez ha recurrido a estas ca..., quiero decir, a alguna caverna de esta zona?
El guerrero asintió, nuevamente impaciente.
—Es evidente que, viviendo en la espesura, tenemos reservas de sobrevivencia. Pero los escondrijos se eligen en rincones boscosos, que están demasiado hacia el sur para que puedan unirse mediante túneles subterráneos a las cuevas de la ribera.
—Sí, lo..., quiero decir, quizá lo hagan. —Lavim curvó los dedos alrededor de la flauta. Estaba aprendiendo a hablar con dos personas al mismo tiempo.
Has oído hablar de ciertas cuevas...-
- Circulan ciertas habladurías acerca de unos pasadizos dentro de la tierra. ¿Dónde los he oído? Ahora no me acuerdo, pero al parecer esas vías permiten desplazarse desde el río hasta la selva.
»
Alguien me relató en Long Ridge que los bandidos solían guarecerse en esas cuevas junto al agua y luego se adentraban en el subsuelo para enlazar con la salida del bosque y despistar así a sus perseguidores.
—Tyorl —intervino Kelida, apoyando su trémula mano sobre el brazo del elfo—, debemos socorrer a Stanach.
Tyorl exhaló un resoplido. Se debatía en el dilema de dar crédito a lo que un tercero había comentado a un kender —lo que significaba que éste podía haber oído realmente eso, malinterpretado sus palabras o urdido la aventura ahora mismo— y la posibilidad de que, de haberse visto forzado el cautivo a mencionar a Kelida como la actual propietaria de Vulcania, la muchacha corriera peligro.
«Estoy entre la espada y la pared», se lamentó.
Por otra parte, ella había dicho «debemos», lo que no hacía sino agravar su indecisión. No podía abandonarla sola, con una tizona que la marcaba como el objetivo a conquistar, ni tampoco se sentía proclive a incluirla en la expedición y arriesgar su vida.
Sintiéndose maniatado por las circunstancias, el elfo maldijo su suerte. ¿Dónde estaba Finn? Sus colegas formaban una compañía de treinta hombres y no había rastro de ellos, pese a que raramente salían de aquella frondosa comarca. Renegó de la espada, de los enanos y, tras desahogarse, tomó la única decisión que podía: recomendar a Lavim y a Kelida que lo siguieran en silencio, dejar la senda trillada y encaminarse hacia el sur.
El suspiro de alivio de Piper taponó los oídos de Springtoe.
* * *
Un pánico sin precedentes asfixiaba a Stanach con tentáculos viscosos y avasalladores. Atrapado en la magia del
derro
tuerto, no podía respirar ni pensar. Como ecos en una pesadilla, invadían sus alucinaciones voces distantes, distorsionadas.
No se desplegaba sobre él un cielo azul, despejado, sino un bajo techo de roca, en un ambiente impregnado de pestilencias de tierra encharcada donde no había cabida para el aire purificador. Acostado en un lecho también pétreo, se clavaban afilados salientes en sus omóplatos y espalda. No le habían atado las manos, pero era incapaz de moverse.
Analizó por qué estaba inerte, e infirió que el motivo era la debilidad o, acaso, que se resistía a actuar. Una laxitud agobiante le había penetrado los músculos y hasta el esqueleto.
La luminosidad que se desintegraba en el crepúsculo reverberaba todavía en el marco de la boca de la cueva. No recordaba cómo había llegado hasta allí. Sus remembranzas se condensaban en el frío refulgir del ojo del Heraldo, la súbita náusea indisociable de los hechizos de desplazamiento y un largo y resbaladizo descenso hacia un sopor provocado.
Y, también, aquellas voces insistentes y lejanas que reclamaban Vulcania.
Un enano, flacucho y con el brazo rígido en el costado, se dibujó en el campo visual del prisionero, a contraluz y privándolo de la ya exigua claridad. Lo apodaban Wulfen, y él lo reconoció como uno de los theiwar que habían sufrido el embate de su acero, cuya sangre había limpiado en la hierba que jalonaba la calzada de Long Ridge.
Un nudo de pavor tomó consistencia en el estómago de Stanach al leer en los ojos del adversario sus ansias vindicativas, al percibirlas asimismo en su risita lupina.
Hammerfell no era mago como Piper; su desvalimiento era aún mayor que el del amigo muerto. No le restaban sino un ápice de fortaleza y la esperanza de que sus compañeros no intentaran rescatarlo.
«Tyorl —trató de ordenarle por telepatía—, saca de estas latitudes la Espada de Reyes y llévala a Thorbardin. Tu cuadrilla te proporcionará escolta suficiente.»
¿Lo haría? ¿Y si había dado a Hauk por perdido? Él quizá sí, mas Kelida no cejaría hasta el final. El mismo Stanach había garantizado su persistencia al darle a alguien a quien amar. «Un cadáver —caviló—, y sin embargo no me arrepiento. Gracias a mis intrigas la muchacha transportará a tizona a mi reino, y el elfo irá donde ella decida.» Stanach clavó con firmeza los ojos en el techo de la caverna. No volvería a perder la Espada de Reyes que pertenecía a Hornfel. Había hecho lo que debía hacer, tal como habían hecho Kyan Redaxe y Piper.
Wulfen hizo un ruido gutural y Stanach se dijo a sí mismo que ya no era un artesano de fragua sino un comerciante, uno que negociaba comprando tiempo.
El escondite estaba vacío. Tyorl y Hauk habían trabajado con ahínco almacenando flechas, espadas y dagas que entre todos ordenaron la víspera de la partida de los dos Vengadores hacia Long Ridge. A juzgar por la casi total ausencia de material, Finn debía de haberse abastecido recientemente.
El elfo habría trocado sus mejores pertenencias por una indicación susceptible de orientarlo acerca de las actividades de los guerreros. El hecho de que sus amigos hubieran vaciado el escondrijo de sus armas demostraba que precisaban de ellas, que habían entablado una batalla aunque no en las inmediaciones, puesto que no se observaban señales de lucha.
«¡Maldición! —blasfemó para sus adentros—. A mí me son indispensables y ellos apreciarían mi destreza como arquero. En nombre de los dioses, ¿dónde andan? ¿Acaso se los ha tragado la tierra?»
Existía una explicación mucho más razonable. Era probable que a estas alturas Finn, de un modo u otro, hubiera averiguado lo de las caravanas de abastecimientos de las huestes de los Dragones, y que estas tropas a su vez supieran de la existencia de Finn y de su grupo de Vengadores.
La cueva era tan pequeña que Tyorl había de encorvarse un poco y, en cuanto a espacio, apenas cabían Lavim y él. Kelida vigilaba. El elfo aguzó los sentidos, y no se tranquilizó hasta notar la percusión de sus pisadas en la rocosa superficie y distinguir un destello de sus pelirrojas trenzas.
—¿Cómo puede irse desde aquí a las oquedades del río? —preguntó irritado al kender.
—Hay un paso, Tyorl —insistió el hombrecillo sacudiendo vigorosamente la cabeza y balanceando su canosa trenza—. Está detrás del muro posterior.
—Lavim, detrás de esa pared no hay más que piedra.
El guerrero recorrió el muro con la mano y su pulgar tocó una de las grietas que producían las raíces de los pinos erguidos encima, fuera de la cueva. El lugar olía a tierra rica, saturada, pero el elfo echaba de menos la calidez del sol. Las grutas eran idóneas para ocultar armas, pero su oscuridad y su aire viciado le resultaban asimismo sofocantes.
El kender se apretujó contra Tyorl y se agachó delante de la más ancha de las fisuras. Coló la mano en la hendidura y dobló los dedos sobre el reborde como si se tratara del extremo de una puerta. Alzó entonces hacia su acompañante unos ojos aún más risueños de lo acostumbrado.
—Ahí dentro corre el aire.
Evaluó acto seguido el muro con la otra mano, la izquierda, con el brazo estirado a la altura del hombro, y distinguió una grieta angosta que bajaba hasta el suelo. Examinó asimismo el techo, parpadeando debido a la oscuridad, y discernió otra rendija. Su sonrisa se hizo más pronunciada al aquilatar la distancia entre ambos accidentes.
—Podríamos internarnos de sobra en el espacio hueco —anunció.
—Quizá —ironizó Tyorl—. Sólo nos falta el pequeño detalle de traspasar la pared.
—No habrá que hacerlo —replicó el kender—. Hay... —aplicó el oído como si estuviera oyendo algo—, sí, hay ecos acuosos al otro lado. Si logramos apartar este pedrusco no tardaremos en visualizar el torrente: los aromas de humedad denotan su relativa proximidad. Dejémonos guiar por ellos hacia el este y enseguida veremos a Stanach.
—No son más que conjeturas, mi apreciado kender.
—De eso nada, me lo... —De nuevo a punto de cometer un desliz sobre la fuente de su sapiencia, Springtoe calló y se aclaró la garganta—. Sí, son conjeturas, pero oigo el murmullo del río y siento el canto de la roca. —Apartó la mano e invitó a Tyorl a estudiar el terreno—. Esta pared no es más gruesa que mi palma y tiene el canto muy pulido. Apuesto a que podríamos moverla...
Uniendo la acción a la palabra, el kender incrustó el hombro en la ranura y empujó con todas sus fuerzas.
—Lavim, no creo...
—En estos momentos, Tyorl, tu fuerza sería mucho más valiosa que tus opiniones —gruñó Lavim—. ¿Por qué no me echas una mano o, mejor, un hombro?
Deseoso de desengañarlo en sus afanes, el elfo apalancó su propio hombro en el ligero desnivel de la tapia. No bien había iniciado su tentativa cuando la roca cedió. Cruzó la abertura una vaharada de fetidez, de dimanaciones terrosas, preludio de una mixtura de tufos de los cauces fluviales: peces, légamo y vegetación en estado de podredumbre.
—¡Reductos de salteadores! —se alborozó Lavim—. ¡Teníam... tenía yo razón!
Se arrojó sobre la entrada como quien se zambulle en un lago, y el elfo tuvo que sujetarlo por el cuello del capote.
—¡Espera!
Pero el kender estaba demasiado excitado para ser reprimido. Se soltó y atravesó el umbral del túnel.
Tyorl fue rápido en búsqueda de Kelida. La muchacha se asomó a la caverna, atisbo el lóbrego acceso a lo ignoto y se giró hacia la moribunda luminosidad, como si ésta hubiera de estimularla. Sus reticencias no eran menores que las del Vengador.
—¿Dónde está Lavim?
—Lo has adivinado: se ha ido por allí —contestó el elfo señalando la hendidura—. Si estás dispuesta, deberíamos iniciar la marcha cuanto antes. No te alejes de mí, trataremos de alcanzar a ese lunático.
No había empleado el adjetivo en tono humorístico, pero al ver que los iris esmeraldinos de la muchacha lanzaban unas chispas de afable jocosidad, sonrió a su vez y le hizo una reverencia, como si invitara a su dama a visitar un confortable y acogedor aposento. Kelida, de un modo reflejo, apoyó al pasar la mano en su hombro. El contacto de sus dedos perduró en el elfo hasta mucho después de que se alejara de la entrada de la cueva y de los pálidos rayos del sol.
* * *
«¡Tres!»
Stanach se aferró a la cifra a través de otro de sus zigzagueantes vagabundeos por el universo de las tinieblas. Le habían destrozado tres dedos. «Todavía quedan siete más —se horrorizó—, o dos si sólo se proponen dejarme manco.»